Esta obra de Alonso de la Torre, publicada por editorial El Paseo, es el libro definitivo de uno de los mayores especialistas en la Raya, donde se describe el primer recorrido completo por la frontera hispano-portuguesa, población a población, desde Ayamonte hasta Caminha, con un extenso epílogo del historiador César Rina y un amplio reportaje gráfico de Esperanza Rubio.
Zenda reproduce un fragmento de Un viaje por la Raya.
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PRIMERA PARTE
De Ayamonte a Barrancos
Capítulo 1: El país de al lado
Hombres solos. Paredes azulejeadas hasta arriba, pero nada de azulejos históricos de suaves tonos azules. No. Azulejos de cocina barata, sin gracia, pero con autenticidad. Hombrones, ninguna hembra, jugando a las cartas, dando voces y mirando a las muchachas que pasan por la calle en este atardecer de uno de enero. En realidad, pasan pocas muchachas. Ya se sabe: es Año Nuevo. Pero mejor, así se paladea con más gusto cada paseo.
Hombres solos jugando a las cartas en la primera tarde del año. Estamos en Mértola y este bar de varones tiene el largo y evidente nombre de Núcleo Sportinguista de Mértola. En los pueblos alentejanos de la Raya aún quedan bares para hombres solos, bares machotes y futboleros, donde la parroquia lanza cartas sobre la mesa como si se jugara la vida en cada mano, donde reina el único dogma de fe inquebrantable en estas tierras rayanas: ser del Benfica, ser del Oporto o ser del Sporting.
Hemos empezado nuestro viaje esta mañana en Ayamonte. Antes del mediodía, cruzábamos el Guadiana en un ferri. Al estilo antiguo, en barco, como cuando pasaban por aquí los ejércitos cristianos y moros, españoles y portugueses, franceses y británicos, invadiendo y retirándose y volviendo a invadir y volviéndose a retirar en un juego interminable que ha acabado conformando los límites caprichosos de la frontera más antigua de Europa. Una raya que a veces se apoya en límites geográficos naturales, pero otras veces ha de dibujarse y desdibujarse a partir de conflictos y pormenores.
La primera etapa del viaje la hemos acabado en Mértola. Desde aquí seguiremos moviéndonos por estos pueblos, sierras y dehesas de raya húmeda y raya seca. Mértola: no podía ser de otra manera, no estamos ante una villa cualquiera, sino ante una antigua capital de Estado.
La vieja Myrtilis Iulia romana se convirtió en la Martulah musulmana, capital de reino de taifas, con puerto fluvial y población cosmopolita y viva. Aunque eso de la viveza y el cosmopolitismo fue en otros tiempos.
Sucedió cuando su puerto fluvial cartaginés, fenicio y romano era la salida principal para la riqueza agrícola de la zona, cuando fue puerto importante del reino moro de Badajoz, cuando, agonizante la navegación fluvial por el Guadiana, se impulsó la extracción de piritas en las cercanas minas de São Domingos.
Estas razones nos han empujado a fijar en esta antigua corte musulmana la base de nuestro recorrido por la frontera del Alentejo y el Algarve con Huelva. Ha sido una decisión más sentimental que sensata porque, hoy, Mértola, seamos sinceros, es una ciudad que sestea, una ciudad museo muy interesante como mirada al pasado, pero con un presente lánguido y durmiente: ya no hay puerto activo ni minas abiertas y todo se juega a un número: el turismo.
De los 26000 habitantes que tenía Mértola hace 100 años, quedan en el pueblo poco más de 2000 y en esta tarde festiva de invierno, el único ambientazo llamativo e intenso es el de este Núcleo Sportinguista de Mértola con sus hombres, sus naipes y su curiosidad por todo lo que pasea.
