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Un pequeño burgués y un charlatán enciclopédico

Un pequeño burgués y un charlatán enciclopédico

Las cartas siempre han sido un territorio de aprendizaje para los escritores, su verdadero taller literario antes de la proliferación y la banalización de las técnicas de escritura. Los escritores, desde la antigüedad hasta el pasado más reciente, se han formado escribiendo cartas, prodigándose en ese arte efímero y bidireccional que permitía al neófito calibrar no solo las dimensiones de su realidad, sino las imprecisas aristas de su ethos personal.

Quizá por ello, las cartas de los escritores, sus epistolarios, despierten tanto interés entre los lectores y los estudiosos de sus obras, no solo por la morbosa curiosidad que suscita acercarse, apenas sin veladuras, a su intimidad, sino porque en sus dominios suelen encontrarse en estado germinal el devenir de sus desarrollos creativos.

"Cabría esperar que las cartas de Ezra Pound a James Joyce atesorasen algunas luces que iluminasen tanto la escritura del irlandés como la del vate de los Cantos"

La mayoría de los escritores, conscientes de la fecundidad de sus cuartillas viajeras, han velado sus armas literarias cultivando el arte epistolar, utilizando sus circunscritas dimensiones para numerosos fines, entre ellos, y no el menos importante, para reflexionar sobre su propio arte. La Epistula ad Pisones de Horacio, la Carta proemio al condestable don Pedro de Portugal del marqués de Santillana o, las más recientes, Cartas a un joven poeta de Rainer María Rilke, pueden servir, precisamente por su heteróclita diversidad, de ejemplo.

Eda Libros acaba de publicar la correspondencia y los artículos críticos de Ezra Pound sobre James Joyce: Sobre Joyce: Correspondencia y ensayos de Ezra Pound. El libro recoge el trabajo compilatorio de Forrest Read —The Letters of Ezra Pound to James Joyce, with Pound’s Essays on Joyce (1967)— responsable de la edición inglesa y de los comentarios. La traducción en castellano corre a cargo de Alicia García Ferreras y de David Alcaráz Millán.

Cabría esperar que las cartas de Ezra Pound a James Joyce, con quien se cartea en un momento decisivo —desde una perspectiva creativa— para los dos escritores, atesorasen algunas luces que iluminasen tanto la escritura del irlandés como la del vate de los Cantos. Pero, lamentablemente, a este epistolario le faltan otras 500 páginas, las cartas de Joyce a Ezra Pound, por lo tanto, las del emisor más reflexivo.

"En esos ojos enfermos fundamentó el autor de Ripostes su acercamiento hermenéutico a la escritura joyceana, a cuyo autor estuvo a punto de denominar como novelista de la miopía"

Ezra Pound es un personaje excesivo, un activista literario y mullidor de época, cualidades que sin duda le han granjeado, cuando no la simpatía, la indulgencia de sus contemporáneos ante su deriva ideológica. Wyndham Lewis lo describe en unos versos de Blast como un «conductor de pantechnicon demoníaco, / ocupado con la mudanza del viejo mundo / a nuevos barrios». A Pound le gustaba estar en todo y controlarlo todo, por lo que no solo fue el voluntarioso secretario de William Butler Yeats, sino el de la literatura de su tiempo. Un auténtico y efectivo, como señaló el poeta Horace Gregory, «ministro de las artes sin cargo». Este activismo entrometido, más bien dirigista, no solo le llevó a recomponer con inusitado acierto The Waste Land de T. S. Eliot —quien, agradecido, le prodigó el elogio con el que la posteridad suele reconocerlo: il miglior fabbro—, sino a implicarse en los avatares económicos de Joyce, sobre el que ejerció inopinadamente labores de agente literario y de madre de la caridad. En cierta ocasión llegó incluso a fletarle un paquete al escritor irlandés, a través de T. S. Eliot y de Wyndham Lewis, con zapatos y ropa usada. Joyce, aunque abrumado, necesitado y sobrepasado por los desvelos que le mostraba su benefactor como damnificado del talento literario, nunca dejó de agradecer al vate del imagismo su pionera entrega y fervorosa dedicación a la divulgación y rentabilidad de su obra.

Sin embargo, Pound no se conformó con esos papeles, sino que también quiso ser el médico y el enfermero de «los ojos patológicos de Joyce», impresionado por los destellos neblinosos de su morbosa perplejidad. En esos ojos enfermos fundamentó el autor de Ripostes su acercamiento hermenéutico a la escritura joyceana, a cuyo autor estuvo a punto de denominar como «novelista de la miopía», aunque «se contuvo y sustituyó [la palabra] miopía por microscopio». Pero, como ya se ha sugerido más arriba, a pesar de estas enojosas injerencias Joyce nunca tuvo demasiado en cuenta sus extralimitaciones, al considerar al poeta y activista literario estadounidense «un hacedor de milagros», sin el cual «probablemente sería un insignificante desconocido».

