Vaya por delante que para mí es embarazoso escribir sobre mi propia obra, airearla, justificarla; peor aún, venderla. Las mismas trabas me asaltan cuando me piden que lo haga acerca de un autor al que admiro y conozco bien su trabajo literario y, por lo tanto, ennoblece mis particulares liturgias. Cuanto más próximo me resulta ese autor, mayor es la parálisis que me invade, atendiendo, digo yo, a motivos inversamente proporcionales o directamente desproporcionados. En cualquier caso, difícil de justificar. Así es que, con este preaviso, me aproximo inocentemente a la reparadora exculpación.
Comencé a escribir Pequeño laberinto armónico a raíz de un asunto que se ha vuelto insoportablemente machacón. Me refiero al pretendido final de la literatura. En líneas generales, apenas creo en finales ni en principios, de modo que, en lo que a la literatura se refiere, no comparto el extendido temor a su extinción, salvo como excusa para hablar de los libros. Parto de la base de que si todo en este mundo está sujeto a las leyes irrevocables de la mutación o la metamorfosis, ¿por qué la literatura habría de ser una excepción?
Parece obvio que tarde o temprano lo que sí será sustituida —como ya sucedió a lo largo del tiempo en repetidas ocasiones— es la actual plataforma del libro; pero dicha sustitución, como no podrá ser de otra forma, traerá consigo el manejo de una nueva plataforma, pongamos por caso las tabletas. Por otro lado, pienso que mientras haya tres o cuatro palabras con que construir una frase, habrá posibilidades de conformar, al menos, un verso. Tranquilos, pues.
En fin, fue con semejante bucle de reflexiones que quise desahogarme iniciando una novela cuyo leit motiv se desarrollara a partir del actual —subráyese lo de «actual» para evitar toda tentación futurista o distópica— soporte del videojuego. Sabido es que en la actualidad los videojuegos, por regla general, se basan en peleas, guerras y destrucción, y eso parece servir para determinar un impedimento de cara a incorporar el hecho literario. Nada más lejos de la realidad. Baste recordar los inicios de nuestra narrativa: la epopeya de Gilgamesh, la Odisea y, sobre todo, la Ilíada, entre tantos. ¿No había en ellas periplos y beligerancias, batallas y muertes, sentimientos exacerbados y épicas; pese a todo, poesía, mucha poesía…? Sin lugar a dudas, donde cabe una explosión cabe una rosa; donde cabe una ciudad derruida caben los anillos de Saturno… Donde hay naves espaciales puede asomar una marquesa saliendo a las cinco.
Por lo tanto, mi propuesta en Pequeño laberinto armónico es esta: a partir de un videojuego se desencadena una historia de historias que se alimentan de sí mismas a través de nueve estancias (en el videojuego serían pantallas a superar). Un periplo-juego a través del laberinto que los dos protagonistas deciden atravesar como remedio contra la extendida apatía que envuelve a la ciudad de Eulalia, una vez perdida allí la maravillosa facultad humana de la imaginación. Como si para sortear la desidia nuestros protagonistas, Él y Ella, no hallaran mejor solución que internarse en una aventura viajera sin moverse de la mesa de un café. Transitando historias como si las viviesen en carne propia, haciendo íntima la ilusión, materializando la fantasía. Internándose, ellos y nosotros, en un relato que aquí me está prohibido, en buena lógica, desvelar pero que, al final, conformará un círculo cerrado que seguro nos hará pensar. Acaso el triunfo. Como triunfal es toda salida del laberinto, por más que ésta nos devuelva al punto de partida. O, por qué no, el triunfo de la literatura. Ojalá fuese eso.
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Autor: Fernando Fonseca. Título: Pequeño laberinto armónico. Editorial: Eolas ediciones. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro
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