¿Cómo explicar el efecto de un deslumbramiento? ¿Qué hacer con la sobredosis de estímulos que llega de repente? ¿Dónde andaba escondida la sorpresa hasta entonces? ¿Cuándo cabe decirse que se ha perdido toda esperanza si luego aparecen libros que te llenan de dicha ante el surgimiento de lo inesperado? ¿Por qué nadie nos habló antes de Kjell Askildsen (Mandal, 1929), si lleva publicando regularmente desde 1953 en su noruega natal? ¿Quién es este ganador del Premio Nórdico de la Academia Sueca, el dos veces galardonado por el Premio de la Crítica, el mismo que se alzó con los premios Brage y Riksmål o el elegido por un jurado de especialistas como el mejor prosista noruego del último cuarto de siglo? ¿Cuántas alegrías se le deben a este puñado de libros, traducidos a una veintena de lenguas hasta la fecha? ¿Cuándo llegará de nuevo el fuego que traen consigo los cuentos de Askildsen y cuánto más podremos esperar sus fieles hasta ese anhelado regreso?
La obra de Kjell Askildsen es como el akvavit para los noruegos, un símbolo de la nación, producto de la destilación cuidadosa de los más insospechados ingredientes que, en la proporción justa, ofrecen alimento vital (aqua vitae) al mortal que se rinde a sus efluvios. Se trata de un aguardiente a base de patata, con peculiar sabor a comino y otras especias como el anís, las semillas de alcaravea, las de hinojo, el cilantro o el eneldo, y envejecido en barricas de roble usadas previamente para las soleras de jerez. La prosa de Askildsen acepta el símil con naturalidad, dado que la poética que la alumbra mucho tiene que ver con destilaciones sucesivas —esas que no producen resacas indeseables— en busca de la expresión exacta, medida, afinada, contenida, concisa, que jamás habrá que confundir con las formas de la escuela minimalista.
Hoy ya sabemos que ciertas peculiaridades del estilo de Raymond Carver, con quien frecuentemente se emparenta al autor de Los perros de Tesalónica, vinieron inducidas por la mano hábil de su editor y un clarividente manejo de las tijeras. Unidos a su vez a las estrategias intersticiales del maestro Chéjov, los cuentos de Askildsen contienen como en aquél una suerte de secreto que acostumbra a agazaparse entre líneas y pide ser confiado en el trato íntimo, sin prisa alguna y siempre con destellos de elocuencia que van apareciendo conforme pasan los días. De ahí que se trate de una prosa exigente, poco dada a los artificios de la inmediatez, donde no es que no pase nada, sino que lo que pasa es lo de siempre, pero contado como nunca. Parecería que estamos ante cuentos estáticos, sin apenas giros argumentales sorpresivos. Si acaso un ya me lo temía que deja al lector con la sensación de que nada puede hacerse que no se hubiera hecho ya en el interior del relato. Alguien ha dicho por ahí que Askildsen tiene truco, que así escribe cualquiera, el mismo lumbrera que ha tildado a Borges de trilero. También se decía que Hitchcock tenía truco, hasta que llegó François Truffaut para explicarnos la genialidad del director hecho esfinge.
El deslumbramiento al que me refería vino parejo a la llegada del nuevo siglo, cuando se publicaron de la mano de Lengua de Trapo un manojo de volúmenes que son el núcleo duro de la narrativa breve del escritor noruego: Un vasto y desierto paisaje (2002), Últimas notas de Thomas F. para la humanidad (2003) y Los perros de Tesalónica (2006). Luego llegó la selección Desde ahora te acompañaré a casa (2008, un puñado de cuentos a partir de su primer libro de relatos) y, ese mismo año, la antología Todo como antes, con el prólogo de nuestro querido y malogrado Julián Rodríguez, el mismo texto que ahora se rescata como epílogo de la edición de Nórdica que nos ocupa. Lo cierto es que la recepción editorial de la obra de Askildsen (sin novelas traducidas al castellano, si la memoria y el corazón no me fallan) se ha visto envuelta en una maraña de títulos que ha despistado a los que siguen como un culto su literatura. Cuentos que van y vienen de un libro a otro, rescates, reestructuraciones, ediciones de bolsillo, honrosas ediciones en tapa dura, varias recopilaciones de cuentos, la última No soy así: Cuentos, 1953-1996, Nórdica (2018), una editorial idónea para Askildsen, dada la poética que la alumbró desde sus inicios. Sería buena cosa que, ahora que parece que va a ser Nórdica la encargada de recuperar el catálogo del noruego, mantuviera a Kirsti Baggethum y Asunción Lorenzo como traductoras oficiales del autor de El precio de la amistad al castellano, labor en la que se han aplicado con excelencia desde hace ya cuatro lustros. Askildsen en español tiene sus voces.
