Once años después de la publicación de su última novela, Recado de un muerto, aparecida en 2013, Rafael Balanzá, que pasa por ser uno de los narradores más originales y genuinos del panorama literario español actual, saca a la luz Muerte de Atlante, un libro que, de entrada, lleva marcado a fuego el sello inconfundible de su autor que, lejos de haber elegido una línea literaria convencional, prefiere adentrarse, como un espeleólogo, en las galerías del alma de sus personajes, cuando no en las cloacas y las miserias del ser humano.
En primer lugar, se siembra la duda sobre si la muerte de la enfermera es natural o provocada, hasta desembocar, una vez obtenida la certeza de la violencia que se ha ejercido sobre ella, en lo que resulta más dramático e inquietante del libro: saber quién ha sido el responsable del asesinato, y, sobre todo, las ocultas razones que le han llevado a ello.
Rafael Balanzá juega con ventaja y lleva a su terreno, que él conoce a la perfección, la trama de este relato. Dicho de otra manera: acota el tiempo —sólo son unos días de navegación— y se ciñe a un espacio reducido: las estrechas dimensiones de un barco, en donde los pasajeros, cada vez más nerviosos, no tienen más remedio que encontrarse por los pasillos, en los estrechos camarotes, en la sala de máquinas, en el mínimo comedor o en la cubierta, en donde también resulta difícil esquivar la mirada de los demás.
La acción echa a rodar en un juego un tanto febril por buscar, por exclusión, al asesino o la asesina, para lo que es preciso volver al pasado y encontrar ahí las claves. El lector se convierte aquí en un privilegiado porque, frente a los propios personajes, tiene acceso al pensamiento de estos a través de los monólogos interiores. En el fondo nadie está libre de culpa, aunque sólo haya un único culpable. De hecho, a lo largo de estas páginas, el autor elabora toda una teoría de la existencia, en donde se llega a la decepcionante conclusión de que el hombre es el animal más fracasado del planeta, porque “la mayor parte de sus maquinaciones sobre el futuro resultan erróneas o fallidas”. No es, en todo caso, una novela en la que el pensamiento, muy bien elaborado, impida observar con nitidez los hechos ni vele el transcurso de los acontecimientos. Antes bien, las frases que van apareciendo de vez en cuando, dan sentido y explican mejor lo que sucede a bordo de la nave.
Alguno de estos personajes, al modo de Pirandello o de nuestro Miguel de Unamuno, pasando por la magia del gran Borges, comienza a sospechar que, en el fondo, forma parte de un juego al que se ve sometido contra su voluntad; una especie de Reality show en el que estos cinco tripulantes se han convertido en conejillos de indias, en víctimas que son observadas a través de un microscopio instalado en un diabólico laboratorio. Balanzá aprovecha la ocasión —se lo pone a sí mismo en bandeja— para arremeter contra la falta de escrúpulos de las diversas televisiones que son capaces de ofrecer en directo, hasta extremos increíbles, el sufrimiento humano a cambio de obtener una buena cuota de pantalla y unos pingües ingresos en publicidad. Todo por la pasta.
Aunque no hacía falta que el autor insistiera en ello —pero siempre es un recurso para orientar al lector—, Balanzá deja patentes, una y otra vez, los efectos perniciosos que produce un lugar cerrado, ese ambiente de recelo y violencia contenida en donde, finalmente, emerge la violencia y se llega a extremos insospechados, pero verosímiles. Entre Esperanza, Adrián —que lee por su cuenta la novela titulada El secreto de los atlantes, obra de fantasía mitológica, conectada, sin duda, a la acción del relato en el que se halla inmerso—, Carlos, Daniel y Bernardo, destaca este último, que, aunque de apariencia pusilánime, lleva a sus espaldas, como un insoportable fardo, un pasado tormentoso que será determinante en sus acciones posteriores. Sin olvidar a la propia Fernanda, cuyo cuerpo sin vida yace en un congelador a la espera de lo que resuelvan las autoridades que se ocupen del caso. Fernanda, desde su inexistencia, también cobra vida en estas páginas. Su figura, conforme nos llega la información de su pasado, va cobrando una dimensión espectral y fantasmagórica que termina por envolver y contagiar al resto de personajes.
Tampoco hay que descartar el papel que representa la embarcación. Su silencio, mientras su quilla corta las aguas y su proa enfoca al este, empieza a resultar amenazador y antinatural. El monótono rumor de su máquina en funcionamiento, que acalla cualquier indicio de vida humana, se convierte en una especie de música que anuncia la muerte. La imagen que se nos presenta, ya en las últimas páginas, es muy poco tranquilizadora: “el barco avanzaba despacio sobre un agua tan espesa como la gelatina, bajo una bruma cargada de triste y sucia mortandad”.
En Los premios, la genial y temprana novela de Julio Cortázar, cuya acción también transcurre a bordo del Malcolm, uno de los personajes allí atrapados, llega a la conclusión de que, en el fondo, el barco no es demasiado diferente a Buenos Aires, cada vez más “funcionalizada y plastificada”, con más aparatos eléctricos en la cocina y más libros en la biblioteca. El simbolismo es evidente. Y en Muerte de Atlante, que no le va a la zaga, también se impone un análisis profundo y pormenorizado del verdadero significado que comporta, más allá de lo que aparece plasmado en estas páginas, como un mecanismo autónomo e impredecible.
Rafael Balanzá, con una prosa ciertamente cuidada, pulida y elegante, aunque con esa austeridad y esa parsimoniosa calma que caracterizan su reconocido estilo, nos regala, además, un final espléndido, magistral, sólo al alcance de los que saben hacer de la literatura un arte verdadero.
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Autor: Rafael Balanzá. Título: Muerte de Atlante. Editorial: Algaida. Venta: Todostuslibros.
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