Medio siglo después de su «milagrosa» publicación (Planeta, 1974) al año de la muerte del autor, la editorial asturiana Pez de Plata recupera, con encomiable valor, la gran novela de Manuel Derqui Martos titulada Meterra, con prólogo de Isabel Carabantes. Toda una proeza, dicha reedición, digna del más desatado elogio.
Pues bien, entre esos «otros» respiraba, alumbrando manuscritos inéditos e intrascendentes artículos para los periódicos, el zaragozano Manuel Derqui Martos, y a fe que no era el único, pero al igual que sus compinches (a bote pronto pienso en Aliocha Coll) él también pagó con el menosprecio su osada e insobornable apuesta. Excepción hecha, valga decirlo, de Luis Martín Santos y años después de Julián Ríos.
Meterra «podría ser un magnífico cuento o una buena novela si alguien supiera escribirlos», se nos dice; pero lo que es seguro es que se trata de un desafío, un territorio inabarcable merced a su condición onírico-inexpugnable fuera de todo mapa y toda lógica, un ámbito que bebe de la praxis kafkiana, proustiana, joyceana, faulkneriana, beckettiana… y conecta directamente con las vanguardias de los años 60, así el Nouveau roman, desde donde se propugnaba (Natalie Sarreaut) eliminar de la novela a los personajes, tal vez en un intento ridículamente heroico por reivindicar aquella desfachatez de los surrealistas, quienes entendían la novela como un ejercicio peligrosamente burgués (salvo Nadja, de André Breton, única novela del movimiento). Y es que, como sucede con su coetánea Rayuela, en la novela de Derqui Martos (escrita entre 1955 y 1963) se apuesta claramente por el desorden como clave del orden argumental.
Si en Ulises, de Joyce, cada uno de sus 18 capítulos está narrado con una técnica diferente, en Meterra la narración —aquí no hablamos de capítulos— evoluciona en base a reconocibles estructuras narrativas que, efectivamente, nos permiten recordar no solo a Joyce sino, también, a Faulkner con sus interminables oraciones, a Proust por el detallismo impresionista que lo caracteriza y finalmente a Beckett, de quien recibimos la siguiente mención expresa en la novela: «traducción del Godot a quien esperan». Y siempre con el sustento del aparentemente desapercibido flujo de conciencia.
En definitiva, me estoy refiriendo a una narrativa que pretende romper con las inalterables unidades del tiempo y el espacio y a la vez reconoce sin tapujos sus influencias.
En la novela de Derqui Martos todo comienza con un re sostenido que se obstina en sonar natural en el clave que maneja una niña. A partir de ahí, él, Juan —es así como invariablemente se refiere el autor a su héroe—, primero como niño y después como adulto (bildungsroman), nos permite comprobar lo estrechamente unidos que están la realidad y la ensoñación, como sucede cuando el niño, él, Juan, se encuentra a los pies de una farola encendida en la noche que deja en el suelo un cerco de luz —una «isla» en la imaginación del pequeño—, con lo que se traspone la realidad y se pasa sin más a experimentar sensaciones de sobrecogedora irrealidad. Ahí se encuentra con el Caballero N. Dicho encuentro, sin que aún no tengamos conciencia de ello, inicia el contacto con el ámbito ensoñado de Meterra, al que nos asomaremos a través de distintos «planos de la realidad».
De entrada, se nos dice que Meterra es el «Paraíso de Dios», así de fértil y «alegre de azafrán». Solo se llega a ese mundo a través de la imaginación y el sentimiento, pues en la novela late una permanente, y más o menos solapada, ambición de acudir a tan acomodaticio e imprevisible espacio. Es lo que le sucede a él, Juan, y más adelante a Bela, y aparentemente a todo quisqui, y al final incluso a nosotros, los lectores, sobre todo a quienes, como aquellos, conocemos la experiencia.
Él, Juan, es un pintor llamado al fracaso tras sus fallidas expectativas en París, a donde se fue buscando un éxito desmesurado y legendario animado por el crítico de arte Norman Nicholas Nein (NNN).
Preso del desánimo, regresa a su gris realidad española y, lo digo sin rodeos, muere. Se nos cuenta su final en unas líneas que por sí solas serían suficientes para consagrar al autor.
Él, Juan, muere ante nuestros ojos.
Oh, Dios, qué gran novela.
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Autor: Manuel Derqui Martos. Título: Meterra. Editorial: Pez de plata. Venta: Todos tus libros.
Realmente una novela excepcional, aunque en el resumen ofrecido por el articulista, me parece que no se acierta con la índole del argumento, básicamente, según creo , una historia de amor desgraciado, iniciada en la infancia de los dos implicados en la que se erige como hito principal el momento en que Bela, la niña de la que Juan está enamorado, le excluye dolorosamente de ese territorio arcadico sobre el que ella, como inventora del mismo, ejerce un gobierno absoluto si bien con intenciones benevolentes y justas que le crearán alguna inquietud de conciencia por ciertas decisiones del pasado, principalmente la que atañe a la proscripción de Juan, determinada justamente por el amor con que ella en realidad le corresponde, en la coyuntura en que, canceladas las ilusiones y a punto de iniciar una nueva fase de su vida, se plantea dejarlo, ese Meterra por ella creado, en estado de plena ventura. A ese infortunio por las desavenencias surgidas del mismo amor y orgullo de ambos, se suman, en el ánimo de Juan, la rabia por las injusticias y el desprecio que sufre a causa de una sociedad clasista y prosaica en la que ocupa una posición de lacerante inferioridad.
Tampoco creo que las influencias estén bien situadas; hay una parte en la que el niño Juan deambula perdido por lugares oscuros, con zonas perforadas por una luz cruda y cortante, generadora de ámbitos muy delimitados, por los que va encontrando personas grotescas y un tanto siniestras, entre amenazadoras y medrosas, en la que la influencia de Kafka me parece clara, especialmente de «El proceso»; no conozco un referente claro para la parte dialogada en que la dicción es bastante natural; la sección en que se relata la escena de la cueva, dominada por los juegos de palabras, un trabajo en que se emplea el lenguaje como si de un mecano se tratara, es claramente joyceana; no encuentro la manera de Faulkner cuando se nos da cuenta de la estancia en París, aquí la frase se extiende hasta casi, o sin, hacer perder la conexión al lector, en virtud de la ramificación de largas subordinadas; el estilo de Faulkner es de párrafo largo pero lejos, me parece, del grado a que aquí se llega pareciéndome más pertinente la mención a Mann no, desde luego, por la forma sino por la temática abordada, quizá en cuanto al recurso formal podría pensarse en la influencia de Benet, o la del propio Derqui?.
Para concluir, lamento que entre los escritores españoles cultivadores de la modernidad no se mencione al mejor de todos, el deslumbrante y originalisimo, aunque acostumbre a ponersele a la sombra de Faulkner, extraordinario en la ficción como en el ensayo, Juan Benet.