Estela Plateada, o Silver Surfer, como se conocía también aquí al personaje en la década de 1980, apareció por primera vez en el #48 de Fantastic Four (1966) como heraldo de Galactus, que hacía igualmente su primera aparición en este mismo número (hoy codiciado por los coleccionistas: su valor oscila entre los 11.000 y los 36.000 dólares en las estimaciones de CGC superiores a nueve puntos, desde luego muy lejos de los dos millones y medio que vale un CGC 9.2 del primer número de Marvel pero una cifra, con todo, bastante elevada para una grapa de 1966 con un precio de portada de 12 centavos). Jack Kirby presentó a Silver Surfer sobre una clásica tabla de surf: plateado, divino, reluciente, un alienígena humanoide de piel metálica que recorría la oscuridad del espacio sideral, tachonado de esferas ardientes y óvalos resecos, dejando tras sí un centelleante zigzag. Lo había imaginado en una tarde, al recurrir a la Biblia en busca de inspiración y encontrar allí los arquetipos de lo que para la cosmogonía de Marvel serían “los primeros dioses”: Galactus, el devorador de mundos —“aquella figura tremenda, imponente, a la que conocía muy bien porque siempre la había sentido en mí”, explicó Kirby—, y el joven astrónomo Norrin Radd, del planeta Zenn-La, condenado a servir a Galactus en la forma de un surfista celestial, aunque para su creador no era sino Lucifer en plena redención, “la representación del ángel caído” (en realidad, su modelo más próximo es Cristo: creación de un todopoderoso como Galactus, él mismo dotado de un inmenso poder, sacrificado para salvar no uno sino varios mundos; aunque ningún número demuestra mejor su vínculo con Cristo que Silver Surfer #3. The Power and the Prize, donde Mefisto pretende tentarlo como Satanás a Jesús en el desierto). La tabla de surf fue un complemento que Kirby agregó por puro aburrimiento, “cansado”, según diría años más tarde, “de dibujar naves espaciales”; pero cabe pensar que aquel añadido trataba también de aprovechar comercialmente el tirón de la fiebre por el surf californiano tomando como inspiración a los Beach Boys, que en la portada de su primer disco, Surfin’ Safari (1962), habían posado con la icónica tabla de Dennis Wilson sobre una camioneta amarilla, aparcada en plena cala de Paradise Cove.
Pese a que Stan Lee no sabía nada de los planes de Kirby de introducir a un surfista metalizado en las aventuras de los Cuatro Fantásticos —su frase al ver por primera vez al personaje fue: “Jack, me parece que aquí te has pasado de la raya”—, lo cierto es que tardó muy poco en enamorarse de su plasticidad y encontrarle un sentido narrativo. Apareció, como personaje recurrente, en doce números de Fantastic Four (entre octubre de 1966 y agosto de 1968), tuvo un protagonismo absoluto en el Annual #5 de la colección (noviembre de 1967), y por fin se ganó serie propia en 1968, coincidiendo con su última aparición en los Cuatro Fantásticos. Suele recordarse que esta serie tenía, aparte de a Stan Lee a los guiones, a John Buscema a los lápices, pero Buscema, a pesar de estar a un nivel altísimo, tarda todavía un par de números en parecerse al Buscema de los Conan entintados por Ernie Chan, más o menos hasta que Joe Sinnot se libera de encargos atrasados o empieza a confiar en las posibilidades del surfista: el trabajo del tándem Sinnot/Buscema en el ya mencionado Silver Surfer #3 es impresionante desde la primera página, y va creciendo hasta dimensiones épicas a medida que las viñetas se acercan a la presentación de Mefisto y, poco a poco, al combate entre ambos tras la resurrección del primer amor de Silver Surfer, Shalla Bal. Justo cuando Sinnot comienza a cogerle el gusto a los pinceles, Marvel decide sustituirlo por el hermano de John Buscema, Sal, en, prácticamente, su primer trabajo como entintador, que se prolongará hasta el número 7, The Heir of Frankenstein —protagonizado por un delirante descendiente de la rama Frankenstein, que habita una especie de castillo en los Cárpatos junto a su lacayo, un afligido jorobado… seis años antes de Young Frankenstein, la película de Mel Brooks—, y contribuirá a fijar esa estética pop que ya empezaba a intuirse en el último número de Sinnot para la colección. A partir del número 8 las tareas de entintado pasarán a manos de Dan Adkins y, ya hacia el final de la serie, de Chic Stone, momento en el que John Buscema desaparece para dejar en manos del propio Jack Kirby los lápices del último número, que tendrían a Herb Trimpe a los pinceles. Esta primera serie de Silver Surfer contó con episodios verdaderamente espectaculares, en particular