Se conmemora el centenario de Carmen Laforet (6 de septiembre de 1921). En 1945 ganó con su novela Nada el primer Premio Nadal, en la que retrata las vivencias de una mujer que, ante una realidad opresiva, no desiste de su empeño por ser quien quiere ser.
Ahora Destino, su editorial, publica una nueva edición de Nada, de la que Zenda ofrece el prólogo de Najat el Hachmi (Nador, Marruecos, 1979. Premio Nadal 2021), en el que reivindica el placer de leer Nada sin limitarla, dejando que su significado encuentre libremente al lector.
El 22 de septiembre saldrá El libro de Carmen Laforet. Vista por sí misma, al cuidado de Agustín Cerezales Laforet.
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Prólogo
Todo está en Nada
De vez en cuando me pasa que al leer una novela, un cuento, parte de su contenido acaba apareciendo en mis sueños. Son los textos de los que más me acuerdo, hasta el punto de que ya no sé si alguna vez fui sin haberlos leído, como si hubieran estado siempre allí, en algún lugar cercano y familiar, y formaran parte de mí desde siempre. Para que provoquen este efecto no hace falta que sean páginas de la más excelsa prosa ni especialmente deslumbrantes en su forma, pero me impregnan sin que pueda oponer resistencia alguna y a veces incluso llegan a transformarme como si de un acontecimiento vital trascendente se tratara. Aunque no recuerdo las coordenadas espaciotemporales exactas en las que leí Nada por primera vez, sí tengo la sensación de haberla leído siempre, o de haberla llevado leída e interiorizada desde muy pronto.
En fin, expongo todo esto para reivindicar la lectura emocional de cualquier obra que pueda considerarse literaria, un elemento imprescindible si se quiere comprender el hondo impacto que provoca o no en el lector. Al fin y al cabo, una novela es una obra artística, ¿no?, es algo creado con la intención de tener un determinado efecto en quien lo recibe, efecto que puede ser muy variado: admiración por el dominio técnico, placer por las virtudes estilísticas, curiosidad por los personajes y la trama, impacto por los temas tratados, asombro por descubrir algo nuevo o la reconfortante sensación que provoca en el lector verse representado en las páginas que escribió una desconocida. Nada, de Carmen Laforet, provoca todo esto y mucho más, pero es que yo soñé con Andrea la primera vez que la leí y sigo soñando con las habitaciones de la casa en la que se instaló al llegar a Barcelona cada vez que la releo. La oscuridad de la escalera, el sonido de los pasos de la joven al deambular por una ciudad desconocida, la claridad de la familia de su amiga en contraste con la mezquindad de la propia, todo lo que contiene la novela es parte de mi imaginario y del de generaciones enteras. Incluso hoy en día, cuando paso por la calle de Aribau pienso: «Aquí vivió Andrea», como si de una amiga de la infancia se tratara, mezclándose con los recuerdos reales y los paisajes de mi propia juventud.
Pongo el énfasis en esta cuestión porque resulta sumamente difícil aportar una contribución al imaginario colectivo, más aún cuando una escritora se ocupa de aquello de lo que todavía nadie se había ocupado. En realidad, lo que acaba siendo universal y canónico es siempre fruto de una misteriosa alquimia, de una alineación de elementos poco habitual. ¿Quién podía imaginar que el día a día de una joven de lo más normal podía convertirse en una historia leída y releída sin cesar desde que se publicara? Pero por otro lado, ¿quién podía imaginar que el viaje de un marinero que quiere volver a casa perduraría miles de años? Andrea también viaja, como Ulises, aunque su viaje es hacia la edad adulta, un doloroso trance de descubrimiento del mundo tal y como es y no como lo vimos filtrado por la candidez infantil.
Dicen los entendidos que soñar con una obra artística significa que es buena porque se produce una conexión de subconsciente a subconsciente. Esta conexión traspasa fronteras temporales, geográficas, de sexo y condición social y toca lo que de universal y humano hay en nosotros. Creo que a esto se debe el éxito de la novela de la que estamos hablando. Generación tras generación, la obra sigue atrapando a miles de lectores, instalándose una y otra vez en las profundidades de su ser. Millenials que manejan el último modelo de móvil se sienten atrapados por las peripecias de la joven Andrea porque comparten con ella lo que no cambia ni con todos los avances tecnológicos imaginables: el entusiasmo por empezar una nueva vida, el anhelo de libertad y el descubrimiento del mundo, la incertidumbre ante lo desconocido, la decepción y las preocupaciones cuando no sabemos aún cómo leer el comportamiento de los demás ni su forma de comunicarse. Incluso en detalles muy particulares del comportamiento de nuestra heroína vemos reflejados a algunos jóvenes de la época actual: pienso, por ejemplo, en el hecho de que Andrea decida gastarse el dinero del que dispone en caprichos y regalos en detrimento de su propia comida. A menudo la veo en la cocina, bebiendo a escondidas el caldo de las verduras, y a pesar de que conozco el contexto de carestía y penalidades de la posguerra, no puedo evitar interpretar esa expulsión alimenticia de Andrea como el elemento que simboliza su lugar en la casa y en la familia: la de una excluida extranjerizada por el ambiente hostil. La comida es quizá uno de los elementos que más se pueden vincular con el amor, no tanto porque sea necesaria la querencia por alguien para ofrecerle platos deliciosos sino porque en el comienzo de la vida es la madre la que, con su leche y su afecto, nos permite sobrevivir y crecer, descubrir el amparo que supone el amor, imprescindible para seguir existiendo. Andrea no es muy amada y puede que por eso ella misma acabe restringiéndose la comida, que decida no comer con los otros habitantes de la casa. Y en esto se parece increíblemente a muchas adolescentes de hoy que no saben muy bien qué hacer con la intensidad de sus emociones, con la incertidumbre y la sensación de extrañeza, con la pujanza imparable del deseo.
