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Una casa que es el mundo entero

Una casa que es el mundo entero

El mundo siempre está partido. Camina así porque no ha aprendido otra forma de hacerlo. Se quiebra todo el tiempo: entre la luz y la oscuridad, entre el interior y el exterior. Es un corte limpio, sin sangre: aparentemente, entre ambos lados nunca queda nada. Así, vivir se vislumbra como un ejercicio de equilibrismo, como un deslizarse de un lado a otro, intentando esquivar la mano enemiga que busca separarlos siempre. En él hay, pues, un riesgo físico, una amenaza que siempre persiste. En el hecho de vivir siempre hay peligro. Uno no sabe cuándo podría terminarse. Así, ante el miedo, Clara —la protagonista de La azotea, de Fernanda Trías, el primer libro publicado por una editorial debutante: Tránsito— decide tomar partido. Escoge el mundo oscuro, el mundo interior. Y lo escoge para siempre.

"Porque el universo de Clara está partido, sí. Y sin embargo, entre esos dos mundos distanciados se erige una brecha luminosa, un resbaladizo haz de esperanza: la azotea"

Sumida en un habitáculo de inexpugnable hermetismo, Clara afirma sentirse, por fin, viva. Asegura que no recuerda nada de su existencia previa, aquella en la que los postigos permanecían abiertos en las tardes de verano para que la luz invadiese las baldosas. Todo ese tiempo se lo arranca, como una cáscara inservible, abrazando su húmeda y nueva realidad. En ella vive encerrada, convencida de que todo lo que procede del exterior está dispuesto a hacerle daño a ella, a su padre y a su bebé —concebido, para perpetua desdicha del hombre enfermo, en un acto incestuoso que baña el relato de una velada desolación—.

Fernanda Trías extiende la sombra sobre el pequeño apartamento. Su escritura saltarina, en constante percusión, acaba por dibujar una atmósfera estancada, en la que el aire se solidifica y el miedo todo lo recorre. Ese trazo inmenso de penumbra se interrumpe, sin embargo, con la aparición de la brecha de luz que se sostiene entre ambos mundos. Porque el universo de Clara está partido, sí: existe la seguridad de su hogar y existe el terror que se esconde tras las puertas, donde augura la presencia de vecinos conspiradores y fuerzas policiales teatrales dispuestas a arrancarla de su peculiar equilibrio familiar. Y sin embargo, entre esos dos mundos distanciados se erige una brecha luminosa, un resbaladizo haz de esperanza: la azotea.

"Su prosa avanza hacia adelante en apariencia pero se retrotrae constantemente, reduciendo cada vez más el espacio, extinguiendo el aire poco a poco hasta crear un mundo minúsculo"

Y es que la azotea es capaz de sostener en sus manos la sustancia de ambos lugares: pertenece a su casa, claro, en tanto es parte de la estructura que la compone; es sin embargo indiscutible aliada del temible mundo exterior, porque en ella el aire es limpio y desde ahí se pueden ver las estrellas. Así que Clara se escapa a la azotea cuando cree que su pequeña porción de mundo está a punto de aplastarla, y allí, pese a estar fuera, se siente a salvo. La gente —la principal de todas las amenazas del mundo— permanece extendida en la lejanía, y ella puede respirar. Sin embargo, advierte que no existen elementos de sujeción que valgan: un paso en falso y se caería al vacío. Se desprendería de su vida elegida y moriría en brazos de lo ajeno.

Lo que propone Fernanda Trías, además del relato asfixiante de una mujer corroída por la envidia, desquiciada hasta la extenuación e invadida por miedos inasibles, es un recorrido en dirección inversa. Su prosa avanza hacia adelante en apariencia pero se retrotrae constantemente, reduciendo cada vez más el espacio, extinguiendo el aire poco a poco hasta crear un mundo minúsculo, inapreciable, en el que ningún ser humano podría ya existir. El descenso a los infiernos de Clara es el retroceso de cada uno en busca de sus inexplicables demonios.

"¿Quién no querría tener una vida salvaguardada, ajena al tiempo, protegida por un doble giro en cada cerradura y el postigo cerrado en cada ventana?"

Desde el momento en que renuncia a la azotea ante la amenaza de ser vista y juzgada, la esperanza se extingue definitivamente para ella. A partir de ahí, deambula, como lo haría cualquiera en ese estado de desposesión de uno mismo, de escalofriante desarraigo con el cuerpo, con lo físico. En brochazos de maestría prosística, Fernanda Trías es capaz de hacer que se alce la luz en un momento de la más aterradora bruma: en el propio delirio de Clara se proyectan imágenes fantásticas, levitaciones imposibles destinadas a alejarla para siempre de ese mundo cruel, cínico, violento del que intenta escapar a toda costa.

La oscuridad procede de dentro. Viene de los rincones inaccesibles de nuestra conciencia, aquellos que actúan sin control, que se desenfrenan si no tratamos de poner orden a tiempo. En La azotea el miedo mayor de Clara procede de la posibilidad de que otros penetren en su perfecto ecosistema: entre los escombros, las paredes mohosas y las tinajas de agua robada con las que se lava, ella sigue creyéndose foco de toda envidia. ¿Quién no querría tener una vida salvaguardada, ajena al tiempo, protegida por un doble giro en cada cerradura y el postigo cerrado en cada ventana? Así es como Clara se atrinchera contra sus propios miedos.

La azotea es una novela oscura, llena de parajes siniestros y encharcados en locura, pero encuentra momentáneamente pretextos para abrir las ventanas y que el mundo estancado se revuelva con un golpe de brisa; para que entre un rayo de luz y haga brillar a las motas de polvo que flotan en el ambiente. La deconstrucción de Clara es un recordatorio perenne, nunca verbalizado sino ejercido a pulso, con medida y convulsionante prosa, de que uno, por mucho miedo que sienta, nunca debe perder la oportunidad de salir a la azotea. Y respirar, aunque sea un rato.

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Autora: Fernanda Trías. Título: La azotea. Editorial: Tránsito. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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