sus últimos cuatro números —mención aparte del #4, donde el surfista se enfrenta a Thor en la misma Asgard, en lo que sin duda es uno de los mejores trabajos de John Buscema (con cameo de un proto Conan incluido) pese a la nefasta crítica de Stan Lee, de la que éste sólo se retractaría muchos años después—, con apariciones estelares y maravillosamente elásticas de la Antorcha Humana y Spiderman, y un ritmo a la altura de la belleza de cada viñeta. La cancelación de la serie en el número 18, que ya se había convertido en mensual tras siete primeros números estilo Annual, con doble precio en portada y doble cantidad de páginas que las colecciones regulares, y una periodicidad bimensual, dejó lamentablemente sin continuidad un arriesgado giro narrativo que quedaría ya por siempre en el limbo al que iban a morir las posibilidades descartadas en la Casa de las Ideas: Silver Surfer —el noble y comprensivo alienígena, el sereno observador de los humanos— como hastiado y cruel supervillano.
A Stan Lee le costó separarse de quien, después de todo, se había convertido en su mejor representante, el único de sus personajes al que podía prestar su voz con las inflexiones profundas y reflexivas que poco o nada se amoldaban a sus restantes creaciones. Prueba de ello es el comienzo del número 2, When Lands the Saucer, en el que Silver Surfer trata de convivir con los humanos (en un escenario claramente europeo y semimedieval, pese a tratarse del siglo XX), pero éstos le echan de su lado con horcas, garrotes y hachas, “incapaces”, en palabras de la única alma caritativa que anda por ahí, de “no condenar lo que no comprendemos, de no temer lo que nos resulta extraño”. El surfero, que podía haber acabado sin esfuerzo con los violentos europeos transalpinos, decide marcharse, y aquí tiene lugar uno de esos largos monólogos existencialistas que con tanta facilidad salían de la máquina de escribir de Stan Lee (y que podría haber pronunciado hoy mismo):
“De todos los incontables mundos que he conocido, de la miríada de planetas que he visitado, jamás vi una raza tan cegada por el miedo, por el recelo, por las semillas de la violencia latente, como esta que se llama humanidad. En toda la naturaleza, las criaturas vivas luchan para comer, para sobrevivir. Sólo el hombre lucha por causas sin sentido. Sólo el hombre es incitado por la emoción, se deja arrastrar por la pura soberbia. Pero ¿quién puede decir si eso está bien o está mal? Sus destinos pueden ser cenizas, o la mayor gloria jamás conocida. Y pase lo que pase, estoy destinado a compartirlo con los que tanto me aborrecen”.
Silver Surfer, atrapado en la Tierra por el pacto que ha establecido con Galactus y deseando —a la manera de la criatura de Frankenstein— ser aceptado por sus moradores, decide ir a “un lugar más civilizado”, que no por casualidad coincide estéticamente con cualquier representación que nos hagamos de la ciudad de Nueva York; pero el recibimiento que le brindan allí no es muy distinto que el administrado por la caterva de oriundos de la inculta Europa concebida por Lee y Buscema:
“¡No aguanto más! Puedo soportar las hostiles fuerzas de la naturaleza, las mortíferas saetas de un ataque enemigo, incluso la punzante angustia de la soledad eterna… ¡Pero no el tortuoso e incomprensible asalto de la locura humana! ¡No puedo seguir prisionero en un mundo sin sensatez!”
Lo que sus seguidores hubiéramos dado por ver a Silver Surfer convertido en Cristo en su Segunda Venida, dispuesto a arrasar con todo el planeta salvo por un puñado de criaturas inocentes. Lamentablemente, cuando el surfista regresó en el one-stand de John Byrne (1982, con guión, una vez más, de Stan Lee), Silver Surfer volvía a ser el mismo noble semidiós que había recorrido el planeta quince años atrás, pero sin rencores ni, casi —a excepción de la ciega Alicia, que con su bondad le enseñaría que “los moradores de la Tierra también tenían derecho a vivir”—, un recuerdo de entonces. Sus apenas cincuenta páginas, con un Byrne completamente entregado a los guiones de Lee, estaban a la altura de la primera serie, pese a no ser la continuación desde el lado oscuro que prometía su final (el propio Stan Lee, en su prólogo al Marvel Masterworks que recogía los primeros dieciocho números de la historia del surfista, reconoció, como Valmont, que “no pudo hacerlo”). Como relato gráfico, como mero cómic, como recordatorio de que Estela Plateada aún estaba allí, el trabajo de Byrne no podía ser mejor. Pero todavía habría que esperar cinco años para ver al surfista una vez más en los kioskos con colección propia.
