Mi padre siempre la llamó la tieta Adelita. Sentía por ella un cariño especial porque le recordaba mucho a su madre, la yaya Isabel, a quien no pude conocer porque murió de cáncer a comienzos de los años sesenta. Recuerdo a mi padre llamando a la tieta cada nochebuena de mi infancia. A través de la puerta vidriera de la sala de estar lo veía reír y gesticular hablando un catalán que a veces yo no entendía del todo.
Aquella tarde del 5 de enero veía en televisión una película recién estrenada sobre Unamuno y la Guerra Civil: Palabras para un fin del mundo. Se trata de un documental de Manuel Menchón producido por TVE que concluye con una arriesgada hipótesis: la del posible homicidio del escritor por un jefe de prensa de Falange llamado Bartolomé Aragón.
Desde el 12 de octubre, día de la raza, Unamuno se encontraba bajo reclusión domiciliaria por los disturbios que provocaron sus insultos al general Millán Astray en la Universidad de Salamanca, en presencia de la esposa de Franco. Y cada vez que recuerdo esta escena pienso de nuevo en mi padre una tarde de mi infancia, leyéndome La Guerra Civil Española, de Hugh Thomas. Con las gafitas cuadradas colgando de la punta de la nariz, brotaban de sus labios palabras heroicas: ¡Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta; pero no convenceréis, porque convencer significa persuadir! Y para persuadir necesitáis algo que os falta en esta lucha: razón y derecho. Me parece inútil pediros que penséis en España. ¡He dicho!
Al final de la lectura mi padre sonreía enardecido… Pero este no es el recuerdo de la Guerra Civil que da título a mi relato y que he interrumpido de modo involuntario para recordar a mi padre…
Volvamos a Bartolomé Aragón, jefe de prensa de Falange. Por razones que se desconocen, la tarde del 31 de diciembre de 1936 Aragón llamó a la puerta de la casa de Unamuno en Salamanca y le abrió la criada, quien lo condujo hasta el despacho del autor de Niebla. En aquel momento no había nadie más en el inmueble, todo estaba en silencio y la puerta del escritor se cerró tras los pasos del recién llegado. Al parecer, varios minutos más tarde la criada escuchó exabruptos y gritos a través de las paredes de la estancia. A continuación, salió Aragón para comunicarle que Unamuno se había desplomado. No hubo autopsia ni investigación de ninguna clase, y el realizador del documental entrevé la posibilidad de que el derrame cerebral del que murió el escritor pudiera ser provocado. Se trata de un ardid argumental que apunta a una posible muerte provocada.
La secuencia de la nochevieja salmantina me da que pensar: la historia de la humanidad es un conjunto de fotografías, películas, sonidos, escritos o vestigios de cualquier clase que contienen una ínfima parte de lo sucedido. No se trata solamente de que la realidad sea poliédrica, sino que gran parte de la verdad de lo ocurrido sencillamente se desconoce. Ha quedado sepultada sin solución porque quienes la vivieron han muerto y no han dejado testimonio de lo ocurrido: como Aragón sobre su encuentro con Unamuno, o como lo que me sucedió a mí en Barcelona el día que visité a la tieta Adelita…
Desde la infancia, mi padre me había contado muchas veces la historia del bisabuelo Joan, comerciante del Poble Nou; carlista y miembro del somatén. Un día, a comienzos de la Guerra Civil, fue detenido y llevado al cuartel de Montjuic para ser fusilado por el bando republicano. Resultó que quien firmaba las órdenes de ejecución lo conocía y lo dejó marchar. Acabada la guerra, su benefactor huyó a Francia y el bisabuelo Joan le mandó paquetes de comida durante la posguerra más dura. El caso es que mi padre nunca me contó dónde fue detenido.
Quizá porque nuestras mentes tienden a rellenar los vacíos argumentales en las historias, imaginé que el bisabuelo Joan caminaba una mañana por las calles del Poble Nou con su boina roja de carlista, o con su bastón cuya cabeza era el busto del pretendiente al trono: Alfonso Carlos I. En mi imaginación, unos milicianos anarquistas lo agarraban en plena calle y lo metían en una camioneta con destino a Montjuic.
Pero mi imaginación era solo eso: imaginación. El día que estuve con la tieta en enero de 2020, no sé por qué salió a colación el arresto. Conté la historia de mi padre y noté la conmoción en el rostro de la tieta. Tras las gafitas, abrió los ojos más de lo normal: “¡Yo estaba allí ese día!”, exclamó con su voz débil de anciana. Y comenzó a relatar una escena casi cinematográfica…
Unos milicianos aporreaban la puerta del bisabuelo Joan. “¡Abran o tiraremos la puerta abajo!», exigían. “¡Lo recuerdo como si fuera hoy!», continuó la tieta, y señalándome con el índice tembloroso repitió: “¡Lo recuerdo como si fuera hoy, tu abuela cogió un sagrado corazón que colgaba de la pared y lo escondió bajo el colchón de la cama!”.
La tieta Adelita tenía entonces nueve años, y todavía hoy me miraba desencajada al contarlo. Pero su relato terminó allí, permaneció callada o cambió de tema, ya no lo recuerdo. Obviamente, no quise forzarla a continuar recordando, podía excitarse en exceso. En realidad, ¿qué más daba saber…?, me dije. Saber más era solo arrojar una pequeña chispa de luz a la gran oscuridad de la Historia. Además, la conclusión del relato ya la sabía.
A pesar de lo anterior, me he concentrado muchas veces en visualizar en mi mente la película de los segundos relatados: los milicianos aporreando la puerta de madera, gritos en el zaguán, mi abuela aterrada, descolgando el sagrado corazón e introduciéndolo bajo la cama… ¡Descansi en pau, tieta!
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