Suena mi celular. Veo la clave con que tengo registrado al contacto y no me decido a responder. Silencio. Dos minutos después está de nuevo y ni hablar, tengo amigos de todas las calañas y a estas alturas del partido y con esta pandemia es estúpido que me haga del rogar. Bueno. ¿Qué onda mi Élmer, qué rollo contigo? En realidad me saluda con uno de mis apodos al que no respondo en la calle desde hace más de cuarenta años. ¡Hey, qué sorpresa! Creí que estabas en otra dimensión alejado del mundanal ruido. Por poco me lleva la huesuda, pero Dios no me necesita todavía. Uta, cómo están las cosas, estoy seguro que lo que le sobran son batos como tú. Como yo de qué, pinche Élmer. De guapos, cabrón, ¿acaso no te arreglaste el rayón que tenías en la cara? Mi vieja se opuso, y ya ves cómo es de determinada. Es canela pura esa mujer, desde morrita. Justo quiero hablarte de ella, mi Élmer. Qué onda. Me voy a perder y te la quiero encargar. Órale, ¿quieres que le echemos una mano para el súper o algo? Me voy a perder de a buenas mi Élmer, me voy a abrir machín. Qué onda, dejaron de entenderse o vas a hacer un jale a la Michael Corleone.
Se hace un silencio como el de las fotografías.
Ninguna de las dos, nos queremos dé a madres, pero con esto de la cuarentena si no me largo, la mato, mi Élmer, ya no la aguanto, estamos en la pura rayita. No me digas, la maltrataste o qué onda. ¿A ella? Imposible, soy un cabrón, pero jamás he tratado mal a una mujer y menos a la mía; al contrario, algunas veces que he regresado de darle piso a alguien, todo friqueado, me pone mis chingadazos para nivelarme; hasta me saca sangre, la cabrona; tú la conoces, mi Élmer, espero que no hayas olvidado que tú me la presentaste. Es verdad, su mamá ha sido muy amiga de nosotros. Pues eso, para eso te llamo, me voy a abrir y no quiero que le falte nada. ¿Estás seguro? Es gacho reconocerlo, pero sí; hace rato estábamos viendo al pendejo, ese del gobierno, él que dice cuántos muertos y cuántos infectados tenemos y se me antojó meterle un tiro en la cabeza a mi vieja. ¿Por qué a ella y no al que da las noticias? No sé, pero no es la primera vez que me pasa mi Élmer; teníamos dos semanas encerrados y ya sentía ganas de mandarla al otro mundo. Estás cabrón. Y tú sabes que este pinche gobierno está valiendo madre, salvo echar rollo todos los días, no saben qué hacer. En eso te asiste la razón, los batos siempre tienen otros datos. El caso es que no quiero chingarme a mi vieja; hemos vivido once años de lujo y no es buena idea que terminemos así. ¿Seguro de que no hay manera de que aguantes un poco más? Me conozco mi Élmer, sé muy bien que cuando estoy en el límite puedo explotar en cualquier momento.
Me constaba. Lo mismo que a su mujer lo conocía desde niño y en cuanto creció definió su destino. Contaba dieciséis años cuando cumplió su primer encargo con una frialdad pasmosa. Ocurrió en una fiesta en la que para mi desdicha, estaba presente. Lo vi entrar, vestido con un traje azul marino, sin corbata; también me miró, incluso pasó a mi lado sin hacer algún aspaviento. Cuando escuché los disparos a mi espalda, supe que un asesino había iniciado su carrera.
¿Por qué no la mandas unos días con su madre? Ya se lo propuse y no quiere, dice que lo suyo es estar conmigo y que el virus nos pasará de lado si estamos juntos. ¿Por qué no te sales tú, dile que te cayó algo urgente? Élmer, no seas cabrón, te estoy pidiendo un favor; bien sabes que eres la única persona en este mundo a la que le puedo confiar esta onda; no te va a costar; te voy a dejar una tarjeta para que no le falte nada; no se la dejo a ella porque no sabe cuidar el dinero. Entiendo, tampoco puedes decirle que vas a hacer un jale fuera de la ciudad. Claro que no, bien sabes que no es pendeja; con esto del coronavirus querrá acompañarme; está clavada en que tenemos que librarla a como dé lugar. ¿Qué tanto has trabajado estos días? Despaché cuatro antes de que se pusiera difícil, el quinto lo cancelé porque ella insistió en acompañarme; fue cuando decidió que no saldríamos de casa, incluso compra lo que necesitamos por internet, manda mensajes a sus amistades y le llama a su madre todos los días. ¿Cómo está tu suegra? Muy bien, en su casa, tranquila, con dos de mis cuñados; ya ves que del mayor nada se sabe. El único que está al tanto eres tú. Y tú, no te hagas, pinche Élmer.
Nos reímos.
Bueno cabrón, ¿te das cuenta de lo difícil que es lo que me estás pidiendo? Esa morra se va a volver loca antes de aceptar que la dejaste; imagina lo que va a pasar cuando se lo tenga que decir en plena pandemia; capaz que le valen madre todas las restricciones y se sale a buscarte, incluyendo en las salas de infectados. No será mi pedo. Pero mío sí, porque cuando le diga cualquier cosa nos va a caer en la casa y no se va a mover hasta saber qué onda; bien sabes que mi mujer la quiere mucho y no me va a dejar en paz hasta que le cuente qué onda y claro que se lo dirá. Es mejor que haga ese berrinche a que la mate. En eso tienes razón. Por otra parte, bien sabes que te busqué porque necesito ese paro, y como ya te dije, no se lo puedo pedir a nadie; así que me voy a largar en la madrugada, te voy a dejar la tarjeta en una de las macetas de tu casa y ya verás cuándo le llamas para decirle que me borré para siempre, y que le vas a echar la mano durante cinco años. Ándese paseando.
Cortó.
Sería la media noche y los jardines de los vecinos estaban a oscuras. Ahorrábamos por el confinamiento. Pasaron cinco minutos. Trataba de analizar una situación realmente escabrosa cuando sonó mi celular. Era el mismo contacto. Contesté a la segunda. Bueno. Soy yo, y no te preocupes.
Cortó.
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