Mértola queda a 67 kilómetros por carretera de la ciudad rayana y andaluza de Ayamonte (72 kilómetros por el río), donde desemboca el Guadiana y donde comenzamos, nuestro viaje por el país de al lado… ¿Pero qué lado? Pues los dos lados porque para un vecino de la Raya, España y Portugal no son dos naciones, sino un espacio común. O sea: El país de al lado.
Capítulo 2: El ferri del Guadiana
Ayamonte, Vila Real de Santo António y Castro Marim forman la euro–ciudad más meridional de Europa. Son unos 48000 habitantes divididos entre tres pueblos diferentes que ocupan más de 500 metros cuadrados. En Ayamonte, da la impresión de que todo gira alrededor del tapeo: en un laberinto de calles peatonales, decenas de bares con terraza son un frenesí de chocos, gambas, croquetas y ensaladilla. Enfrente, Vila Real de Santo António da la impresión de ser un pueblo dedicado a las compras: en varias calles peatonales y una avenida, abren decenas de tiendas de toallas y albornoces y todo es probar, comprar, vender, pagar… Castro Marim es más tranquilo. También es más de verdad. Como no han podido dedicarse a las tapas ni a las toallas, tampoco tienen dinero para tirar las casas antiguas y edificar novedades sin gracia y se han centrado en conservar y adecentar sus fortalezas, en mantener los iconos esenciales de la frontera: castillos para defenderse del otro. En Castro Marim como en Serpa, Moura, Mourão, Alandroal, Terena, Juromenha, Elvas, Campo Maior, Ouguela y la mayor parte de pueblos portugueses de la Raya, la fortaleza defensiva marca el paisaje y la actitud.
En esta zona fronteriza, la Raya está clara: el Guadiana, un accidente orográfico que marca el territorio como pasará en otros lugares de la frontera húmeda con el Tajo, el Duero o el Miño, también con ríos menores como el Chanza, el Caya, el Sever o el Eljas. En otros puntos, la frontera es seca y menos evidente, consolidada hoy, pero sin barreras naturales, lo que facilitaba las invasiones de uno y otro lado en tiempo de hostilidades y exigía la construcción de bastiones defensivos en los pueblos de la frontera.
El Guadiana ha sido límite administrativo desde la época romana y musulmana. La actual frontera entre España y Portugal data del siglo XIII, tras los tratados de Badajoz (1267) y Alcañices (1297), aunque en la Raya onubense, habrá litigios fronterizos hasta que en 1926 se resuelva el caso de La Contienda entre Encinasola y Barrancos.
En este punto más meridional de la Raya, una cosa es la frontera política trazada en Madrid y Lisboa, y otra la realidad cotidiana de un territorio donde primaba el continuo trasiego de personas, mercancías e ideas. La complicidad con las gentes del país de al lado borraba los límites impuestos desde las capitales estatales. En tiempos de paz, las buenas relaciones de colaboración comercial se solapaban con las de enfrentamiento por el aprovechamiento de los recursos pesqueros. En tiempos de guerra, las hostilidades militares declaradas a cientos de kilómetros empañaban las relaciones entre las dos orillas.
Vivimos ahora tiempos de absoluto entendimiento, de fronteras diluidas y relaciones comerciales y sociales fluidas, así que esta mañana, antes de cruzar en barco el Guadiana, hemos paseado un rato por Ayamonte y hemos acabado haciendo lo que hacía la mayoría, ya fueran españoles, portugueses, ingleses o franceses: debatir sobre dónde tomar unas cañas y unas tapas. Los cuatro pueblos que contendieron en el Bajo Guadiana en tiempos de guerra disfrutan ahora, junto a turistas de otras naciones, de su clima y de su encanto en tiempos de paz.
En Ayamonte, hay tres barrios históricos y un montón de urbanizaciones modernas. El barrio de la Villa es el más antiguo. Queda en lo alto, descendiendo hacia el Guadiana. En él están tres iglesias fundamentales: El Salvador (XV), San Francisco (XVI) y San Sebastián (XVI), la capilla del Socorro (XVII) y el antiguo palacio del Marqués de Ayamonte. Según bajamos, llegamos al barrio de la Ribera, el de los bares, los comercios, el ayuntamiento, la plaza de toros, la Casa Grande o de Cultura (XVIII) y varios conventos e iglesias. Finalmente, tenemos el barrio de los marineros, levantado hacia 1950, un espacio muy característico con bonitos conjuntos de viviendas sociales.
