Hay días en los que el The Gardner And The Umbrella parece el ágora de Atenas. “Le diré una cosa, Bowman”. De modo especial lo parece esos desapacibles sábados de invierno en los que Powell, ahíto de Budweiser, se tira por la cuesta. “Y se la diré una sola vez, así que abra bien las orejas: al western NO lo mató Vietnam”. Siguió un silencio que el cátedro de la School of Archeology aprovechó para echarse un trago. “Al western lo mató el underground”, concluyó dramático.
Lo de “atrabiliario”, viniendo de Powell, me tocó las narices, pero me callé y, como a dramático no me gana nadie, me acerqué a la barra sin abrir la boca y golpeé con los nudillos la sólida sabina del páramo. “Jamie, por favor, póngame de ese brandy que tenemos a medias”. El propietario del The Gardner And The Umbrella abrió un armario debajo de la barra y sacó una botella. Al servirlo, el líquido hizo un ruido como de fuente. Con la palma de la mano acuné la copa, que despedía brillos tornasolados, y me sentí un hombre santo. “Gracias, Jamie”.
La alianza del Tri-X con la Bolex fue una revolución. “A los televisores, es decir, al salón de casa, llegaron imágenes poco convencionales; a los cines, películas hechas con cuatro cuartos por gente que ignoraba todas las normas”. De pronto, hacer cine era fácil, lo que sublevaba al gran santón de todas las revueltas, el francés Jean Luc Godard. “Saltarse las normas está bien, pero primero habrá que sabérselas”. Él, que se las sabía par coeur, había empezado a saltárselas en A bout de souffle (1959), película que aún es moderna y cuya influencia puede rastrearse desde Federico Fellini y Sergio Leone hasta Kubrick y Bertolucci y, muy mal digerida, en Escorsese y Tarantino.
Los 60, en fin, fueron fecundos gracias al matrimonio del Tri-X con la Bolex: documentalismo, amor libre, nouvelle vague, underground, free cinema… y Félix Rodríguez de la Fuente, también. Total, que los cowboys y sus colts, las coloridas plumas de los indios, sus fotogénicos mustangs (o mesteños, en el prístino español original) y los espléndidos parajes de Montana y Wyoming, de Wichita y Colorado (que tanto habían hecho por el Cine) se convirtieron de pronto en un cromo. El primero en entender que aquello se había acabado fue un italiano espabilado que de pronto se puso a hacer westerns “desmitificadores” y (agárrate a la brocha) “realistas”. En Almería, encima. Unas producciones baratas y de color ceniza, sostenidas por “guiones” llenos de simplezas que aún encuentran quien los defienda. “Normal: el western desmitificador también existe”.
Esto del western desmitificador salió de un alemán de clásicas, Müller, que bebe absenta porque lo encuentra contracultural. “Sí, y los ángeles sin alas”, repliqué sin separarme de la barra. “¿Pero no ves que el western sin mito no es western?” Ni nada, añado ahora aquí: el western es mito por definición. Pero Müller estaba decidido a tener razón. “¿Y Bailando con lobos?” Yo me armé de paciencia franciscana. “Pues que no es un western, sino una voluntariosa peliculita histórica”. El western no es histórico. Ni mucho menos “antropológico”, menudo palabro. Tampoco tiene complejos y si los tiene, se aguanta y, como mucho, cambia impresiones con el barman en el saloon. “Mac ¿tú te has enamorado alguna vez?” “No: yo he sido camarero toda mi vida” (*).
Bailando con lobos gusta mucho a la parroquia woke porque es un dos por uno. Por un lado “ecológica” y por otro, “anti-imperialista”, ya que arrastra como una maldición el fantasma de My Lai, la aldea de Vietnam que en 1968 fue arrasada por una compañía de marines medio locos. Una tragedia que inevitablemente contaron reporteros armados con una bolex que cargaba tri-equis.
My Lai no fue trivial y, anécdota aislada o muestra de comportamientos habituales, devino en símbolo. A partir de ahí ya no hubo nada que hacer: los símbolos tienen más fuerza que un grizzly y My Lai se convirtió en el implacable símbolo de un violentísimo y silencioso genocidio: el que está en la base del nacimiento de los Estados Unidos de América. Un gravísimo pecado, hasta entonces invisible, y una región en la que el western ya no pintaba nada porque, por definición, es épica, mito y leyenda: cine “a-histórico”. Lo que no significa que sea mal cine. Ni bueno. Ni que los westerns mientan a sabiendas. No: sus autores habían creído a pies juntillas estar contando la Verdad Revelada.
O se habían impuesto la obligación de creerlo.
De esa contradicción parece brotar el western de John Ford. Pero lo hablamos otro día porque se está haciendo tarde y habrá que cenar.
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(*) Diálogo entre Henry Fonda y J. Farrell MacDonald en My Darling Clementine, una película de John Ford de 1946.
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