La imagen de un muerto tumbado hacia arriba sobre la nieve es la imagen del escritor suizo Robert Walser. Y será quizá la temprana imagen que te ofrezca la memoria cuando leas las primeras páginas de Blancura, la novela del reciente Premio Nobel Jon Fosse (Haugesund, 1959).
En Blancura hay mucha nieve sin sinestesia. Hace frío en la novela. Mucho. Y paseo, demasiado, como aquel que también dio el escritor suizo desde Stuttgart a Zúrich cuando tenía dieciocho años. Un viaje de 200 kilómetros que se considera uno de los más significativos de su vida y del que sus escritos se nutrieron y vivieron. Al igual que el protagonista de Blancura, este también sale a pasear, aunque en coche. Lo arranca y se marcha a divagar y a conducir sin rumbo ni destino, hasta que acontece lo que debía suceder para el buen alimento de la trama: el vehículo se queda atascado en la nieve y no consigue sacarlo ni dando marcha atrás: «Apagué el motor. Y me quedé sentado en el coche». Después se bajó y se puso a andar, a pasear, otra vez sin rumbo ni destino, aunque en esta ocasión sí con un objetivo: el de encontrar a alguien para que lo ayudase.
El paseo constituye un asunto esencial en este relato, tanto como el abandono que el protagonista hace del vehículo en medio de la nada y de la blancura de la nieve, aún sin sinestesia. El protagonista parece desentenderse de la tecnología como si fuese necesaria esa catarsis para alcanzar una creencia: la de permanecer vivo. Si nuestro protagonista no hubiese abandonado el vehículo, que es símbolo siempre de progreso, nunca hubiera descubierto, ni se hubieran producido, los acompañamientos que surgen. ¿Símbolo de lo que es la muerte? ¿Contar la muerte sin nombrarla y sin que aparezca? Quizá aquí resida la genialidad del relato. Porque, ¿quién no sería capaz de imaginar cómo acabaría un hombre que sale a pasear cuando la oscuridad de la noche comienza a caer y se cierne sobre él en mitad de un bosque nevado? Pero en Blancura no. En Blancura has de construir el final porque no existen evidencias ni vestigios del lugar común que suele ofrecerte la imaginación: si alguien pasea por la noche en la nieve muere. No. Aquí no, pero ¿acabará al final como Robert Walser?
Por otra parte, si nos adentramos en la maquinaria del relato, sobresale en Blancura un sólido narrador protagonista y una, en ocasiones, estridente primera persona, que nos acompañará durante el paseo en la nieve (sin sinestesias) y con quien empezamos a sufrir. También nos ayudará a imaginar cómo son los otros personajes que aparecen y reaparecen en la narración. ¿Ángeles? ¿De la guarda? ¿Sus padres? ¿Qué hacen ahí papá y mamá? ¿Darle al protagonista la seguridad que nunca tuvo en la infancia, saldar alguna cuenta pendiente, recriminarle que se llevó el vehículo, traerle el abrigo?
El enigma que nos plantea Blancura es negrura. Estas antítesis recorren la mayoría de las páginas y son el acicate para que fluya la narración. Un tropo tan abundante como necesario: «Sí que es blanca. La blancura. En la impenetrable oscuridad», «mirando a la criatura luminosa, rodeada de oscuridad…»; «y cuánto tiempo llevaba así no lo sabía, pero al abrir los ojos ya no vi a la luminosa criatura blanca (…) y me volví y miré el interior de la impenetrable oscuridad», o «el hombre del traje negro… solo queda la criatura brillante».
Fosse deleita, sin duda, con estos últimos juegos de tropos, en ocasiones vertiginosos. Y lo hace a lo largo de las 89 páginas de este gran opúsculo, porque en realidad lo que busca es la rebelión de nuestra parte más espiritual, nuestra alma quizá, para cuando haya de asomarse al desfiladero de la muerte, aunque esta ni esté, ni se la nombre ni se la espere. Por lo menos la muerte sin sinestesia.
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Autor: Jon Fosse. Título: Blancura. Traducción: Cristina Gómez-Baggethun y Kirsti Baggethun. Editorial: Random House. Venta: Todos tus libros.
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