"Inicialmente, la lectura de esta correspondencia puede resultar bastante trabajosa para el lector que busque en las cartas una historia articulada, al contar con muy pocos apoyos narrativos por parte del compilador"

En el proceloso maremágnum de descuidadas cartas que Ezra Pound dirige al autor del Ulises cuesta reconocer la pluma de un poeta, por lo que el lector llega en ocasiones a compadecerse de Joyce y a preguntarse qué pensaría este de su interlocutor. El propio Pound, consciente de sus descuidos, y a modo de disculpa y de captatio benevolontiae, reconoce que escribe con «las sobras de [una] mente» agotada por la profusión de cuitas y menesteres literarios. No obstante, a través del conjunto de su correspondencia, aunque habitualmente aborde los asuntos más triviales de la vida de un escritor y adolezca con frecuencia de interés literario, pueden seguirse subrepticiamente las enormes dificultades que tuvo Joyce para publicar su obra. En ese dificultoso periodo para la edición de sus primeros libros —especialmente Retrato de un artista adolescente—, la figura del poeta estadounidense resulta determinante. La Little Review, como ejemplo de estas dificultades y de la pertinaz resistencia de Ezra Pound, se suprimió «en cuatro ocasiones» debido a los fragmentos del Ulises; además de los litigios, censuras y quema de libros que habían padecido sus anteriores obras.

Inicialmente, la lectura de esta correspondencia puede resultar bastante trabajosa para el lector que busque en las cartas una historia articulada, al contar con muy pocos apoyos narrativos por parte del compilador, pero el esfuerzo inicial exigido resulta sumamente compensado, sobre todo cuando los dos escritores se conocen por fin en Desenzano, tras siete años de relación y de confidencias epistolares. Un encuentro que señala el inicio de su alejamiento y de su separación.

Joyce, como había imaginado en tantas ocasiones al leer sus cartas, se encontró ante un «gran manojo de electricidad impredecible» y pudo comprobar con desagrado que el estadounidense no cesaba de parlotear como un charlatán enciclopédico. Mientras que Pound tampoco podía disimular su decepción, al encontrarse, a pesar de su estrechez económica, ante un remilgado burgués o, lo que todavía era peor, ante un «clérigo inconformista de Aberdeen».

"Este mutuo alejamiento propició el hecho de que Joyce no tuviese reparos en volver a cuestionar a los que hasta la fecha habían sido dos de sus más relevantes valedores: T. S. Eliot y Ezra Pound"

Tras la fugaz estancia en Desenzano, Joyce se instala en París, en donde Pound vuelve a ejercer las funciones de mullidor, presentando al escritor a sus amistades literarias. En uno de esos periplos introductorios, más concretamente en casa de André Spire, un 11 de julio de 1920, el autor de El retrato del artista adolescente conoce a la que será la editora del Ulises: Sylvia Beach. Ese es el momento en que el camino de los dos amigos comienza definitivamente a bifurcarse, al ver resentida Pound su influencia sobre el genio irlandés. El dublinés, a través de Sylvia Beach, encontrará al que desde entonces considerará como su lector y crítico más relevante, el poeta Valéry Larbaud, «la única persona que sabe algo que merezca la pena mencionar sobre el libro [Ulises]». Un crítico preciso, sistemático y riguroso, que contrasta con las voluntariosas veleidades de Ezra Pound, como constatan los ensayos recopilados por Forrest Read.

Este mutuo alejamiento propició el hecho de que Joyce no tuviese reparos en volver a cuestionar a los que hasta la fecha habían sido dos de sus más relevantes valedores: T. S. Eliot y Ezra Pound. Para ello formuló retóricamente, y también aviesamente, la siguiente pregunta a Robert McAlmon: «¿Considera que Eliot o Pound importan realmente?».

"A pesar de sus discrepancias, los dos escritores nunca pudieron desprenderse del cedazo trenzado por su escritura"

Pero Ezra Pound tampoco anduvo con remilgos a la hora de saldar las cuentas con Joyce, considerando su obra como un final más que como un principio. «Nunca guardé respeto alguno hacia su sentido común o inteligencia. Me refiero a la inteligencia en general, al margen de sus dotes como escritor», o, en cuanto a su análisis sobre la realidad y los mudables tiempos, considera que «el señor Joyce me parece ignorante», porque «la mente de Joyce se ha visto privada de la vista de Joyce durante demasiado tiempo. No se puede decir que se haya cerrado completamente, pero Joyce sabe muy poco acerca de la vida tal y como esta ha ido transcurriendo desde que terminó el Ulises». Aunque quizá la crítica más acerba se encuentre en la propia obra, tan ensalzada antaño por el autor de los Cantos, salvo Exiliados, a la que siempre consideró «una obra de teatro mala con contenido serio». Pero es sobre todo su discrepancia con lo que conoce de Finnegans Wake —«escrita en lengua choctaw»— lo que le permite considerar a Joyce como un escritor del pasado: «el libro del SR. J [se refiere al Ulises] fue el FIN, la culminación (literariamente hablando) de una era».

En fin, la literatura misma, aunque a pesar de sus discrepancias los dos escritores nunca pudieran desprenderse del cedazo trenzado por su escritura. La insobornable prueba de su amistad.

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