“Hay otros mundos pero están en éste”.
Paul Éluard
Si el símbolo de la ciudad de Nápoles es el de la sirena Mergelina, el de la cercana ciudad de Pozzuoli o Puteoli era un músico, o mejor dicho, un trompetista llamado Miseno que se atrevió a retar a Tritón, tan seguro de su música estaba. Este Chet Baker de la Antigüedad era íntimo amigo de Eneas y, como cabía esperar, pagó con su vida el osado empeño. El héroe troyano, entonces, tuvo la idea de enterrar a su compañero bajo una gran roca que, adelantada sobre una lengua de tierra, desafiaba con su presencia geológica el rugido húmedo de Poseidón. La grandiosa tumba llevaría el nombre de su amigo muerto para que nadie pudiera olvidarlo. Así nos lo canta Virgilio en el Libro VI de la Eneida y así es como todavía hoy, seguimos nombrándolo.
Lo que no cuenta el poeta (él era un mercenario honrado al servicio de su emperador) es que antes de aquello este lugar, como casi todos los enclaves estratégicos del Mediterráneo, había sido colonizado por los griegos aunque no exactamente en ese punto sino un poco más al sur del golfo de Pozzuoli, entre la elevación del Castello y la punta del Epitaffio, al abrigo de una hermosa ensenada donde los talasocráticos helenos emplazaron la colonia de Cumas, cuyo puerto se vino a denominar Bayas por el nombre del timonel de Ulises, Bayo, cuya tumba el poeta helenístico Licofrón de Calcis localizó en este lugar .
—Felix quid accidit, qué afortunada coincidencia —exclamaría, falsamente sorprendido, Virgilio—. Y es que nada se crea ex nihilo.
Pero si somos justos debemos reconocer que la historia de Bayas era prácticamente desconocida hasta que, en el siglo II a. C. comenzó a ser frecuentada por personajes de la aristocracia romana.
En el curso del siglo I a. C. después de la victoria de Pompeyo contra los piratas que durante mucho tiempo amenazaron las costas de Campania, la reestructuración constructiva de la zona y las villas suntuosas hizo muy pronto de Bayas un centro balneario de élite, pues no olvidemos que esta zona era conocida como Campi Flegrei, es decir, tierra ardiente, rica en fenómenos hidrotermales. Tito Livio ya menciona el lugar por sus propiedades medicinales con el nombre de Aquae Cumanae cuyas aguas sulfurosas, aluminosas o ácidas y sus efectos beneficiosos para la salud eran conocidos desde los tiempos antiguos.
Entre otros, allí establecieron su residencia Marco Licinio Craso, Lucio Licinio Luculo, Pompeyo y el orador Hortensio. Hasta el mismísimo Julio César instaló su morada en el pico más alto del litoral, el actual Castello, desde el que dominaba toda la ensenada.
Aunque sin duda la consolidación de este lugar como punto de referencia del poderío romano cristaliza a comienzos del Imperio, cuando Marco Agripa, mano derecha del emperador Augusto, convierte a Miseno en la base naval más grande de la Armada romana, dando cobijo a la imponente Classis Misenensis, la más importante flota del momento.
Ya avanzada la época imperial, en tiempos del emperador Vespasiano bajo cuyo mandato, dicho sea de paso, vivieron y trabajaron los más lúcidos historiadores (Tácito, Suetonio, Josefo, Plinio El Viejo), la flota es puesta al mando de uno de ellos, el prefecto Plinio, que desde el cabo Miseno, un fatídico 29 de agosto de hace 1938 años asiste, incrédulo, a la erupción del Vesubio. Su sobrino Plinio El Joven nos cuenta que, queriendo observar el fenómeno más de cerca y deseando socorrer a algunos de sus amigos que se encontraban en dificultades sobre las playas de Nápoles, decide atravesar con sus galeras la bahía, partiendo del puerto de Bayas y llegando hasta Estabia (actual Castellammare di Stabia), donde muere asfixiado por los gases volcánicos del flujo piroclástico.
Como todo lugar donde se concentran riqueza y poder, Bayas fue alabada y criticada en equilibro de fuerzas intelectuales: exaltada por los poetas desde Horacio a Marcial, fue condenada por los moralistas, desde Varrón a Séneca, por la vida placentera, refinada y viciosa que allí se llevaba. Incluso Cicerón que la llamaba pusilla Roma ‘Roma en miniatura’, la consideraba un lugar de vicio y perdición.
