El cielo no es un lugar, sino un estado del alma. Eso es lo que se nos garantiza desde hace años, y la garantía la firman filósofos, teólogos y todos los que pretenden llevar una vida espiritual. Pero el cielo queda demasiado lejos y lo que está a nuestro alcance, allí donde podemos llegar viajando, será lo que nos demuestre que los lugares son estados del alma. Como, por ejemplo, Japón. Hemos leído los maravillosos libros de Alex Kerr que así lo certifican. Y ahora nos llega esta obra, este viaje vertical o, para ser más exactos, estas conclusiones del viaje vertical que el diplomático José Antonio de Ory ha vivido durante cuatro años. Todo parte del encuentro con el otro, que en este caso no cesa de producirse: no hay forma de acompasar nuestro anhelo al de ellos por más tiempo que pasemos conviviendo, así pues, lo que debemos es describir, para así, sin dirigir el pensamiento desde nuestros prejuicios, o dirigiéndolo lo menos posible, intentar llegar a alguna conclusión. O intentar que el lector llegue a conclusiones. La primera conclusión posible, y tal vez la única que vamos a garantizar, es el asombro que surge de las paradojas. ¿Cómo es posible que las formas de vida sean tan diferentes?
De Ory maneja muy bien la distancia para situarnos en la mirada del viajero que extrae las formas de otra cultura. No nos cabe duda de que en esta búsqueda de la empatía hay admiración, una admiración sin sobresaltos y que no cede ante las tentaciones de elogiar ni de ironizar. Sus impresiones, que son más representación que relato, tocan todas las disciplinas necesarias para aprender durante el viaje: la historia, la sociología, la psicología, la etnología. Pero cabe destacar que no es la observación directa su única fuente. Consciente de las limitaciones que uno tiene, por poseer sólo cinco sentidos y no disponer de siglos que le permitan profundizar, recurre a novelas y películas de las que extrae otras muestras de vida, de costumbres, de hábitos, de rutinas.
Estamos ante una sociedad que parece aislada, que se ha hecho a sí misma a partir de unos principios que nos resultan extraños. La extrañeza, ya se sabe, es uno de los recursos que, mejor manejados, más atrapan al lector. Y aquí atrapan mucho, porque hay mucho que descubrir. A lo largo de la lectura, a medida que vamos adentrándonos en la sociedad tan ritualizada, en las normas tan ritualizadas, en los gestos rituales, nos iremos preguntando si no estamos ante un mundo paralelo al nuestro que conserva la adolescencia, o tal vez nos habla de un país distópico que vaticina demasiadas cosas, o nos preguntaremos qué hay de enfermedad y qué de salud en el planeta Japón. No es fácil de comprender, pero sí que podemos identificar que eso que solemos llamar belleza no está ausente, pero no por asaltarnos constantemente: en Japón puede que no haya tantas ocasiones de padecer el síndrome de Stendhal, pero será imposible eludir la impresión de que hay una búsqueda de la belleza, un deseo constante de una forma de vida poética, o al menos lírica. De Ory nos habla también de todos los rincones oscuros que esta sociedad de contrastes produce, porque ninguna forma social, nos viene a sugerir, posee del todo la razón.
Parece que la seguridad de lo esperado es uno de los fundamentos de la vida en Japón, de ahí el ritualizar tanto los gestos como el lenguaje. El libro es delicioso, bien equilibrado, a pesar de ser fundamentalmente informativo. Y nos lleva a cuestionarnos demasiadas cosas, como por ejemplo si no deberíamos arrojar sobre nosotros mismos esta misma mirada de asombro, y a continuación cuestionarnos todos esos valores que tenemos por absolutos.
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Autor: José Antonio de Ory. Título: Japón, el archipiélago de las estaciones. Editorial: La línea del horizonte. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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