El viejo mapa de México-Tenochtitlan realizado hacia 1550, apenas treinta años después de la Conquista, por un tlacuilo mestizo en el que entretejió, con rasgos indígenas y renacentistas, los contornos de la capital del gran imperio mesoamericano, con ciento veinte glifos toponímicos de los pueblos que rodeaban los lagos del Valle de México y dibujos de corte occidental de las principales estructuras de Tenochtitlan con sus nombres en español, siempre fascinó al sabio mexicano Miguel León Portilla (1926-2019), quien durante muchos años dedicó horas de estudio a este documento, conocido entre los investigadores como «Mapa de Uppsala», y que el sello Era acaba de publicar en una espléndida edición en la que contó con la indispensable colaboración de la cartógrafa Carmen Aguilera. Mapa de México-Tenochtitlan y sus contornos hacia 1550, título del libro, es un ejemplo indiscutible de cuáles fueron los mejores frutos de la traumática, sangrienta y singular fusión de dos culturas, ya que en las magníficas ilustraciones de esta obra se puede apreciar la vida cotidiana indígena, desde sus atuendos hasta los instrumentos musicales que utilizaban, a veces españoles, a veces todavía prehispánicos. León-Portilla, uno de los grandes sabios de la historia prehispánica y colonial, describe y descifra minuciosamente ese mapa, considerado un verdadero espejo de aquel momento temprano de la historia colonial mexicana, elaborando un retrato humano para ofrecer una imagen clara y precisa de cómo era la gran cuenca de la vieja capital mexicana a mediados del siglo XVI. Las numerosas ilustraciones que acompañan esta espléndida edición, en la que se incluye una reproducción facsimilar desplegable del mapa con el colorido original y reproducido al ochenta por ciento de su tamaño, se completa con otros mapas famosos de la época y detalles ampliados del gran mapa, donde se reproducen esquemas de los glifos que permiten al lector apreciar con claridad elementos de la flora, fauna, arquitectura, orografía e hidrografía, la sociedad y las costumbres de la antigua capital mexica. Un fascinante viaje en el tiempo.
JORDI SOLER, LA FUERZA DE LA TIERRA
Hay una premisa fundamental en la nueva novela del escritor mexicano Jordi Soler (1963): sacar a flote las fuerzas profundas de la naturaleza, el espíritu de la tierra, para mostrar la manera en que se imbrican en el alma de la gente. Es lo que le ocurre a Tikú, el indio totonaca protagonista de Los hijos del volcán (Alfaguara), quien desde niño siente esa fuerza desconocida y brutal que marca su vida. Acompañado de un coyote, Tikú, hijo de un caporal de la plantación cafetera veracruzana La Portuguesa, vagará por la selva desvelando un mundo mítico, a la vez pobre y violento, donde la imponente y avasalladora presencia de la naturaleza alcanza su máxima expresión en un volcán, que simboliza la boca hacia el submundo por donde transitan diversas energías y algunas deidades prehispánicas que siguen muy presentes en un entorno que, aunque selvático y rural, se ambienta en pleno siglo XXI. Autor de obras como la trilogía La guerra perdida, integrada por las novelas Los Rojos de Ultramar, La última hora del último día y La Fiesta del Oso, Soler propone en esta obra una relación diferente entre el ser humano y la selva, tratando de evitar esa especie de ingenuidad alrededor de la naturaleza, la cual pretende que se trata de algo bueno por sí mismo, mientras que todo aquel que la conoce de verdad es consciente de que puede ser brutalmente mortífera y cruel. Por otra parte, Los hijos del volcán refleja, como una especie de pátina inevitable, la cruel realidad de pobreza y el aislamiento en el que viven los campesinos mexicanos, las enormes desigualdades que hay en México y el abuso de quienes ostentan el poder, ya sean políticos, narcos o paramilitares, aunque al final, la voz más fuerte es siempre la del mito y la tierra.
2022 Y EL ENCANTO DE DIOS
La primera dama mexicana, Beatriz Gutiérrez Müller, despidió el año recitando un poema del poeta chiapaneco Jaime Sabines, titulado Me encanta Dios. La puntada tiene guasa, porque la señora Gutiérrez deseó con esos versos que el nuevo año sea tan divertido y juguetón como el dios que encarna en los versos del poeta, que si bien es cruel y nos aplasta, pone orden en las galaxias y distribuye bien el tránsito en el camino de las hormigas, pinta el cielo de manera increíble y está siempre de buen humor, aunque cuando se enfurezca provoque terremotos, mande tormentas, caudales de fuego, aguas alevosas, castigos y desastres. ¿Qué puede ser esa minucia al lado de su inmensa benevolencia?, ¿cómo no darle las gracias y sentirnos arrobados por su magnificencia? Claro, mexicanos, somos ciegos si no vemos que tanta miseria, tanta violencia, tanta burocracia y atraso son meros accidentes, descuidos de un dios que debe encantarnos como le encantó al poeta en su ingenuo poema cargado de buenismo y cuyos versos finales dicen: “A mí me gusta, me encanta Dios. Que Dios bendiga a Dios”. Y olvidémonos de todo lo demás, como pretende inculcarnos de manera subliminal doña Beatriz en su naif mensaje de año nuevo. Buá.
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