Aquellos 146 números de Silver Surfer en serie regular (1987-1999) supondrían la época más longeva del personaje en el universo de Marvel. Después hubo varios intentos de resucitar el interés del público general por el personaje, pero pese a ser una de las creaciones más interesantes de todo el elenco de héroes y superhéroes imaginados o desarrollados por Stan Lee, siempre ha tenido que vérselas con un mercado en contra, y eso teniendo en cuenta que la aproximación que hace Lee del personaje prefigura, sin duda, el tratamiento que Claremont hará de la Patrulla X en sus intrincados guiones y el nuevo punto de vista sobre el mundo superheroico de Alan Moore, Frank Miller y Grant Morrison en sus creaciones de 1980-1990.
Había que esperar a marzo de 2016 para que hiciera su aparición la mejor, la más profunda, maravillosa, conmovedora y original de las historias de Silver Surfer, no ya desde la época de Buscema, sino de todas las épocas. Y posiblemente también una de las mejores series de cómics de superhéroes jamás creadas, comparable a clásicos como el Daredevil de Frank Miller y Watchmen de Alan Moore. Dan Slott, su creador, empezó a dar muestras de sus cualidades como guionista en DC, donde desarrolló la miniserie Arkham Asylum: Living Hell (2003: publicada en español bajo el título Asilo Arkham: Purgatorio, once años después), que no necesitó ni de Batman ni del Joker —la aparición de éste es del todo anecdótica— para conseguir una historia realmente cautivadora en el viejo manicomio, convertido en un portal al Inframundo con demonios camuflados entre los locos. Un año después, Slott se las ingenió para convertir la serie de Hulka en una de las colecciones superventas de Marvel —con crossovers a lo largo y ancho de Civil War y World War Hulk—, pero también para hacer caer la (quizá no tan) esperada serie de La Cosa, la primera que daba un protagonismo absoluto a Ben Grimm en veinte años. Hasta Silver Surfer, los mayores éxitos de Dan Slott, sin embargo, llegarían de la mano de The Amazing Spider-Man (inolvidable el fabuloso ciclo “Big Time”, que rescató al trepamuros de una deriva de varios años sin tener donde caerse muerto) y, ya en la cima del éxito como guionista, la locura de Superior Spider-man, que se prolongó durante enero de 2013 y septiembre de 2014, casi dos años en los que, muerto Peter Parker (sí, muerto), su lugar bajo la máscara es ocupado, ahí es nada, por Otto Octavius, más conocido como Doctor Octopus.
Pero donde Slott iba a tocar la gloria sería en su trabajo como guionista de Estela Plateada, que alternó con los últimos cinco meses de Superior Spider-man. Este período de apabullante creatividad nos muestra a un escritor en un puro éxtasis, en un maravilloso estado de gracia. Lo que Slott hace con Spiderman en la serie Amazing y en ese Superior que se saca de la manga es, sin lugar a dudas, una demencial y absoluta genialidad. Pero lo que hace en Estela Plateada, no sólo con el personaje en sí sino también con todo lo que le rodea —mención aparte su inesperada compañera Dawn Greenwood, un personaje que queda para la historia de los cómics—, rebasa los límites descriptivos de cualquier adjetivo, tanto los ya desgastados por la jerga de los lectores embelesados («alucinante, increíble, fabuloso») como la de los críticos arrollados por un talento que escapa a los epítetos (lo de “demencial y absoluta genialidad” aquí se queda corto).