Con todo esto no pretendo minusvalorar la importancia que el texto tiene como retrato de un tiempo histórico concreto. Todo lo contrario, porque el relato desde ese pasado es universal y llega a quien no conoce el contexto, se vuelve más relevante como reflejo de un mundo concreto, sobre todo al tratarse de una época que algunos quieren reescribir, mientras que otros pretenden olvidarla bajo el manto de un silencio traumático. La audacia de Carmen Laforet fue contar unas circunstancias difíciles, las de la posguerra, a través del tipo de protagonista que no lo es nunca en los libros de historia pero que sin embargo sufre sus consecuencias. A pesar de que la autora no ponga un énfasis especial en el trasfondo por el que deambulan los personajes, sí queda claro que la oscuridad en la que están inmersos es en parte debida a las consecuencias de la contienda bélica. Y que Andrea recuerda que hubo un mundo claro y luminoso anterior a la guerra, y ese recuerdo se resquebraja y estalla en añicos al confrontarse con la realidad de un presente de carestía y violencia cotidiana, de agresividad constante entre quienes se supone cercanos por el vínculo de parentesco. Claro que las dos líneas temporales coinciden en el texto, pues el mundo de la infancia de Andrea es también el mundo anterior a la guerra y el desencanto es real a la luz de sus consecuencias nefastas, pero a ello también contribuye lo ya mencionado: la dolorosa toma de conciencia que provoca crecer y ver las cosas tal y como son.
Carmen Laforet fue audaz e inteligente al retratar su tiempo enfocándolo desde lo marginal en aquella época. Una chica joven conviviendo con una familia venida a menos es sin duda un personaje marginal. Puede que también por eso la leyera tanta gente desde el primer momento: contaba lo que no se podía contar y casi sin decir nada. El malestar provocado por la condición femenina, por ejemplo, era algo todavía inédito. La introspección psicológica tampoco era habitual, y menos tratándose de una mujer, y permite rastrear las consecuencias íntimas tanto de las dinámicas sociales como de los sucesos históricos, sean estos explicitados o no. Cierto objetivismo en el estilo, aunque nada frío, cargado de emoción pero despojado de juicios morales, dota al viaje de la protagonista de una fuerza a la que resulta imposible resistirse. A este respecto, yo siempre he sentido que este texto dialogaba de forma fluida con otro escrito pocos años más tarde sobre la misma Barcelona en un tiempo que se solapa con el de Nada, La plaza del Diamante de Mercè Rodoreda. Otra mujer que intenta sobrevivir a las circunstancias, en este caso viviendo directamente la guerra. Ambas novelas se complementan a la perfección.
Nada destila verdad y razón, honestidad por parte de la autora, que deposita en el lector su creación con enorme generosidad. Por esto sorprende, al repasar la prensa de la época y lo escrito sobre ella, tanto entonces como ahora, que se siga queriendo hacer una lectura literalista de esta gran novela, que se pretenda rebajarla a ras de suelo para convertirla en materia de cotilleo. Al fin y al cabo, la forma más fácil de intentar denigrar el trabajo de una escritora es reducir todo lo que escribe a lo autobiográfico. Incluso en contra de lo manifestado por la interesada. Los lectores de Carmen Laforet hemos tenido el privilegio de disfrutar de lo que ella decidió compartir con nosotros, pero parece ser que no basta y hay que indagar en su intimidad para entender el texto. Nada más perverso que disfrazar de justificación académica o periodística lo que en realidad no es más que chismorreo. Agradezcamos a Carmen Laforet que nos hiciera este regalo maravilloso que es Nada y, si queremos más de ella, leamos el resto de su obra y dejemos en paz su intimidad.
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Autora: Carmen Laforet. Prólogo: Najat El Hachmi. Epílogo: Ana Merino. Título: Nada. Editorial: Destino. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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