Mientras Messi marcaba de libre directo a Panamá B en un partido que sirvió para festejar el tercer Mundial de Argentina, y pocas horas antes de que miles de ciudadanos conmemorasen el Día de la Memoria por las calles de Buenos Aires, Joaquín Sabina cantaba “Con la frente marchita” en el Movistar Arena, sito en el barrio de Villa Crespo, ante diez o doce mil almas. “Y al llegar / a la Plaza de Mayo me dio / por llorar / y me puse a gritar: ¿dónde estás?”: estos versos, que suenan simplemente hermosos en la madre patria, irradian un misticismo laico salvaje, contagioso e irresistible cuando su autor los oferta en la Babilonia porteña, a trece horas de vuelo de Tirso de Molina.
Comprueba uno en Buenos Aires, urbe en la que los taxistas citan a Nietzsche en peroratas sobre la salud de la democracia o muestran memes de Videla mientras tildan de monaguillo al carnicero, cómo Sabina es más Sabina que en Madrid. Al menos, para los porteños. La conexión del público con el artista no es que sea estrecha: en ocasiones, roza la fusión. El abrazo, efervescente, visceral y festivo, tiene denominación de origen. Los picos de emoción fueron memorables e, insisto, inéditos en España. En estas, por ejemplo, el cantante remata “Tan joven y tan viejo”, avisando de que, “de momento, nada de adiós muchachos”, y la tropa rompe en una ovación eterna, en un tsunami de aplausos y de voces que conmueve y alimenta al bardo que, a sus setenta y cuatro palos, y sí, sin apenas separarse de su taburete, ofreció un concierto que superó las dos horas de duración y en el que interpretó, sin contar los temas cantados por Antonio García de Diego (“La canción más hermosa del mundo”), Mara Barros (“Yo quiero ser una chica Almodóvar”) y Jaime Asúa (“El caso de la rubia platino”, con un aire muy “Come Together”), una veintena de himnos.
Propagaron las redes y algunos medios un runrún como de despedida, como de última visita musical del ubetense. Sabina se encargó de desmentir el rumor consciente del calendario, pero con descaro y energía. Reivindicando ese envejecimiento sin dignidad, sabiéndose “un tahúr que no se cansa de arriesgar”. Y con el implacable peso de su cancionero. Más de uno levitamos al ritmo de “Mentiras piadosas” o de “Por el bulevar de los sueños rotos”. La segunda parte del show fue perfecta. Dio gusto, por primera vez en muchas giras, escuchar “A la orilla de la chimenea” brotar de las espigas de su garganta. Brindó “Peces de ciudad” a sus hijas y a Reynaldo Sietecase, el gran periodista y escritor argentino, que le regaló un librazo sobre Borges. Algunos, entre los que me cuento, confundimos el arranque de “Princesa” con el de “Aves de paso”. Los bises, rematados con la divertida “Pastillas para no soñar”, fueron un despiporre maravilloso. El cantautor, tirando de populismo facilón, dijo que los asistentes al cuarto concierto de los seis que ha celebrado en la capital argentina hicimos los mejores coros. No sé si será verdad, pero yo me lo he querido creer.
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