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Un viaje al París de Falcó

Son las once de la mañana. En la orilla izquierda del Sena, los buquinistas que se despliegan en el Quai des Grands Augustins ordenan sus grabados y libros viejos, también algunos souvenirs y facsímiles. “Lo más importante de esta novela era recuperar el París de los años treinta. Retratar esa Francia cobarde que se encamina hacia la Segunda Guerra Mundial. Aquí están Hemingway, Peggy Guggenheim o André Malraux, sólo que aparecen de otra forma”, dice Arturo Pérez-Reverte mientras camina en dirección al estudio donde Pablo Picasso pintó el Guernica. Se trata de un edificio de tres plantas ubicado en el número siete de la Rue des Grands Augustins. En esa buhardilla que puede verse desde la calle vivió el malagueño. Fue ahí donde Balzac ambientó una de las narraciones cortas de Le Chef-d’oeuvre inconnu, una obra —por cierto— para la que Ambroise Vollard había encargado a Pablo Picasso algunas ilustraciones diez años antes.

"Lo más importante de esta novela era recuperar el París de los años treinta. Retratar esa Francia cobarde que se encamina hacia la Segunda Guerra Mundial"

De pie ante la placa oficial que señala el paso de Picasso por ese edificio —vivió casi veinte años ahí—, Arturo Pérez-Reverte se deja fotografiar. Al escritor lo acompaña esta mañana un grupo de periodistas. Han venido andando a lo largo del Boulevard de Saint-Germain desde el café Les Deux Magots, donde Pérez-Reverte ha presentado Sabotaje (Alfaguara), la novela que cierra la trilogía protagonizada por Lorenzo Falcó y en la que el espía tendrá que afrontar una doble misión: tender una trampa al intelectual francés, leal a la República, Leo Bayard, y destruir el Guernica, el cuadro que el gobierno de Negrín encargó a Picasso para el pabellón español en la Exposición Universal de 1937 y que el malagueño pintó en menos de un mes y luego de recibir 200.000 francos de una República quebrada.

Ya conocen los lectores a Lorenzo Falcó: ex traficante de armas, mercenario y espía al servicio de la Falange. Un ser peligroso, de moral dudosa y leal sólo a su causa. Alguien que siempre está cazando y al que sólo lo mueven la aventura y la adrenalina. Un mujeriego, canalla y elegante jerezano que se moverá por París como pez en el agua, entre los cafés y las galerías más exclusivas y con un firme propósito: hacer tambalear la propaganda intelectual del bando republicano, al precio que sea. Con esta entrega, Pérez-Reverte hará una pausa en su saga de espionaje. No da demasiados detalles al respecto, pero sí los suficientes para que los lectores puedan saber a qué atenerse. “La novela cierra la trilogía, pero no está cerrado el personaje. Tengo proyectos para Falcó”, apostilla Pérez-Reverte. Tiene otros libros en la cabeza, dice, el más urgente de ellos una próxima novela histórica de la que no quiere dar detalles. Al menos no esta mañana.

"La novela cierra la trilogía, pero no está cerrado el personaje. Tengo proyectos para Falcó"

Si en la novela inaugural de la saga, Falcó (Alfaguara, 2016), las cosas ocurrían entre Salamanca y Alicante, y en Eva (Alfaguara, 2017), en las callejuelas y el Zoco de Tánger, en este tercer volumen, Sabotaje, Arturo Pérez-Reverte despliega una ruta por el París de entreguerras, la ciudad de las vanguardias, ésa en la que se mezclan escritores, intelectuales y artistas comprometidos —o que aseguraban estarlo— con agentes de la Alemania Nazi, el MI6 británico o los servicios soviéticos de una Rusia en la que Stalin se da banquetes con las purgas a los trotskistas. Para cumplir su plan, tanto el de acercarse a Picasso —y al cuadro que prepara— como el de perjudicar a Bayard, Falcó se hará pasar por un coleccionista de arte español radicado en Cuba. Acudirá a la galería Hénaff para comprar algunas fotografías de Eddie Mayo, fotógrafa y musa de Leo Bayard. Ambos serán la puerta de entrada de Falcó hasta Picasso, el artista consagrado que lleva una vida aburguesada en una Francia gobernada por el Frente Popular de Léon Blum, una sociedad que se vuelca en la fiesta y las artes, al mismo tiempo que ignorará la próxima ocupación de las fuerzas de Hitler tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial.

