He escrito alguna vez que los tiempos pasados, los que se fueron, liquidaron oportunamente muchas cosas injustas o perniciosas; pero también arrastraron consigo, en la natural demolición que el tiempo aplica a todo, algunas, y no pocas, cosas buenas. También –y eso es lo que más lamento– determinadas actitudes, maneras de situarse ante la vida y los semejantes que, aunque trasnochadas, imposibles y hasta seguramente ridículas hoy en día, elevaban al ser humano por encima de su condición material y grosera, facilitaban la convivencia y lo convertían en respetable. Le daban dignidad y grandeza.
No hablo de gestos espectaculares, de épica o heroísmo. Tampoco hablo de actitudes relacionadas con una u otra clase social. Al contrario: con frecuencia era más fácil encontrar esa dignidad y esa grandeza en gente socialmente humilde que en otra más afortunada. Aquel magnífico y muy español «en mi hambre mando yo» me parece, quizá, la más exacta exposición de esto último. Y a menudo había, por irnos a un pasado no demasiado lejano, más dignidad en el padre analfabeto que liaba para su hijo el primer cigarrillo que éste fumaba, en el andén del tren que iba a llevarlo al barco en el que viajaría para morir en Cuba, que en el adinerado individuo que había dado unos duros de plata al Estado para que ese pobre muchacho fuese a la guerra en lugar de su hijo.
Las maneras. Con frecuencia insisto en ellas en esta página. En mi opinión, como buen reflejo exterior de lo que somos o no somos, ellas nos salvan o nos condenan. Siempre lo he creído así, y no es casual que la segunda novela que escribí tratara en buena parte de eso: la estética asumida como ética cuando las grandes palabras se desvanecen. La actitud elegante, digna, heroica a fuerza de orgullo –la soberbia es defecto, pero el orgullo puede ser una virtud–, de un viejo maestro de esgrima durante la caída de Isabel II: la historia del último hombre honrado en un mundo de conspiraciones políticas, mercachifles y canallas. Hay un diálogo en ese relato que es mi momento favorito, cuando el marqués de los Alumbres le comenta al maestro Astarloa: «Se olvida usted de Dios», y éste responde: «Dios no me interesa. Tolera lo intolerable. Es irresponsable e inconsecuente. No es un caballero».
Tuve la suerte –aunque quizá hoy sea una desgracia– de que me educaran para admirar esa clase de cosas. Para respetar ciertos ejemplos. Después la vida que llevé me condujo a otros lugares; pero mantuve intacta, o así lo creo, la facultad de admirar la dignidad y la elegancia moral en hombres y mujeres, sea cual sea su estado o condición. Al hilo de eso, recuerdo lo ocurrido a una de mis abuelas en los años 30 del pasado siglo. Estaba embarazada de seis meses y viajaba en tren de Cartagena a Madrid. El viaje duraba toda la noche; pero, al no quedar plazas libres en los coches cama, se vio obligada a viajar en un vagón convencional. En el compartimento sólo iban ella y un hombre de mediana edad, de aspecto modesto pero muy educado, a quien después de aquello mi abuela no olvidaría jamás.
El avanzado embarazo la tenía molesta, y eso era evidente. Tras interesarse por ella con extrema corrección, el señor le aconsejó que se tumbara en los asientos. Hay que entender que corrían otros tiempos, y una señora no se tumbaba por las buenas en un tren delante de un desconocido; así que la gestante viajera se mostró reacia a ponerse cómoda. Entonces, el caballero demostró que era exactamente eso. Cogió su petaca de cigarrillos, el encendedor y un libro, se puso el gabán, salió al pasillo, corrió las cortinillas, cerró la puerta, y se pasó toda la noche de guardia ante ella, fumando y leyendo, para impedir que nadie entrase en el compartimento e incomodase a mi abuela. Y por la mañana, al llegar a Madrid, la ayudó a bajar la maleta de la redecilla del equipaje y la acompañó hasta el andén, hasta dejarla en manos de los familiares que la esperaban. Ni siquiera dijo su nombre, escuchó las palabras de agradecimiento de mi abuela con una sonrisa amable y casi distraída, saludó por última vez tocándose el ala del sombrero, y se marchó.
Mi abuela me contó muchas veces esa historia, que cuando era niño me gustaba escuchar. Y ella siempre llegaba al final con un brillo en los ojos y una expresión dulce y conmovida. «Aún me parece verlo alejarse aquella mañana entre la gente –decía medio siglo después–. Ni siquiera era guapo. Tenía el cuello de la camisa rozado, el traje lleno de arrugas y las uñas tal vez demasiado largas. Pero nunca en mi vida vi tan perfecto caballero».
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Publicado el 15 de julio de 2018 en XL Semanal.
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