Era una noche de enero, realmente el final de la tarde. Él caminaba por la ciudad con las manos en los bolsillos, con la apariencia del que lo ha perdido todo, pero también, según se mire, del que lo ha ganado todo. O de quien lo va a ganar. Si lo consideramos con calma eso es lo que sucede siempre en la vida.
Un coche de la policía pasó raudamente, con sus luces muy azules y sus atronadoras sirenas. Poco después, muy poco, pasó una ambulancia, de las muchas que cruzaban la ciudad en estos tiempos de pandemia. Al cabo de un tiempo pasaron dos coches de bomberos, grandes, pesados, pero muy veloces, con sus largas escaleras plegadas, con sus poderosas luces giratorias y sus fortísimas sirenas.
De vez en cuando se oía en el cielo el ruido vigilante de un helicóptero, rompiendo el propio run-run de la ciudad.
El hombre que caminaba por la acera, y que se parece mucho al que escribe este relato, impresión de lo vivido, soñado, pensaba que no le faltaba nada, que tenía de todo, que desde hace dos años ya sobrevivir era éxito suficiente, y que cualquier cosa que contaba con ello ya podía considerarse una felicidad.
Lector o escritor de la historia, que de todo era, ésta parecía la misma para ambos conceptos, y era un relato que se hacía un poco, o un mucho, solo, viviéndolo. El hombre, o la mujer, tal vez un chico o una chica, que lean este cuento en sus casas, en un día como hoy, cuando todavía se contagian muchas personas en el mundo, o ingresan en hospitales, o mueren, o mucho tiempo más tarde, cuando todo haya pasado y la humanidad se enfrente a otros problemas, grandes y pequeños… esa persona que lee mi historia, gracias acaso a la magia de la literatura, soñada y vivida, quizá pueda poner alguna distancia entre la realidad y la imaginación, aunque reconozco que hay un puente, delgado y apasionante, fuerte y firme, que une ambas dimensiones.
El helicóptero, el coche de la policía, los camiones de bomberos, las ambulancia, todo aquello que nuestro hombre en su abrigo, con su frío de enero, relaciona en una misma realidad, sin ponerse mucho a pensar, como una intuición, es manifestación, consecuencia de algo muy poderoso que no sólo afecta a los habitantes de la ciudad, a sus cuerpos —y qué cierto era esto—, sino sutilmente asociado a ellos, también a sus almas, al alma de esa misma ciudad.
Y yo puedo decirlo, un 25 de enero de 2022, martes, que ya tengo mucho, todo, como seguramente el que leyere, como muchos de los hombres que caminan por la ciudad, por la noche, con el frío en los bolsillos de sus abrigos. Pero también la persona que lee este pequeño documento o historia, o incluso el policía en su coche que atraviesa la ciudad entre luces, blancas y amarillas, toda clase de luces. O los bomberos que se preparan para actuar en sus grandes camiones, o los médicos y enfermeras que luchan en la frontera entre la vida y la muerte, en la ambulancia que hemos visto pasar, o muchas otras, así como en tantísimos hospitales que ponen dique a la enfermedad, a ésta y a muchas otras, antes y después, contando con nuestra deuda y gratitud.
O lo pilotos del helicóptero que sobrevuela la ciudad, que tal vez saben, en momentos de confinamiento, lo que son unas calles de desierto, el pánico contenido, reino de la incertidumbre, la respiración expectante de los millones de ciudadanos en sus casas, tempestad silente.
Y todo esto lo experimenta, aunque no lo ve, ni siquiera lo piensa, el hombre del abrigo, el hombre de las manos en los bolsillos de su abrigo. Este hombre sólo camina por la ciudad, deseando hacer un ejercicio muy necesario, diario… y sólo percibe chispazos sueltos de la situación: el coche de la policía, los bomberos, la ambulancia, el helicóptero. Él sólo es un hombre, un insignificante escritor, que busca un tema para escribir un cuento, un relato que le demuestre, una vez más, que es un escritor, es decir, un ser humano.
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