El 15 de enero de 1920, hace hoy 105 años, desde las Cataratas del Niágara hasta el Río Grande, desde la Costa Este a la Oeste, en todas las poblaciones de los Estados Unidos se bebieron licores, destilados y cerveza en tamañas cantidades que no están en los escritos. Sí señor, aquello fue una borrachera colectiva y memorable.
En fin, en el Movimiento por la Templanza —algunos de cuyos miembros afirmaban que el desdichado expósito de Chicago era un hijo del diablo por su fisonomía bizarra— ya preparaban fuentes de rica y saludable agua potable: incolora, inodora e insípida. Se disponían a instalarlas por todo el territorio nacional, para que los sedientos pudieran saciarse en la vía pública. Y, en efecto, algunos de sus chorros aún siguen manando en las avenidas de Washington.
“Esta noche, un minuto después de las doce, nacerá una nueva nación”, declaró el senador Andrew Volstead, impulsor de la nueva norma, con optimismo: “El demonio de la bebida hace testamento. Se inicia una era de ideas claras y limpios modales. Los barrios bajos serán pronto cosa del pasado. Las cárceles y correccionales quedarán vacíos; los transformaremos en graneros y fábricas. Todos los hombres volverán a caminar erguidos, sonreirán todas las mujeres y reirán todos los niños. Se cerraron para siempre las puertas del infierno”.
El panorama hubiera hecho feliz a Carrie Amelia Nation, lideresa de la templanza, que se definía a sí misma como “un bulldog que corre a los pies de Jesús ladrando a lo que él rechaza” y entraba en las tabernas hacha en mano. Una vez allí, ni corta ni perezosa, hacía trizas cuanta botella se le ponía por delante. Estaba convencida de obedecer a un mandato divino. Pero si hubo una victoria pírrica hace hoy 95 años, ésa fue la de los abstemios prohibicionistas que pretendían imponer la sobriedad a hachazos.
Para empezar, la Ley Seca —como habría de pasar a la historia la Ley Volstead, por ser Andrew Volstead el senador que la impulsó— prohibió la producción, venta y transporte de bebidas alcohólicas, pero no el consumo en sí. Y además, había excepciones. Por ejemplo, se permitía el uso de alcohol con fines médicos, industriales o religiosos. En estas salvedades tendría su origen una de las trampas: el alcohol empezó a venderse en farmacias.
En los días previos a la prohibición, los ebrios venían haciendo acopio de bebidas espirituosas. Las colas en los almacenes y el resto de los establecimientos donde se expendían se hicieron notar en todas las ciudades norteamericanas. Don Luis Buñuel, a quien le gustaba el cóctel de Martini porque le permitía soñar, recuerda en Mi último suspiro, sus memorias (Plaza & Janés, Barcelona, 1983), que jamás bebió tanto como en sus visitas a Estados Unidos durante la prohibición. Y en esa noche como la de hoy, de hace 105 años, la sed de los soñadores se palpaba en el ambiente, desde las Cataratas del Niágara hasta el Río Grande, desde la Costa Este a la Oeste.
Sí señor, al caer las sombras la gente se agolpaba en bares y clubes, conscientes de asistir a la última noche en la que podrían beber legalmente. Por no hablar de los que llevaban dándole al frasco, hasta verlo vacío, desde primera hora de la mañana. Al ritmo del charlestón y todo aquel jazz, hermoso y rudimentario, las bebidas fluían con una rapidez nunca registrada. Las risas resonaban y el don de la ebriedad se prodigaba a raudales. No pocos estaban envueltos en esa sensación agridulce de las borracheras tristes. Hubo emoción, pero también una especie de despedida de una era.
Y sin embargo, el Movimiento por la Templanza no tardaría en tener que volver a recurrir a sus lideresas con las hachas. A partir del 16 de enero, cuando la Ley Seca entró en vigor, comenzaron a surgir los bares clandestinos y el contrabando de alcohol. La prohibición no eliminó la cultura de la bebida, sólo la empujó a la sombra, generando un auge en la delincuencia y figuras como Al Capone. Lo único que cambio fue el procedimiento. Pero llegó a beberse hasta el alcohol destinado a usos industriales. lo que provocó en algunos borrachos daños irreparables. Incluso esa famosa ceguera que aquejaba a los onanistas en la España en que el sexo era pecado. Así se escribe la Historia.
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