Un ejemplar de osa de humanos ojos pardos y garras afiladas se contorsiona enredada entre sofisticados artilugios circenses que mantienen un precario equilibrio y parecen sacados de un cuadro de De Chirico. Una de las patas sostiene la tabla por donde un osezno avanza decidido hacia la taza de té que mamá osa le escancia delicadamente con su pata trasera. Cuando las portadas de los libros obedecen a un propósito y nos hablan, es importante detenernos un instante a contemplarlas por si de ese modo logramos, con un preciso e instantáneo coup d’oeil, captar la fuerza del argumento desarrollado en las páginas posteriores.
Los personajes de los relatos de Cortés no son funcionarios con monóculo del San Petesburgo de Chéjov; no aguardan absurdamente la llegada de Algo, como los de Beckett, o dirimen sobre las tablas de la escena el estatuto de lo que son, como los de Pirandello. Pero tienen en común con ellos el ser criaturas autónomas abandonadas, cuando no arrojadas en el flujo tumultuoso de unos hechos en los cuales el autor no interviene, o lo hace poco, y cuando lo hace es para evidenciar la presencia de la magia en el orden natural de las cosas. No hay un propósito moral en los relatos. Si Dios no existe, el siguiente en la escala jerárquica es el director de escena, el narrador, el músico, el pintor, el poeta. Si la causa necesaria está ausente, busquemos en el azar del caos la veta mineral que recorre las vidas, los cuerpos, los hechos. En la tirada displicente de dados la multiplicidad combinatoria de seres destinados a la conflagración.
El teatro dentro del teatro —el relato dentro del relato—, como en el magnífico ¿Se puede?, donde el autor tensa los recursos sutiles de un quién es quién articulado en forma de diálogo entre un artista aspirante a obtener una beca y un inveterado funcionario dispuesto a ponérselo difícil. El desafío a las convenciones estáticas del género, mezclando incluso andanadas de color y fantasía manga en desarrollos previsiblemente realistas, como en Niño sobre fondo azul radiante, en que un kraken monstruoso emerge de las aguas mientras centenares de familias al uso pasan el día en la playa bajo las sombrillas. Los claroscuros familiares, como esa niña sentada sobre la falda del abuelo que le explica una fábula mezcla de aritmética y arroz, bajo la cual se vislumbran puertas y pasadizos interiores no siempre manifiestos (La fábula del arroz y el jugador de ajedrez), o el guiño a la tradición sufí del cuento y al magisterio de Bernardo Atxaga y su decisivo Obabakoak en Las tres monedas, donde Rodrigo Cortés reedita en clave de humor el argumento del anciano padre oriental, los tres hijos y la herencia situándolo en la periferia de una ciudad contemporánea.
Mención aparte merecen esa especie de apuntes del natural que constituyen las Soutinesques I, II y III, dispuestas a lo largo del libro, y que son como estelas funerarias, como retratos a mano alzada, breves biografías de personajes que demuestran que el contenido moral de una existencia puede resumirse a menudo en cuatro frases si el escritor dispone de oficio, talento y una mirada atenta.
Como la arruga en el mantel que una mano nerviosa trata infructuosamente de neutralizar, una grieta recorre la ficción de estos relatos, incomodando, sorprendiendo, helando en ocasiones la sonrisa de los lectores invitados a la fiesta.
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Autor: Rodrigo Cortés. Título: Cuentos telúricos. Editorial: Random House. Venta: Todostuslibros.
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