En Una canción de muy lejos (Blackie Books), escrita por A.F. Harrold e ilustrada por Levi Pinfold, Nick tiene un secreto. En el sótano de su casa suena una canción misteriosa. Y es mejor que nadie sepa de dónde sale esa música. Cada día en clase ve a Frank, una niña que también tiene un secreto. Se siente sola, pero no quiere contárselo a nadie. Una tarde, Nick descubrirá el secreto de Frank. Y ella el de Nick. Pero todos los secretos entrañan peligros: en ese sótano hay ventanas que dan a otros mundos y seres que desean atravesarlas. Y solo Nick y Frank pueden detenerlos.
El autor, A.F. Harrold recita para adultos y para niños, en cabarets y en colegios, en bares y en festivales, al aire libre de la campiña y en teatros urbanos y rurales. Nació en Inglaterra en 1975 y desde entonces ha acumulado libros, sombreros, ideas y una imponente barba, que parece salida de una de las novelas de J.R.R. Tolkien, que tanto ha amado siempre. Sus poemas y libros ya se graban y emiten en la BBC, pero él sigue en su casa de Reading escribiendo sin parar, acariciando a sus dos gatos y mesándose la barba para tener nuevas ideas. Fue poeta residente del festival de Glastonbury y ganó el festival de slam en Cheltenham. Además de escribir poesía y prosa, también hace música. Algunos de sus ídolos son Maurice Sendak, Frank Zappa y Noel Coward.
El libro cuenta con una Guía de lectura para escolares.
Zenda publica las primeras páginas.
LUNES
Después de cenar, Frank cogió la bici y se dirigió al parque.
«No te entretengas», le dijo su padre.
En la mochila llevaba unos cuantos carteles. Eran folios A4 que su madre había fotocopiado en el trabajo, con una fotografía de Quintilius Minimus en el centro y las palabras gato perdido encima. Debajo, en letra más pequeña, ponía por favor, revisen casetas y garajes. si lo encuentran, llamen a…, y varios números de teléfono.
Dejó la bicicleta apoyada contra la valla, fue hasta el tobogán, sacó el primer cartel y lo pegó con un trocito de celo. El viento agitó el cartel, así que Frank añadió otra tira de celo por si acaso.
—¡Mirad! Se ha perdido un minino.
Se dio la vuelta y al instante se le encogió el estómago.
—¡Oh! ¿Fanzezca ha perdido su minino?
No era una pregunta amistosa. Quien la hacía, quien usaba ese horrible tonito que imitaba la forma de hablar de un niño pequeño, no era otro que Neil Noble. Era un año mayor que Frank, iba un curso por delante y la odiaba. Bueno, no; eso no era del todo cierto. No es que la odiase. Es que estaba obsesionado con ella. La buscaba, la perseguía en el recreo, fingía tropezarse con ella a la hora de comer, la seguía cuando ella se marchaba a casa. Y Frank no sabía por qué.
—¿No dices nada? ¿No me vas a contestar? —la chinchó—. ¿Qué pasa? ¿Se te ha comido la lengua el gato?
Se rio de su propio chiste.
Los dos niños que estaban detrás de Noble también se rieron.
Aquel par, Roy y Rob, siempre lo seguían a todas partes. Nunca hablaban demasiado, ni empezaban las broncas: solo escuchaban y observaban, eran el público del espectáculo de Noble. Si un buen día él desapareciese, ellos se quedarían pasmados, sin saber qué hacer. El que mandaba era Noble.
—N-n-no —tartamudeó Frank.
Y se odió a sí misma por tartamudear.
Los niños se rieron y la miraron de forma amenazadora, achicando los ojos.
En casa, Frank nunca tartamudeaba. En el colegio nunca tartamudeaba. Nunca tartamudeaba en ningún sitio, salvo en situaciones como aquélla.
Noble cogió una esquina del cartel que Frank acababa de pegar y lo arrancó del poste metálico. Lo rompió en mil pedazos.
—¿Cómo se llamaba tu gato muerto? —preguntó mirando alrededor.
Frank comprendió varias cosas, todas a la vez.
La primera era que, si no contestaba, Noble seguiría chinchándola y molestándola con más pre guntas. Quizá empezara a inventarse nombres estúpidos, nombres groseros.
La segunda era que, si le decía cómo se llamaba su gato, él se reiría, porque por lo general los gatos tienen nombres normales, nombres aburridos como Ratón o Douglas, y no nombres elegantes y majestuosos como Quintilius Minimus.
Y la tercera era que el corazón cada vez le latía más deprisa y le temblaba el estómago. Tenía miedo. Le daba miedo él, le daba miedo lo que pudiera hacer a continuación; pero también le daba miedo que tuviera razón y Quintilius Minimus estuviera muerto. Ella quería ahuyentar esa idea de su mente, pero aun así…
Y entonces, casi sin pensar, hizo lo peor que podía hacer: intentó mentir.
—Se llama… —dijo, pero no se le ocurría ningún nombre, ninguno de gato normal y corriente, y la pausa fue alargándose mientras el niño arqueaba una ceja, se acariciaba la barbilla y clavaba sus ojos en los de Frank. Y entonces ella desvió la mirada y dijo—: Se llama He-He-Hector.
—¿He-He-Hector? —repitió Noble—. ¿Puede haber un nombre más pi-pi-pijo? —Resopló con desdén—. ¡Ay, Hector! ¡He-HeHector! —gritó, como si llamara al gato para que entrara en casa.
