Si hubiera que escoger un símbolo que condensara el sentido de Una chica tan ligera y una chica tan pesada sería un espejo. De hecho, la condición especular del álbum de debú de la artista surcoreana Kirim Nam aparece reflejada en el propio título de la obra, que se gemina a uno y otro lado de la conjunción copulativa “y”.
Esos mundos son un firmamento despejado, a la intemperie, y un espacio terrestre atiborrado y urbano (edificaciones, vehículos, rostros enigmáticos, árboles desnudos…). Ambos comparten una tonalidad gris en la que resalta la doble y frágil figura de las muchachas, una silueta blanca de cabello negro a uno y otro lado de este horizonte. Sobre ella se construye la historia de este álbum (“Hubo una vez una chica tan ligera… Y una chica tan pesada…” —el texto se presenta en la cabeza y en los pies de esta “pantalla vertical”, se lee desde la cúspide hasta el punto más bajo—).
Es una historia que refiere una pérdida, una crisis, una ruptura. Las figuras de la chica ligera y la chica pesada que aparecían cogidas de la mano al principio se separan por hacerse insostenible la unión, sujeta al desaliento por los espacios vacíos y el cansancio extremo de la vida mundana. La tensión entre el mundo liviano (el reino etéreo de los espacios vacíos: la imaginación, el espíritu, etc.) y el mundo grávido (el reino de los cuerpos y de los ruidos y del trabajo) acaba desbaratando la integridad, rompe la unión de las dos figuras.
Este es un tema importante en el mundo moderno y en la sociedad de los individuos. Un tema que se agudiza en el espejo de los artistas, sometidos intensamente a esta tensión, a esta vida entre el cielo y el suelo. Un ejemplo notable en la tradición española lo encarna Juan Ramón Jiménez. Su libro Diario de un poeta reciencasado trataba, básicamente, de esto: de la ruptura entre un mundo idílico (la tierra natal, la pureza imaginaria) y un mundo nuevo (la vida adulta, el compromiso en el gran mundo de la urbe), el difícil equilibro del individuo en la crisis que supone la convivencia de una y otra facetas de su vida. Juan Ramón Jiménez encontraba una metáfora de posible encuentro en la lámina del agua: filo donde se reconcilian lo vertical y lo horizontal (el cielo se refleja en el “suelo” del agua). Así lo escribió en su diario neoyorquino: “Es el cuerpo como una carne gloriosa que está esperando, en su centro, la resurrección de su alma muerta en el reino de la realidad, es decir, de la fantasía. O que el cuerpo es el paisaje de tierra y el alma es el cielo crepuscular…”).
Kirim Nam parece haber encontrado una solución similar (y aquí vuelve hasta nosotros el símbolo del espejo). No se trata solo de una audacia formal. La condición especular del álbum de Nam tiene una dimensión estética. La historia de las dos figuras que tratan de reencontrarse, de recuperar el equilibro perdido, es la historia de una confesión. Si Juan Ramón optó por la forma confesional del diario, Nam ha dibujado un álbum sobre una etapa anterior. Ahora comprendemos mejor la forma de pasado perfecto del comienzo de la historia, diferente al imperfecto habitual de los cuentos (“hubo”, en lugar de “había”). Se nos está contando un proceso completado, un cambio entre un yo pasado y un yo nuevo (característica fundamental del género de la confesión: la muerte de una forma vieja e insostenible de vida y el alumbramiento de una nueva).
La vida nueva que celebra Kirim Nam en este álbum es la del encuentro de un equilibro, un lugar donde el cuerpo que habita en lo etéreo tiene la suficiente masa como para reflejarse como sombra en la tierra grávida, material. Cada “semicuerpo” ha aprendido a convivir con el otro, se han puesto en su lugar. Superada la crisis, ambos se sostienen y forman una unidad completa. Eso es lo que vivió la artista y es lo que nosotros vemos reflejado en la obra: el principio de algo, el libro como lugar de encuentro.
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Autora: Kirim Nam. Traductor: César Sánchez Rodríguez. Título: Una chica tan ligera y una chica tan pesada. Editorial: Fulgencio Pimentel. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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