La historia comienza con una astucia, impregnada de pequeña pero encantadora poesía: dos niñas gemelas de un pueblecito americano, en Anchor Bay, miran desde el porche de su casa una estrella fugaz, y el padre de las niñas las anima a pedir un deseo. Una de ellas, Eve, pide “poder ir a todas partes y ver todo cuanto hay que ver”. Dawn, que no sabe qué decir, desea “que esa estrella siga volando. Así todo el mundo podrá pensar un deseo. Y la estrella estará en el cielo siempre”. Sin saberlo, Dawn acaba de mezclar su destino con el de Estela Plateada. El lugar al que viaja el surfista —la estrella fugaz que las niñas ven cruzando el cielo sobre el mar— es la nebulosa Brundlebus, donde (cuatro viñetas después; doce años en la cronología de la historia) Estela Plateada devuelve la luz a un pequeño planeta, el pueblo de Brundlebus 3. Su acción llega al conocimiento del “incrédulo Zed”, protector de un abigarrado planeta que desafía las leyes de la física, “el palacio imposible, el mayor destino turístico de toda la galaxia: el Impericon”. Ese lugar se encuentra amenazado por “la reina Nunca, un ser de un poder inimaginable”, empeñada en obtener “la fuente de energía que hace posible el Impericon”. Estela es el elegido por Zed para defender el planeta de su “amenaza inminente”. Ahora bien, todos los “campeones” (por lo visto, Estela no es el primero) deben tener un “motivador” para cumplir con su cometido, “la persona más importante del universo”, que pueda ser empleada como influencia. Cuando los guardias de Zed —un par de esferas voladoras— muestran al impaciente surfista la identidad de su motivador (“¿Quién es? ¿Shalla Bal? ¿Mi madre? ¿Alicia Masters? ¿Nova? ¿Mantis? ¿Quién?”), la persona que aparece en medio de la nave es Dawn, arrancada de su dormitorio y transportada a millones de kilómetros de ese hogar del que nunca se quiso mover. Pero para Estela, esa jovencita vestida con unas mallas, unas Converse rojas y una camiseta de lunares que parece flotar en un campo de fuerza, todavía no es nadie. Ni más ni menos que una pasmada pero (y con razón) malencarada muchachita.
Así empieza (y así termina) el primer número de la Estela Plateada de Dan Slott, el único, diría yo, que todavía se puede contar. Del resto, por el bien del lector, cuanto menos se diga mejor. Sólo añadiré dos últimos apuntes: la labor de Michael y Laura Allred a los lápices y los pinceles mejora, si eso es posible, el guión de Slott. Sin ellos, el (alucinante, increíble, fabuloso) trabajo de éste en el número 11, ganador del premio Eisner de 2016 a la mejor historia unitaria, posiblemente hubiera carecido de la potencia visual que Slott quiso que tuviera cuando guionizó ese episodio alfombrando, literalmente, el pasillo de su casa con un esquema que representaba una endiablada cinta de Moebius. Uno puede leer y releer ese número en un estado de embobada hipnosis, sin salir nunca de él (cosa con la que Slott, sin duda, ya contaba).
Desde Stan Lee, que confirió a lo que apenas era un boceto esa condición de “filosófico observador del mundo y del universo, dueño de un lenguaje entre bíblico y medio shakespeareano”, nadie como Slott había sabido entender a un personaje que ha trascendido como muy pocos la granulada superficie del papel. Al igual que Lee, Slott lo ha tratado en sus prodigiosos guiones no como a una mera criatura de ficción sino “como a una persona real”, ese portavoz que había encontrado Lee “de cuanto sentía sobre tantas y tantas cosas”. En una entrevista del año 2006, en la que se muestra tan nostálgico como si, de veras, Estela Plateada fuera un viejo amigo al que echaba terriblemente de menos, Stan Lee recordaba el momento en que su centella se acercó por primera vez a la Tierra, “y Silver Surfer comprendió que vivíamos en el más maravilloso planeta que era posible desear. Lo tenía todo: tenía aire fresco, la luz del sol y de la luna, tenía toda el agua que necesitábamos… Y en él crecían cosas preciosas, toda la comida que queríamos, y todo el mundo tenía cabida en él. ¿Entonces, por qué luchábamos unos con otros? ¿Por qué nos odiábamos? ¿Qué demonios nos pasa? ¿Estamos locos?” Quizá, añadió Lee, fuera por ese motivo que los niños lo adoraban.
(Y algunos adultos, me atrevería a decir, también.)
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Título: Estela Plateada. Autores: Dan Slott (guión), Michael Allred y Laura Allred (lápiz y tinta). Editorial: Panini Comics. Venta: Todostuslibros.
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