Sus dos compinches lo imitaron.
—Vamos a ayudar a la pequeña Fanzezca a buscar su gato aristocrático. Recordad, chicos: sed muy educados.
Los tres empezaron a dar vueltas por el parque, de puntillas, mirando entre los columpios y en el tiovivo, detrás de los bancos y debajo del tobogán, llamando al gato:
—¡Hector! ¡He-He-Hector!
Frank se quedó ahí, completamente quieta, siguiéndolos con la mirada. Se sentía muy pequeña por dentro.
Si intentaba correr hasta su bicicleta para huir pedaleando, ellos la seguirían. Y corrían más que ella, porque tenían las piernas muy largas.
—¡Hector! ¡Ay, Hector!
—¡Sir Hector!
—Lord Hector de Devonshire, ¿dónde está usted?
Al final pararon. Noble volvió junto a Frank.
—No hay ni rastro de él, lo siento mucho. Aunque claro, es muy difícil que un gato muerto te conteste, ¿no?
—Espera, Neil —dijo Rob.
Roy soltó una risita.
—¿Qué pasa? —preguntó Noble.
—Me padeze que lo he encontrado. Mira.
A pesar de todo, durante un segundo, o una milésima de segundo, Frank sintió algo parecido a la esperanza.
—Acuérdate de quiénes son, acuérdate de dónde estás —le dijo su estómago para devolverla a la realidad.
Rob sacó una cosa de una papelera y la sostuvo en alto. Era una bolsa de plástico pegajosa y agujereada, llena de quién sabía qué porquería apestosa que se escurría hasta el borde. Las moscas revoloteaban a su alrededor y, de pronto, algo parecido a un pañal resbaló de su interior y cayó al suelo con un fuerte «¡plaf!».
—Por favor, Rob —dijo Roy—. Qué asco.
Rob agitó la bolsa, que chorreaba, frente a su amigo.
Unas gotas de líquido de basura gris salpicaron la camiseta de Roy, que dio un grito y se apartó de un brinco, dando manotazos y arrugando la frente.
Noble se echó a reír. Por lo visto disfrutaba tanto con las jugarretas que se hacían entre ellos como con las que les hacían a los demás.
—Venga —lo aguijoneó—. ¡Dale! ¡Ja, ja!
Pero entonces volvió a concentrarse en Frank.
—Un momento —dijo, y juntó las cejas como si acabara de tener una idea—. ¿Tu hermano no se llama Hector?
—¿Fraaank? —le susurró su estómago, preocupado.
Y, por si pensaba que no podía sentirse más pequeña, o más desgraciada, o peor, Frank se dio cuenta de que Noble tenía razón. Su hermano pequeño solo tenía cinco años y ella, por culpa del pánico, se había olvidado por completo de él. Se había quedado en blanco, muda, y sin embargo ese nombre, el nombre de su hermano, había encontrado el camino para ir desde su cerebro hasta su lengua.
No dijo nada y agachó la cabeza. Tenía ganas de llorar, pero contuvo las lágrimas.
—Sí —confirmó Rob—, es amigo de mi hermano pequeño, Sid. Hector estaba en su fiefta de cumpleaños la zemanapazada.
Noble se quedó mirando a Frank con los pulgares enganchados en el cinturón. Ella, cabizbaja, notaba cómo se le clavaba su mirada.
—¿Sabéis qué creo? —dijo Noble al cabo de un momento con una risita amenazadora—. Creo que nos ha tomado el pelo. Me parece a mí que no hay ningún gato que se llame Hector, y que nunca lo ha habido. Que se lo ha inventado. ¿Nos has mentido, Fanzezca? ¿Has mentido a tuz amigoz?
Frank no contestó. Se había quedado petrificada.
—¿Eh? ¿Eh? —la azuzaron los niños. Frank estaba mareada.
—¿Eh? ¿Eh? —continuaron ellos.
—Sí —respondió por fin, en voz muy baja.
—Grave error —masculló su estómago.
Riendo entre dientes, Neil Noble se agachó y cogió del suelo la mochila de Frank, que ella tenía entre los pies.
Noble sacó los carteles y se los dio a sus amigos.
—Tomad, chicos. Al fin y al cabo, ella ya no los necesita.
Empezaron a romper los carteles en trocitos mientras Noble hacía girar la mochila por encima de su cabeza asiéndola por una correa.
—Basta —dijo Frank, que por fin había conseguido reunir un poquito de valor.
—Te estás luciendo —se lamentó su estómago—. Cualquiera diría que es tu especialidad.
—¡Oh! —dijo Noble imitando a Frank, con una voz aguda y temblorosa que no se parecía nada a la de la niña—. ¡Bazta! ¡Bazta!
Y entonces lanzó la mochila.
Los dos la vieron volar a cámara lenta, surcar el cielo y aterrizar con un golpazo entre la mata de ortigas más densa y más oscura de todo el parque.
Noble levantó las manos y abrió mucho los ojos fingiendo preocupación.
—¡Ay, no, chicoz! —dijo con voz chillona—. ¡Zerámejod que nozvayamozantez de que ze enfade!
Y, riendo, se marcharon del parque.
Frank se quedó al borde de las lágrimas, al borde de un precipicio. Los oía reír detrás de ella. Pero enseguida dejó de oírlos, y el parque volvió a quedar en silencio.
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Autor: A.F. Harrold. Título: Una canción de muy lejos. Editorial: Blakie Books. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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