Uno metería en el mismo saco en el que se mueve a sus anchas Kjell Askildsen a John Lee Hooker, a Thelonious Monk, a Miles Davis, y a cualesquiera que entiendan que los silencios contienen universos que merece la pena explorar. Que la ausencia no es carencia, sino suma. Que los espacios libres son el gesto de cortesía que ofrece un artista a sus receptores potenciales para que completen lo que las historias les proponen. Silencios que no son otra cosa que rellanos destinados a tomar aire, paréntesis para dejar volar la imaginación y hacer eterno el relato de unas notas o un párrafo. Algo así como la ilusión óptica con la que Vermeer nos muestra la famosa perla de aquella la joven tronie anónima, ese pendiente sin contorno ni engarce, logrado a base de pinceladas sueltas y blanco de plomo. La Gestalt lo veía como una regla de la representación y la interpretación —principio de cierre—, pero en estos artistas se reconoce como parte indisoluble de su filosofía, la misma que inspiraba la Teoría del iceberg de Hemingway, esa que nos habla de que todo relato contiene, o debería contener, una parte visible y siete octavos invisibles a los ojos. Y es que el concepto de opera aperta propuesto por el semiólogo Umberto Eco no salió de la nada, como ocurre con casi todo lo que existe bajo el sol.
En El precio de la amistad encontramos todo eso y mucho más, pese a que se trata de una colección de relatos que ha necesitado el refuerzo emocional de sus editores noruegos para que Askildsen los diera a la imprenta. Muchos de estos cuentos —escritos entre 1998 y 2004— llevan por título el nombre de los personajes que los protagonizan, a veces con la inicial de su apellido, otras con sus nombres completos, como si por momentos le pudiera el pudor a su autor, o simplemente para jugar con la verosimilitud, o con el de su suspensión, tanto da. A efectos de lectura, pocas diferencias le llegan al receptor ante cuentos como “Konrad T.” frente a “Willy Hassel”, ni hay matices entre “Gustav Herre” y “George” o “Marion”. Todos ellos funcionan con los mismos ingredientes que los hacen extraordinarios, enormes desde su aparente nimiedad, plenos en sabiduría vital, y nunca exentos de ironía, acidez y un alto grado de sarcasmo, que en no pocas veces roza con el cinismo más descarnado. Lo que prevalece en esta docena de cuentos es la captura de un instante en el mismo momento en que el magma bullente que genera el roce de las relaciones humanas rompe la capa que lo mantenía fuera del alcance del oxígeno exterior. Todos ellos comparten esos momentos «bisagra», donde la realidad se pliega tras un tropismo apenas imperceptible fruto del cual todo salta por los aires. Lo hace al estilo de los volcanes efusivos, que dejan escapar la lava por sus laderas sin la emisión de piroclastos. Todo sucede sin grandes explosiones, pero de algún modo la erupción avanza sin remisión hasta un lugar de no retorno. Se genera entonces una nueva realidad, donde la materia expulsada al exterior será la génesis para erupciones venideras y configurará el material de desecho con el que construir la nueva realidad de los hombres y mujeres que habitan en los cuentos de Kjell Askildsen, tan extraños por lo cotidiano de su honda humanidad, aunque con una disposición estoica a no atender a ninguna clase de esperanza, a fin de no caer en decepciones.