El pasado pescador y conservero está siendo sustituido por un presente turístico y comercial. En ese presente nos sumergimos al entrar a comer en el bar La Puerta Ancha, que se anuncia como la taberna más antigua de la ciudad. Dentro, tinajas de barro gigantes, arcos de ladrillo visto y tapas con un toque distinto, que van más allá de los flamenquines y las coquinas. Tomamos croquetas de tinta de calamar, ensaladilla de marisco y aguacate con nachos y calamares fritos con alioli de remolacha. El postre lo buscamos por las calles peatonales. Es un paseo un tanto impúdico, como si fuéramos de visita y entráramos en las casas a la hora de comer. Cientos de personas tapean en las terrazas, no queda mucho espacio para pasear y has de ir esquivando las mesas, los paseantes y las fuentes de mojama y caballa, que no caben en las mesas y predisponen al tropezón. En una calle encontramos una heladería y pastelería muy atrayente. Su dueño es un joven llamado César al que le gusta experimentar y crear nuevos helados. Su base es el chocolate belga y el nombre de su negocio es francófono: «Comme chez toi». Efectivamente, como en tu casa, así se siente uno deambulando por Ayamonte a la hora de comer. O mejor, en casa de todos, de salón en salón, admirando la capacidad de un español para zamparse media docena de raciones sin despeinarse. Nos despedimos de la comida española por un tiempo y embarcamos en el ferri para cruzar el Guadiana como se hizo siempre hasta finales del siglo pasado: en barco.
Ayamonte: el mar como motor económico de sus 20000 habitantes, ya sea con el turismo que propician sus playas, ya sea con la pesca. como sustento y el río como linde. Es ciudad desde 1664, cuando el rey Felipe IV le concedió este título por su trascendental posición fronteriza con Portugal y su participación en el descubrimiento de América: tres ayamontinos acompañaron a Colón y uno de ellos, Rodrigo de Xerez, fue su hombre de confianza.
Pagamos 5,10 euros por el automóvil y 1,80 por cada viajero. Nuestro coche es el único transbordado, pero abundan las bicicletas. Decenas de turistas centroeuropeos, que tienen sus autocaravanas estacionadas en un parking junto al Guadiana, vuelven a sus «casas» tras pedalear por Ayamonte y sus urbanizaciones playeras, vacías y fantasmales en estos días de invierno.
Desde el ferri, la ciudad se ve como una mancha blanca esparcida por una colina. No hay castillos ni monumentos singulares a primera vista. Sí que hubo fortaleza, pero sus ruinas desaparecieron ocupadas por un Parador de Turismo que, como las urbanizaciones, cierra al público en cuanto la temperatura media baja de 20 grados.
Ayamonte y su castillo ocupaban un punto tan estratégico que desde su nacimiento estaban predestinados a ser frontera. La ciudad marcaba el límite entre las taifas musulmanas de Huelva, a la que pertenecía, y el Algarve en el sigloxi. SanchoII de Portugal reconquistó el castillo en 1239 y se lo entregó a la Orden de Santiago en 1240. Unos años más tarde, la orden santiaguista hace una permuta con el rey AlfonsoX de Castilla: le cambia Ayamonte y Alfayat de la Peña por Reina y Estepa. Más cambios: en 1253, el rey castellano entrega la localidad como dote a su hija Beatriz al casarse esta con AlfonsoIII de Portugal. Finalmente, en 1267, por el Tratado de Badajoz entre los dos Alfonso, suegro y yerno, pasa definitivamente al reino de Castilla y se establece la frontera en el Guadiana, mientras que la parte occidental del río quedaba integrada en el reino de Portugal. En menos de 30 años, el castillo de la ciudad y el territorio de su término habían cambiado cuatro veces de reino.
