Foto de portada: Estrellas televisivas de la Warner en 1959. De izquierda a derecha, Will Hutchins (Sugarfoot), Peter Brown (Lawman), Jack Kelly (Maverick), Ty Hardin (Bronco), James Garner (Maverick), Wayde Preston (Colt .45), Joh Russell (Lawman)
Una mañana me encontré un vaquero al entrar en el The Gardner and the Umbrella. “¡Buenos días!”, saludé como si fuera normal que hubiera allí un vaquero canónico, como de western de los años cincuenta, sosteniendo la barra y embaulando chupitos; bien podía ser Henry Fonda, James Stewart, e incluso Gregory Peck, pero se trataba de un “malote” —tipo Stephen McNally o Dan Duryea— que, por supuesto, no respondió a mi saludo. “¿Nos conocemos?”, inquirí. Él se volvió con cara de asco. “No creo, forastero”. Eso me molestó. ¿Un patán de Montana me llama forastero a mí aquí? “Oiga, pollo, no le consiento…”. Y él, impasible. “Busco a Powell”. Y posó la mano en la culata del revólver con cara de que podía haber una desgracia. Por si acaso, hice mutis por una puerta lateral, momento que eligió mi viejo amigo Powell para entrar por la principal. “Buenos días, caballeros, hace un día magnífico”. El vaquero no lo creía y tiró de revólver. “Un día magnífico para morir”. Pero Powell, que es el más rápido de Cahill-on-the-Hill, lo fulminó con el mando a distancia. “Lo siento, partner: hoy no es tu día”. Y se pidió una Budweiser.
“El western creó la imagen que los USA tienen de sí mismos”, peroró con la cerveza en la mano. Powell es un tío ilustrado que de joven vivió en los USA y sabe de qué habla. “El western contribuyó a que el Cine sea como lo conocemos”, abundó. “Abrió trochas, marcó pistas, sentó maneras y, en fin, trazó los cauces que necesitaba un medio de expresión por entonces recién nacido y que, en consecuencia, aún andaba despistado”. Powell es una enciclopedia. “El Cine aún era un bebé balbuceante y el western ya ponía ideas sobre la mesa”, prosiguió. “Y si fue así en el primer mudo, también lo fue en los locos veinte y después en el sonoro”. Y más adelante, cuando el color y la gran pantalla, añado yo, que había vuelto a entrar al ver que ya no había peligro. “Desde su nacimiento, el western se viene adelantando a los demás géneros gracias a un almacén de recursos que saltan a la vista: paisajes, indios, galopadas, estampidas, bailes, tiros, guantazos, un catálogo de sombreros y una cantera de estrellas”.
Powell, que se lo ha leído todo en esta vida, asegura que a largo de los cincuenta años que van de 1920 a 1970 debieron de producirse “miles” de westerns sólo en Estados Unidos. “No menos de cinco mil ni más de cien mil”, calcula para no pillarse los dedos. En cuanto a los “Mejores” de la Historia, tema peliagudo, uno opina que siempre hay un western mejor que el último que ha visto. En este punto, mi viejo amigo y yo discutimos sin parar. En la circunvolución anterior mencionábamos cuatro o cinco firmados por William Wellman que constituyen una buena forma de empezar a hablar de un tema que levanta ampollas. Powell, que es un fundamentalista, defiende mucho la celebrada Johnnie Guitar, que “NO es ningún western, Powell, coño, es otra cosa”, le digo. “Un melodrama de perdedores de los que gustaban al moñas de Nicholas Ray, que era un triste, pero NO es un western, es un melodrama que podrían protagonizar Rock Hudson y Jane Wyman a las órdenes de Douglas Sirk”. Él, entonces, me suelta un pestiño semiótico y yo sesteo hasta que encuentro hueco. “Johnnie Guitar no es sólida ni líquida, Powell. Es lamentable. Y mantecosa: hay más western en cualquier cinta de Raoul Walsh—, por ejemplo en High Sierra con Bogart, en el Objective Burma con Errol o en El mundo en sus manos con tío Gregorio—, que en tu Johnnie Guitar”.
Él se enciende, me monta una bronca y pretende fulminarme con el mando a distancia, como al vaquero, pero no puede: yo existo. Cuando llamo “ganado resabiado” a Nicholas Ray, el director de Johnnie Guitar (y de Rey de reyes, una película sobre Cristo que se rodó en La Pedriza, en Madrid, hagan el favor de no reírse), casi llegamos a las manos [1]. Nicholas Ray es ganado resabiado, predico, como Peckinpah, Coppola, Cimino, Malick, Scorsese o, sin ir más lejos, el recién oscarizado Nolan: mucho talento, mucho incienso y ninguna chicha.
Powell, airado por mi prédica, se pide otra Budweiser y yo le repito que para hacer westerns hay que ser un iluso. “Y Nicholas Ray no lo era”. Bueno, y para que te gusten “hay que ser más idiota que la mecánica de un sonajero: como nosotros”. En resumen: si has perdido la virginidad y has visto la luz (como Nicholas Ray, que sabía demasiado, pensaba demasiado y bebía demasiado), estás muerto para el western. “El western no exige pensar, sino creer. Lo mismo que un devoto”, insisto. Y me tiro por la cuesta. “En los años sesenta los Estados Unidos se olvidaron la fe en la jungla de Vietnam y, como no tenían más quehacer, se pusieron a pensar. Y ahí se acabó todo, lógicamente. ¿Quién demonios podía seguir tomándose en serio el western después de pasar por el infierno de Vietnam?”. Títulos como Silverado o el más reciente Django desencadenado demuestran que nadie. Cabían, y caben, parodias ingeniosillas, como los dos títulos mencionados. O relecturas más o menos pretenciosas como el Valor de ley de los Coen, con el Dude mítico de El gran Lebowski metido a reproducir el personaje que a John Wayne le valiera su único Oscar. O como El tren de las tres y diez, de 2007, con Russell Crowe y Christian Bale embutidos en unos papeles que Glenn Ford y Van Heflin ya bordaron hace cincuenta años. Pero el western de verdad, el que naciera en la literatura de quiosco del siglo XIX y encarnaron en el XX Tom Mix, Gary Cooper y John Wayne, quedó amortizado, muerto y enterrado en Vietnam. Sic transit gloria mundi. Y en eso sí que estamos Powell y yo completamente de acuerdo, así que brindamos. Por nosotros, por el western de verdad y por la memoria de la chica de Powell. “Cheers!” [2]
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[1] En 1960, Nicholas Ray dirigió el Rey de reyes de Samuel Bronston (hay otro, el de Cecil B de Mille, que data de 1927). En la producción de Bronston, el embalse de Manzanares El Real (Madrid) hizo las veces de lago Tiberiades, y La Pedriza de la vieja Palestina. Son los parajes que desde tiempo inmemorial vienen siendo escenario de sustanciosas meriendas de los madrileños, que hasta tan agrestes andurriales arrastran neveras “portátiles” con tinto de verano, así como cestas, bolsas y mochilas con piezas de fruta y tarteras rebosantes de tortillas de patata, ensaladilla rusa y filetes empanados en cantidades como para parar la III Guerra Mundial.
[2] En la foto promocional que ilustra este artículo aparecen estrellas televisivas de series Warner que triunfaban en los USA en 1959. De izquierda a derecha, Will Hutchins (de Sugarfoot), Peter Brown (de Lawman), Jack Kelly (de Maverick), Ty Hardin (de Bronco), James Garner (de Maverick), Wayde Preston (de Colt 45) y John Russell (de Lawman).
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