En esta novela Pérez-Reverte crea personajes basándose en otros, criaturas que retratan a aquellos que vivieron en aquel París a ratos mítico y cínico. Leo Bayard y Eddie Mayo son trasuntos. Él, del escritor, político y aventurero André Malraux, un mito de sí mismo, y ella de Lee Miller, musa del surrealismo, fotógrafa y testigo de excepción de la cultura de aquellos años. También recrea Pérez-Reverte al escritor y periodista Gatewood, una versión paródica y desternillante de Ernest Hemingway. En el París de aquellos años, el autor de Adiós a las armas daba lecciones de patriotismo y valor en la terraza de Le Dôme, aquel restaurante en el Boulevard du Montparnasse, al tiempo que sostenía una copa de coñac en la mano.

"Debo decir que una de las cosas que más me ha dado placer de esta novela ha sido la paliza a Hemingway"

“Debo decir que una de las cosas que más me ha dado placer de esta novela ha sido la paliza a Hemingway”, dice, entre risas, Arturo Pérez-Reverte. Y no es para menos, porque Lorenzo Falcó se queda a gusto con el Nobel. Luego de soportar, con ánimo conciliador, que el novelista le cambiara el nombre y le diera lecciones de compromiso —“no entiendo cómo un español puede estar fuera de España en vez de estar luchando”—, Falcó lo sacude con una buena tanda de golpes en los baños de un cabaret de Pigalle, ese barrio parisino de ambiente bohemio y canalla donde proliferaron clubes clandestinos y que hoy se mantiene muy cerca de la plaza del mismo nombre.

Cada novela de la serie Falcó despliega una banda sonora. Si en Eva fue la evocadora Mon legionnaire, de Edith Piaf, en Sabotaje será el blues de Saint Louis o el Cheek to Cheek interpretado por la cantante María Onitsha en el Mauvaises Filles, un cabaret con ecos berlineses y que anticipa la nube negra de racismo que se cierne sobre Europa. También despliega Pérez-Reverte una colección de objetos: pistolas, mecheros, cigarrillos, relojes o ropa de la época que se exhibe en los escaparates de la boutique Paquin o la exclusiva tienda de caballeros Charvet de la Place Vendôme, donde Falcó encarga media docenas de camisas tras beber un vaso de leche en el Hotel Ritz. Será ahí donde el espía se encontrará con Nelly Mindelheim, una americana de insaciable apetito sexual que ha servido a Pérez-Reverte para retratar a la excéntrica Peggy Guggenheim.

“Lo que más me gusta de Falcó es documentarme. Me hace leer, buscar los detalles, la ropa o los periódicos de la época, el callejero de aquel París”, dice Arturo Pérez-Reverte con las manos dentro de los bolsillos, de pie, frente a la sobria puerta del Hotel Madison, en el número 143 del Boulevard de Saint-Germain, un lugar desde cuya primera planta, asomado a la ventana, Falcó puede ver, entre las ramas de los castaños, la estatua de Diderot y la torre de la iglesia de Saint-Germain, que esta mañana de otoño refulgen sólo como lo hacen los objetos inyectados con la vida de otro tiempo.

El París de Falcó es intransferible, por la riqueza del detalle y la perfección del acabado. Es un espacio a caballo entre lo histórico y lo literario —la trampa de la ficción, siempre enmascarada en la verdad— que cubre desde el paseo del Trocadero —por donde caminan Falcó y el Almirante tras visitar la Exposición Universal— hasta el Café de la Paix, frente a la ópera Garnier, donde el jerezano lee los periódicos y bebe un tom collins antes de reunirse con Sánchez, su enlace parisino del Grupo Lucero. La ciudad de la Luz, enchufada en las manos del lector con la energía de las historias eléctricas.

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