Intentando narrar la fantasmagórica historia de Antoine de Tounens, aquel aventurero francés que quiso erigirse en monarca de la Patagonia, un cineasta sufre las penurias de una producción paupérrima y recurre a toda clase de argucias para disimular esa carencia. Al final, en pleno desierto y cuando ya no queda una moneda, su productor le avisa que ni siquiera pueden conseguir extras uniformados para la escena culminante. El director, después de meditarlo un poco, despierta a su socio en la alta noche, y entre susurros excitados le cuenta su gran idea: “Vamos a filmar con maniquíes; el personaje fue traicionado y entró en un estado de irrealidad total, no ve humanos sino muñecos”. Parece un recurso artístico de genial valor simbólico, pero se trata en verdad de un truco desesperado para no delatar la propia indigencia. La escena forma parte de La película del rey, un clásico absoluto de Carlos Sorín, y me asaltó al contemplar las últimas imposturas de este cuarto kirchnerismo alucinado, que ha ingresado en un evidente estado de irrealidad, que ve maniquíes deshumanizados donde hay millones de ciudadanos críticos, y cuyos directores de marketing persisten en responder con una caja de herramientas oxidadas, con shows folclóricos y aparatosos, y con puestas de escenas de presunta fortaleza que son en verdad súbitas pruebas de una debilidad alarmante.
La mera reseña de los últimos acontecimientos, pasada en cámara lenta, muestra la magnitud del problema que encara un gobierno signado por la impotencia y la desorientación, por una serie de insólitos traspiés y por los terribles errores de cálculo que ha cometido casi a diario en materia cambiaria, económica, sanitaria y social. Una administración perdida en un laberinto, que para colmo la arquitecta egipcia ha cerrado a cal y canto: hasta la salida está bloqueada por la ideología y los prejuicios. El justicialismo fue alguna vez plastilina, pero los Kirchner lo han convertido en cemento puro. Los cronistas políticos que fatigan los corredores y despachos de la Casa Rosada, el Instituto Patria y el Congreso de la Nación no encuentran más que admisiones en voz baja, autocríticas, acusaciones internas, comentarios derrotistas y temores de toda clase acerca de los pésimos resultados de la gestión. Era de esperar entonces que no le sorprendieran demasiado al oficialismo las multitudinarias protestas que se produjeron el 12 de octubre en más de ciento cincuenta ciudades del país. Y que una vez finalizadas, el Presidente de la Nación o su estólido jefe de Gabinete declararan al menos que comprendían la bronca y los sufrimientos, y que tomaban nota de los cuestionamientos democráticos. Pero no sucedió una cosa ni la otra. En el interior del palacio las marchas cívicas de los autoconvocados —la inmensa mayoría espontáneos y sin encuadramiento partidario—, se tomaron como una afrenta asombrosa y alguien adoptó la decisión de salir a insultar a los que peticionaban pacíficamente y en algunos casos a confrontarlos con patoteros rentados, como ocurrió en inmediaciones de la Quinta de Olivos, donde punteros y barrabravas formaron una guardia pretoriana —tercerizaron así la protección presidencial y la eventual represión de los “revoltosos”—, e intentaron amedrentar a personas del común armadas con peligrosísimas banderas celestes y blancas.
A esto se añadió el kit clásico de las descalificaciones, que alguna vez fue original, y hoy resulta un tanto paródico. Previsiblemente, Cafiero quiso arrebatarle la palabra “pueblo” a la ciudadanía del lunes 12. Un populismo sin plata y sin pueblo es como un mate sin yerba y una pava sin agua. Luego ni siquiera se trataba de “la gente”, ni muchos menos de la Argentina. Ya se sabe que el pueblo y la patria son quienes entonan las marchitas; el resto es gentuza y dan ganas de pasarla por encima con un camión, como señaló un allegado a Cristina Kirchner sin que ninguna autoridad haya salido a repudiar esa burrada: su violento deseo quedó así convalidado y firme. El argumentario es bien conocido, pero vale la pena repasarlo: si alguien critica o se resiste al relato —aunque sea un socialdemócrata, un centrista, un peronista republicano o un librepensador— será inexorablemente un “neoliberal”; eso quiere decir: un egoísta decadente de la “derecha”, que trabaja para el capitalismo salvaje y el imperialismo, y que jamás entrará en el reino de los cielos. Si le fue bien, será además un “oligarca”; si aspira al progreso, integrará el “medio pelo” o la “clase mierda”: le lavaron el cerebro los medios o es un individualista que copia de manera aspiracional los gestos de la alta burguesía. Si se defiende de los ataques o saqueos, usted es un “odiador”. Si escribe en contra de la visión peronista de la vida, usted es un “profeta del odio”. Si alguien quiere, por casualidad, integrarse al mundo o admira a los países desarrollados, es un “entreguista” de mente colonizada, y le hace el juego a los “poderes fácticos”; cree por lo tanto con supina insensibilidad que “sobran veinte millones de personas en la Argentina” y actúa en consecuencia.
La casta de potentados peronistas, que copia al conservadurismo popular más rancio, presume por momentos de ser la Patria Socialista (Moyano es un progre de la primera hora y un feminista de última generación) y dice luchar contra los “conservadores”, calificativo que le cae a cualquier disidente. O al menos a cualquiera que pretende conservar las instituciones y la democracia que fundó Alfonsín en 1983. Esas estupideces caricaturescas son repetidas como un mantra, y todavía producen efectos inhibitorios en las “almas bellas”, carne siempre tierna para los psicópatas de tribuna. Con esa batería de versos sin poesía se permiten no reconocer ni las fallas propias, ni a sus impugnadores o denunciantes. A esto se ha agregado un nuevo vademécum. Resulta que “Alberto propuso un consenso y le declararon la guerra”. Soberana mentira. El jefe de Estado proclamó, en campaña, el fin de la grieta, y su socia le ordenó de inmediato cancelar esa política; a partir de entonces uno y otro fueron lo mismo, y los hostigamientos se sucedieron semana a semana. “Alberto les pidió cuidar la salud y atacaron la cuarentena”. Gran camelo: el Gobierno estableció el confinamiento, que fue acatado por todos, pero luego lo extendió hasta convertirlo en el más largo e insostenible del planeta, mientras destruía la economía y no arreglaba la salud (vamos aceleradamente hacia los treinta mil muertos después de semejante sacrificio) y aprovechó el estado de excepción para colonizar la justicia, habilitar una amplia autoamnistía para corruptos, quitar derechos, liberar a miles de delincuentes, alentar la toma de tierras. Resistir estas abominaciones no fue un “acto anticuarentena”, sino una emocionante resistencia frente a la devastación, la mala fe y el ocaso del sentido común. Finalmente, “Alberto llamó a colaborar con el país, y le dieron un golpe de mercado”. Es decir, les hablé con el corazón y me respondieron con el bolsillo. Por lo tanto, los kirchneristas somos una vez más inocentes, compañeros: no es que cometemos estragos patéticos, sino que fracasamos por culpa de la acción de oscuros intereses corporativos, sinarquías y conjuras de “gorilas” destituyentes. Somos muy eficientes y somos, sobre todo, “gente de bien”. Así han montado esta poco creativa película del rey, ocultando con ocurrencias de ficción y tinglados de épica gastada y de falsa lealtad, la más horrenda mishiadura.
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