Como buen maestro de la elipsis, Askildsen evita subrayar el conflicto que late en sus historias, pero uno jamás sale indemne de ellas. Cuando un cuento empieza diciendo “Los martes, Konrad T. iba a ver a su padre”, ya puede uno prepararse, porque habrá herida. La profundidad será inversamente proporcional a la cantidad de páginas devoradas; esto es, al tiempo que lleve el lector frecuentando los libros del noruego. En ellos, sobre todo, los personajes preguntan y responden, que son las actividades que funcionan como motor para el avance del relato. A veces también se abofetea, se duerme, se camina o se lee (Viaje al fin de la noche, por ejemplo). Echarse a andar, para los seres que pueblan estos cuentos, ya es una aventura. La aventura. La otra vendrá dada por los estragos producidos debidos al paso del tiempo y al consiguiente distanciamiento de intereses y deseos. “La amenaza para una amistad era que la influencia recíproca cesara”, se dirá en un punto de inflexión del libro. Aquí los hermanos fingen estar enfermos para no asistir a un funeral familiar, los sobrinos no son sobrinos, sino hijos de los hermanos, y los cuñados los padres de esos hijos de hermanos. Desfamiliarización y desapego en toda regla, sin resentimiento ni dolor. Aquí, las cosas son así. Y punto. Personajes en su mayoría que han vencido cualquier sentimiento de culpa, y esperan resignados que los días lleguen a su fin, con la noche o con la muerte, como Gerhard P., que tras perder a sus padres en un accidente de coche, “se posó sobre él una tranquilidad que no entendía”. Pero se equivoca quien hable de parquedad y pobreza en la prosa de Askildsen. Si hay algo evidente es que todos estos cuentos piden una atención persistente e incansable para descifrar la parte invisible de cada uno de los icebergs que flotan en todos ellos.
“Ella estaba frente a él, con un lenguaje corporal más marcado que antes. Y cuando por fin se dio la vuelta y se marchó, se llevó el lenguaje con ella”. Un minimalista habría escrito esa frase de otro modo: simplemente, “se dio la vuelta y se marchó”. ¿A qué vendría hablar del lenguaje corporal y soltar una humorada que es algo más que un simple desahogo? Un minimalista jamás haría eso. Tampoco escribiría respecto a un personaje que había tenido “demasiadas pocas mujeres”. No es que sean pocas, nunca lo son; la clave está en «demasiadas». Un escritor escueto y áspero se lo saltaría. No así Askildsen. Él dibuja personajes que jamás dejan ver su yo oculto, aunque no le importa que muestren sus querencias mundanas, en particular su predilección por la bebida, con cafés que predisponen a la estimulación sensorial o alcoholes que van desde el vino y las pintas de cerveza (casi siempre a pares), al coñac o el whisky. En ese estado de ligera embriaguez perpetua en el que se instalan las personas que recorren estas historias falsamente breves, el autor hace que piensen, supongan, finjan, simulen, dialoguen o duden, que no den nada por seguro, pues la vida suele ser así, plena de incertezas. O no.
Robert Saladrigas escribió que Askildsen es “quizá, hoy por hoy, el más deslumbrante maestro del cuento europeo”, mientras que Fogwill habló de él como “un artista del narrar que ha creado un estilo indeleble” a partir de una ejemplar economía de medios. Parca como el sol de Noruega, pero hermosa como sus auroras, la prosa que reaparece en El precio de la amistad habla de la vida, o lo que es lo mismo, de la infelicidad, la angustia, el tedio vital, la infidelidad, los temores, los amores, la desesperanza… en fin, de cuanto le ha parecido pertinente rescatar al autor en las piezas que conforman su última mirada a sus congéneres. El libro se cierra con una ligera brisa y un sonido que coincide con la palabra que los noruegos reservan para los brindis. ¡Skol!
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Autor: Kjell Askildsen. Traductores: Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo. Título: El precio de la amistad. Editorial: Nórdica. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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