Ajeno a las polémicas, el esplendor de la zona se mantuvo intacto incluso después del cierre de la base naval de Porto Iulius y tanto Capo Misseno como Bayas continuaron siendo emplazamiento de villas romanas lujosas y excéntricos proyectos: Calígula, que amaba las extravagancias, creó un puente de barcas entre Pozzuoli y Bayas para acortar la distancia que separaba las dos ciudades y Nerón (según Suetonio) llegó a concebir el fantasioso proyecto de construir una piscina desde Miseno al lago Averno, para recoger allí todas las aguas termales.
También esta hermosa tierra apartada del bullicio romano fue elegida como última morada por Marcelo, nieto del emperador Augusto así como por el emperador Adriano, Agripina o Escipión el Africano.
El esplendor parecía inagotable hasta que la naturaleza rugiente de esta región de la península itálica decidió su final. El progresivo descenso de la línea de costa causado por el bradisismo característico de estos Campi Flegrei, ocasionó el retraimiento de la costa marina así como la desaparición del lago Lucrino, originando el hundimiento progresivo del Porto Iulius, que tras una nueva sacudida tectónica en el S.XVI, quedaría completamente sepultado bajo las aguas y el olvido.
Poco a poco la zona se fue abandonando y la débil memoria de los hombres transformó el origen en mito, la historia en leyenda y el lujo en ruinas, hasta que una luminosa mañana de invierno, 400 años después, el piloto militar Raimondo Bucher descubrió desde el aire, anonadado, lo que parecía el trazado arquitectónico de una ciudad sumergida en las cristalinas playas de Baia. Al revelar las fotos aéreas, este piloto abría las puertas a esa especie de vértigo mágico que conlleva todo descubrimiento arqueológico.
Científicos políticos, historiadores y arqueólogos se pusieron manos a la obra y tras casi 30 años de esfuerzos, el 7 de agosto del 2002, quedaba oficialmente constituido el Parco Archeologico Sommerso di Baia, una especie de museo sumergido en el que se visitan, con el apoyo de diferentes empresas de submarinismo especializadas, los restos increíbles de esta Atlántida napolitana.
Gracias a todos ellos es posible ver el trazado de la estructura portuaria, las torres de ingreso en opus pilarum y algunos almacenes del puerto antiguo así como un fragmento de la Via Herculanea que se extiende unas 10 hectáreas a una profundidad variable de 2,50 a 5 metros aproximadamente.También se visita, bajo Punta Epitaffio entre sepias terrosas y peces piedra expertos en camuflaje, el Ninfeo, uno de los conjuntos más importantes del parque marino. Se trata de una lujosa sala perteneciente al palacio imperial destinada a los grandes banquetes descritos con todo detalle por Plinio el Joven.
En el silencio azul del Tirreno, las esculturas que dignamente se mantienen erguidas han perdido la solemnidad intimidatoria del mármol, metamorfoseadas en vigilantes extraños a quienes parece incomodar la presencia de estos seres envueltos en burbujas con sus ridículos trajes de neopreno. A veces las aletas levantan remolinos de arena dejando al descubierto fragmentos de pavimentos imperiales con su elegante decoración musivaria, inútilmente destinados ahora a las manos curiosas y a los pies ingrávidos de sus nuevos moradores flotantes. El mundo subacuático no pertenece a los hombres, que tal vez lo exploran con una punzada suave de allanamiento de morada. Hay un latido de incertidumbre extraterrestre que acompaña al visitante de estos lugares, como de certeza de ser objeto de observación de seres fantásticos que a regañadientes permiten esta intromisión curiosa en sus dominios. Flecos gelatinosos de anémonas danzan, coloristas, a nuestro paso, felices tal vez, porque presienten ya nuestra marcha que realizamos infinitamente despacio. Despedirse de este reloj azul sin tiempo no resulta tarea fácil.
Condenados al oxígeno de la vida emprendemos el ascenso a través de un túnel de burbujas cosquilleantes. Miro atrás por última vez y siento un pinchazo de nostalgia, como una especie de apnea histórica. Mientras asciendo hacia la luz pienso en Bayas envuelta en mar, en Pompeya cubierta de lava o en Troya escondida en un poema. Allí seguirían, inexistentes, si no fuese por la inquietud y la curiosidad del ser humano pero sobre todo si no fuese por los libros y las enseñanzas que éstos protegen, los misterios que ocultan, los secretos que atesoran esperando, pacientes, ser descubiertos por hombres y mujeres dispuestos a emprender la aventura de leer, es decir, de vivir no una, sino todas las vidas posibles hasta agotar la propia volviendo finalmente a la tierra que siempre será en ellos terra levis, pues sabrán que la han honrado con el respeto y la memoria que le adeudan.
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