«Atraco a las tres», de José María Forqué. Al fondo Lola Gaos; de izquierda a derecha: Agustín González, Manuel Alexandre, José Luis López Vázquez, Cassen, Alfredo Landa y Gracita Morales.
«Hay individuos que el fracaso no lo esquivan, sólo lo aplazan, es cuestión de poco tiempo», señala Javier Marías en esta disección de un fotograma de Atraco a las tres.
Yo no recuerdo demasiado bien la película a la que pertenece esta foto ni por lo tanto la escena que muestra, pero lo segundo se puede conjeturar a través de la vaga reminiscencia: un grupo de desgraciados metidos en la preparación y ejecución de un atraco, una historia deudora seguramente de la italiana Rufufú. Es de suponer, así, que la banda de improvisados ladrones está aquí brindando por el futuro éxito de la aventura o bien por lo que ellos creen objetivo cumplido, antes de que todo se tuerza y la policía los pesque o el dinero se pierda. En realidad esto último ha sucedido en el cine numerosas veces, también en las películas serias de atracos, incluso en las trágicas. Rápidamente me viene a la memoria Sterling Hayden como alguien proclive a estos asuntos y a quien las cosas fueron mal por lo menos en dos ocasiones, en La jungla del asfalto de Hudson y en Atraco perfecto de Kubrick.
No hay nadie en esta escena indudablemente española —ni siquiera podría ser italiana— que se asemeje a Sterling Hayden, no hay nadie que pudo ser mejor y a quien la vida malogró hasta en la muerte, no hay nadie cuyo destino fuera siniestro desde el principio. Se trata de una comedia, y ahí no caben personajes fatídicos ni desesperados. Por la composición se diría que el jefe o cerebro es José Luis López Vázquez, aunque su autoridad es escasa y discutida, producto del azar y no del carácter. Le está lanzando una mirada de reproche tímido y de impaciencia benévola a Agustín González, tal vez el único que podría ofrecer un aspecto ominoso, en verdad inquietante. En 1962, fecha de la película, hasta podría ser un poli infiltrado, con su gabardina puesta y sus ojos fríos, en los labios en la barbilla un leve inicio de advertencia. A su izquierda está Manuel Alexandre, cuya cara de infeliz quedaba desmentida siempre por el dejo sinvergüenza de su habla: en cuanto decía cuatro palabras uno ya sabía que el personaje no era el ingenuo anunciado por los mofletes y los párpados como de muñeco, sino un vivales con pocos escrúpulos a la hora de cometer estafas o engaños menores. Cassen, a la izquierda del jefe, es por el contrario el bruto de todas las películas españolas de aquella época: un mandado, un salvaje sin nobleza, el gañán de turno. Luego viene un Alfredo Landa muy joven, en el que fue su debut, según creo, con su cara aprensiva y medrosa de los primeros tiempos, prototipo del oficinista obediente y sumiso, el que aún no se ha atrevido a inscribirse en la otra tradición, la del burócrata holgazán y deslenguado, todavía debe asegurare el puesto. Gracita Morales es igual a sí misma. Aún no había hecho demasiado cine, pero ya se ve que su expresión confiada, bienhumorada, entusiasta, no cambió nunca; no le dio tiempo a ensayar otros registros, como López Vázquez. Al fondo, una Lola Gaos con cabello de mujer fatal y una nariz poco acorde con el peinado, la versión no tanto cómica cuanto «económicamente débil» de la vampiresa. Echo en falta a Pepe Orjas, mi actor español preferido.
Están todos con abrigo en la casa, época de fríos e insuficientes braseros ocultos por los faldones de las mesas. Sobre la suplementaria, un tapete a ganchillo con la dignidad de los países pobres y antiguos, y una botella de anís, yo diría. La lámpara cenital es lúgubre, como lo que se adivina del piso o decorado: un bodegón y un retrato diminuto, la silla con respaldo de rejilla de González, el mantel modesto, quizá un cenicero lleno, la ventana ovalada. El elemento más sorprendente es lo que parece un autobús de juguete de dos pisos, una miniatura. Hoy podría parecer un motivo londinense, en 1962 no tenía por qué estar circunscrito, ya que los autobuses madrileños que convivían con los tranvías eran así, de dos pisos y sin puerta y de fabricación inglesa, sólo que azules en vez de rojos.
Todos alzan la copa más bien inadecuada, la levantan poco y sin convencimiento. Cassen se ha apresurado y ya está bebiendo, como corresponde a su personaje atolondrado y poco urbano (en esta época el cine español cuidaba bien el detalle), Landa puede que sea abstemio además de timorato, a él no se le ven las manos ni copa alguna por tanto; Gracita es muy cándida pero a la vez no cree en nada, esto es, no se cree merecedora de ningún triunfo; lo único es que no le parece decente apearse de la aventura en marcha; Alexandre tiene ya la sonrisa helada, es demasiado sinvergüenza para no saber lo que los espera, hay individuos que el fracaso no lo esquivan, sólo lo aplazan, es cuestión de poco tiempo; González no es que dude de poder evitarlo, es que casi lo ansía, ese español tan típico que preferiría hundirse y perderse él mismo antes que asistir a la felicidad de otros, su mal de ojo ya está echado en este brindis; por último, López Vázquez es quien menos confía en el éxito y quien más debe disimularlo, parece que está diciéndose: «Sí, sí, tomemos esta copa, será una de las últimas, pero hay que seguir adelante». Todos saben o intuyen lo que los aguarda, ninguno se echa atrás. Al fin y al cabo, eso es lo que han hecho siempre los héroes.
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Artículo publicado en Nickel Odeon, en invierno de 1995, con el erróneo título de Una imagen vale más que mil palabras, y recogido en los libros de Javier Marías Vida del fantasma (Alfaguara, 2001) y Donde todo ha sucedido: Al salir del cine (Debolsillo, 2007; Galaxia Gutenberg, 2014).). Venta: Todostuslibros y Amazon
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