La ciudad y el castillo serán adquiridos en 1287 por Alonso Pérez de Guzmán, el épicamente conocido como Guzmán el Bueno, noble en el que está el origen del ducado de Medina Sidonia. Con el tiempo, en 1475, pasará a una rama menor de la casa de Medina Sidonia. Se constituye así la casa de Ayamonte, que primero será condado y después será elevada a la categoría de marquesado por Carlos I.
En 1641 sucede un acontecimiento que marcará la historia de la villa y que pudo ser más trascendental de lo que fue. Ese año, el VI marqués de Ayamonte, Francisco Manuel Silvestre de Guzmán y Zúñiga, protagonizará una conspiración nobiliaria y militar para conseguir la independencia de Andalucía. Aquello acabó mal, con el marqués decapitado en Segovia y su recuerdo convertido en leyenda fantasmal. Pudo haber terminado de otras maneras: con la independencia de Andalucía, como sucedió con Portugal o pudo haber sucedido con Cataluña, o con la exaltación de la figura del marqués de Ayamonte a la dignidad de héroe patriótico de la Andalucía sometida y seña de identidad máxima de un nacionalismo independentista. Pero no: se le cortó la cabeza al marqués y se acabó la historia.
Dicen en Ayamonte que su espectro se pasea por las habitaciones de su antiguo palacio, que se escuchan pisadas y su silueta deambula por habitaciones y pasillos. Pero no crean que le dan demasiada importancia a estas apariciones tan siniestras. Los ayamontinos están acostumbrados a fantasmadas de este tipo: por la zona donde estuvo enclavado el castillo parecen escucharse voces desgarradas y entrechocar de espadas, cuentan que en la iglesia de las Angustias se ven personas levitando, en una casa maldita se aparece un anciano ahorcado en un árbol y en la pensión Los Robles, cuyas habitaciones son reservadas por viajeros impresionables tipo «cuarto milenio», suceden fenómenos paranormales.
Pero en el barco que nos lleva a Vila Real de Santo António no hay espectros ni fantasmas. Una leve brisa de poniente anima la travesía y el único prodigio es un tibio sol que provoca una gran emoción en los viajeros, ciudadanos del norte de Europa en su mayoría, poco habituados a estas temperaturas en el primer día del año.
El ferri se aleja con su carga de bicicletas y con nuestro coche ocupando el centro de la plataforma. La ciudad se difumina, se diluyen los perfiles de su mancha blanca y uno imagina un ejército de 10000 hombres esperando al pie de su castillo (o de su parador) para entrar en Portugal a someter las ansias independentistas lusas, e imagina al marqués dando largas a la invasión por ver si llegan en su ayuda las flotas de Francia y Holanda para así cambiar el objetivo y, en vez de sojuzgar la rebelión portuguesa, unirse a ella y proclamar la independencia de Andalucía. Ajeno a estas ensoñaciones enfermizas, el barco arriba ya a Vila Real de Santo António y se borran los recuerdos de Ayamonte, de su palacio, del imaginado espectro del marqués, decapitado, lamentando eternamente haber sido traicionado por el duque de Medina Sidonia.
Atraca el ferri. Desciende la pequeña compuerta. Los viajeros cogen sus bicicletas y pedalean hacia sus autocaravanas. Nosotros arrancamos nuestro auto y entramos en Portugal. Un hotel decadente y romántico llamado Guadiana es la imagen que preside la fachada fluvial de la ciudad. Aparcamos junto a él, admiramos su arquitectura art nouveau y nos disponemos a conocer el otro lado de la frontera.
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Autor: José Ramón Alonso de la Torre. Título: Un viaje por la Raya. Fotos: Esperanza Rubio. Editorial: El Paseo. Venta: Todostuslibros y Amazon
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