Me gusta cuando los perros están tanto tiempo de paseo, tanto rato en la calle, que dejan de explorar y se tumban. Echados en la acera o en el suelo del parque, junto a sus dueños, es como si, al fin, estos perros urbanos que viven en pisos se sintiesen saciados de libertad y no necesitasen nada más. Han caminado y olido mucho más allá de sus sueños (sueños que son ligeros, felizmente limitados). Basta con un poco de sol, aire, comida, agua y atención. Agotarse.
Muchas veces hemos jugado a ver dónde estaban los límites del cansancio de la perra que vive con nosotros. Un día alquilamos unos patinetes para correr junto al río, llegar hasta los olivares del parque Tierno Galván y más allá. Ella nos pisaba los talones, e incluso nos sobrepasaba con su trote salvaje. Esa vez no lo conseguimos. Nos reventó la perra antes a nosotros. Alguna vez, un día de extremo calor, la he visto harta y deseosa de irse a casa. Pero reventarla, reventarla, lo que se dice y se llama en mi casa reventar a la perra, solo lo hemos conseguido una vez, cuando nos la llevamos a dar la vuelta a una isla diminuta en bici. Ella corría detrás, delante, al lado, feliz, feliz, su energía incansable empleada en la felicidad. A las cinco horas de excursión vio una barca vieja encallada en la arena, cavó un agujero debajo y se escondió. Fue lamentable y jamás lo volveremos a hacer, pero me sigue pareciendo bello saber que un par de veces, con nosotros, llegó al límite de su salvajismo y su ansia por conocer y oler el mundo. Cuando en el paseo diario del parque veo que, tras olfatearlo y vivirlo todo, viene junto a mi banco y se tumba a observar el mundo desde la quietud, no solo siento que se ha saciado momentáneamente su salvajismo, sino que realmente estamos habitando la calle y la vida de una forma que no es transitoria. Estamos estando. Y luego pienso que hay textos que son así: perros tumbados que no necesitan oler ni demostrar ni correr. Yo no sé escribir de esa forma. Una vez, en los comentarios a una columna que publiqué en un periódico digital, un señor escribió algo que llevo atesorado en el cerebro, entre el lóbulo de la risa y el de la verdad: “La chica escribe bien, con sus puntos, sus comas y su todo, pero a medida que avanza el texto, se consume como agua de hervir arroz”. Atesoro esta frase para siempre. Siento que es acertadísima. Mi escritura no sabe relajarse un momento, se va consumiendo, usando todos los recursos a mano, creando explosiones forzadas de la realidad, hasta que falta el aire, el agua. Llego al final de los textos asfixiada. Al final, el arroz se puede comer, pero se nota que está hecho con ansiedad. Todo lo contrario a un perro que ya no necesita oler nada más y se tumba con un quejido.
Esta tarde voy al centro de salud a que me quiten los puntos. Hace una semana me extirparon un lunar diminuto. No era malo: me lo arrebataron por si acaso. Voy un poco enfadada porque cada verano se van quedando con lunares que al final son buenos. La molestia se disipa en cuanto entro en contacto con la gente de la sala de espera. Surge la curiosidad. Voy siempre con esa hambre. Ellas, las personas que hablan en la calle, son mi scroll infinito, el entretenimiento que no cesa. Tengo sentadas detrás a dos mujeres, que presumo madre e hija. Son extranjeras; las vocales se deslizan con la oclusión inconfundible del francés. Pero hablan entre ellas en español. Levanto una ficción para encontrar el porqué: han vivido toda la vida aquí, el padre, que era español, murió de forma trágica. Ellas dos, hablando en la lengua de él, preservan su recuerdo. Lo empezaron a hacer de forma tácita: un día, hace muchos años, la madre recién enviudada despertó a su hija con un “Buenos días” en lugar de un “Bonjour”. En esa lengua, la presencia del padre no desaparecería. La hija lo aceptó como aceptan las cosas los niños: acatando la situación desde una sensibilidad aún fetal. “Deberíamos haber tenido un poco más de cuidado con el sol”, dice la hija ya adulta, en el centro de salud, detrás de mí. Habla en un plural inclusivo maternalista: se une a su madre como receptora del reproche para que la bronca se diluya y parezca menos bronca. Para que la posible insolación sea culpa de las dos. “Deberíamos haber bebido agua aunque no hubiera sed”, continúa. La reconviene con dulzura. La vieja asiente, cierra los ojos, se masajea las sienes. La hija se mantiene en silencio durante un rato, pero de pronto suspira y dice: “Menos mal que al menos tomamos La Bastilla”. Asombrado, mi cerebro se mantiene unos segundos elucubrando en esa cuerda floja, tan divertida, de la fantasía: la hija repentinamente aliviada por la furia de sus antepasados en el siglo XVIII. ¿Será una especie de refrán profundamente francés, un descargo de la conciencia? Claro, su madre se ha insolado, pero al menos —suspira de alivio— siente que en 1789 una ancestra bravía robó un mosquete y lo cargó al hombro. Viajo unas cuantas millas antes de obligarme a detenerme. Me reconvengo, ato mi error y le lavo la boca con jabón. Lo que realmente ha dicho la hija es mucho más sencillo: “Menos mal que al menos tomamos la pastilla, mamá”.
Vuelvo a casa sintiendo el latido de la cicatriz ya sin puntos, pensando si en algún momento seré capaz darle unas palmaditas en la espalda a la exaltación, dejarla descansar. Y después garabatear algo sobre un paseo por la acera de la sombra, o incluso menos. “Quisiera escribir un libro sobre nada”, se dice que fue la última frase escrita por Silvina Ocampo. También lo dijo Flaubert. Yo sólo puedo soñarlo mientras sigo caminando por la acera de la sombra. Sí, sí: un texto como un perrito tumbado, que tiene mucha energía, pero no la gasta, porque sabe que no hay que darlo todo todo el rato. Que a mediodía y por la tarde volverá a salir.
Hacía mucho tiempo que no leía nada tuyo. Recuerdo hace tiempo que sí leí aquellos relatos que hacías de Carabanchel Bajo, de lo que veías en tus paseos por el barrio; mil y una cosas que bajo tu mirada siempre adquieren una originalidad y una gracia enormes. También aquel de «pesadilla en bla, bla car». En fin, hoy al volver a tu página después de tanto tiempo y leer este texto me he dado cuenta que sigues con tu ingenio intacto, y con esas ganas de observarlo todo. Gracias por tu escritura que nos hace disfrutar.