Hacía unos momentos que nos habíamos parado y doña Emilia seguía esperando a alguien. Yo no había querido preguntar a quién, entre otras cosas por no cortarla según se explayaba sobre una cuestión tan crucial como el feminismo, pero ahora por fin pude ver que se acercaba a nosotros un landó decimonónico descubierto, tirado por dos flemáticos caballos. Los conducía, fusta en mano, un hombre con chistera de edad avanzada, pelo grisáceo, cejas boscosas, patillas largas y ojos apagados. El tipo maniobró para que los dos caballos se echasen a un lado y los detuvo, consiguiendo que la puerta del vehículo quedase a la altura de la condesa.
—¿Y no podría acompañarla a casa? ¿No podríamos seguir con esta conversación?
—¿No ha tenido usted suficiente, hombre de Dios? ¿No hemos hablado ya de Galdós y las mujeres, que es por lo que todo el mundo me pregunta?
—Pues por eso mismo. Déjeme que explore un poco más el pozo sin fondo de su sabiduría. Es fama que su cultura es vastísima. Eso ya lo comprobaron en su día personalidades tan exigentes como Menéndez Pelayo o Clarín. Pero permítame que lo corrobore yo también, y las nuevas generaciones descubrirán todo lo que tiene usted que decir sobre muchas otras cuestiones. ¿Le importa si subo y la acompaño?
El cochero, sin volver la cabeza, soltaba un bostezo. La Pardo Bazán pareció dudarlo y al final se movió. Se corrió hacia el fondo. Me dejó espacio.
—Suba usted, ande.
—Muchas gracias —me encaramé al asiento.
—Manolo, ¡a casa!
—Allá vamos, señora.
El landó se incorporó al tráfico sin que a nadie le pareciera extraño ver a un coche de caballos en pleno centro de Madrid. Los automóviles nos abrían paso en torno a la Cibeles. De quienes andaban por la acera ninguno volvió la cabeza. Se acercaban las Navidades. Debían de pensar que era algún tipo de atracción o que estábamos importando de Sevilla la moda. Muy pronto pasamos por delante del palacio de Correos. Yo me empezaba a sentir muy cómodo en el landó. Era muy mullido el asiento. Subíamos hacia la Gran Vía.
—Bien, pues ¿qué más quiere saber usted?
—Hombre, todo esto es muy aristocrático —observé—, y usted también hizo alarde de aristocratismo en su vida. Pero sin embargo en sus novelas demostró mucha simpatía por lo plebeyo y lo democrático. Es una contradicción que no acabo de entender.
—Mire, yo llegué a ser condesa por mi literatura, no por mi sangre. La sangre que corre en mis venas es azul de tinta. A mí el título me lo otorgó Alfonso XIII en mayo de 1908 por mis méritos literarios, y yo lo ostento desde entonces con mucho orgullo.
—Como Valle-Inclán.
—Bueno, la diferencia es que marquesado de Bradomín se lo da Juan Carlos I en 1981 y no lo disfrutó en vida. Pero efectivamente, igual que Valle. Ni él ni yo éramos nobles de nacimiento, aunque ciertamente teníamos inclinación hacia lo nobiliario y hacia los ideales nobiliarios desde muy jovencitos. Mi casa era, si no noble, al menos de renta acomodada. Yo tuve una infancia dorada en Marineda…
—La Coruña. Digo para que el lector medio nos comprenda.
—Efectivamente. Así llamo a Coruña en mis novelas. A mi infancia no le faltaron juguetes. Unas Navidades recuerdo que los Reyes Magos me trajeron una locomotora comprada en el almacén Schropp porque en el año de mi nacimiento se había inaugurado la segunda línea ferroviaria española, la primera que nosotros podíamos usar, la que iba de Madrid a Aranjuez. Esa locomotora, llena de bombones y chocolate, metió en mi mundo los progresos de la ciencia.
—También tendría muñecas.
—No muchas. El recuerdo que guardo de mi infancia es estar vestida de raso, con tirabuzones, calcetines calados y zapatitos, sentada sobre un caballo enorme de cartón, embadurnado de ocre, con el que jugaba mucho. Lo prefería a las muñecas. Pero sobre todo leía todos los libros que podía y que mi padre me regalaba.
—¿Cuál fue su educación?
—La normal de la época. Mi madre me enseñó a leer y, ya en Madrid, acudí al típico colegio francés al que acudían todas las señoritas. Un general, Arturo Díaz Ordóñez, me enseñó matemáticas y algo de ciencias. Pero había más interés en que aprendiese a hacer calceta. Tuve una maestra de costura, como cualquier española. En definitiva, crecí entre Madrid y Coruña, leyendo mucho libro. Generalmente lo que me recomendaba y me pasaba mi padre: el duque de Rivas, Quintana, Fray Luis de León, Shakespeare traducido, Heine. Y muchos autores franceses. Hasta que me caso, claro, con diecisiete años. Eso me obligó a concentrarme en tener hijos y en la maternidad… Pero no lo lamento.
—¿A esos hijos los amamantó usted?
—Por supuesto.
—Digo porque no es muy aristocrático.
—En qué quedamos, ¿soy o no aristocrática?
—Pues yo creo que a ratos. Eso es lo curioso. En Los pazos de Ulloa, por ejemplo, claramente sí. Usted arranca con esa obra un nuevo género, casi, el de la novela galleguista. Es un género que continuará con enorme fortuna Valle-Inclán, pero usted le puso los cimientos. Está ya todo en Los pazos: caserones tristes y decadentes, los cruceiros, la Santa Compaña, los caciques crueles, los campesinos a cuál más rústico y libidinoso, vegetación asfixiante. Hay una atmósfera que usted es la primera en fijar. Y la óptica que adopta es claramente clasista. Las gentes del pueblo están cerca de la animalidad. La civilización es patrimonio de las clases pudientes. Ocurre igual en Madre naturaleza, donde los personajes plebeyos están sometidos a instintos incestuosos…
—Ya, pero también hablo de los caciques, y no puede decirse que los presente bajo una luz simpática.
—Porque son los malos aristócratas. A usted lo que le va es la buena aristocracia.
—Supongo que sí. No lo niego.
—Pero luego en La tribuna, otra de sus obras, cuando recrea usted la vida de las cigarreras de Marineda demuestra una enorme simpatía por lo plebeyo. Creo que ya hemos mencionado ese “¡Viva la República federal!” con el que cierra la novela. ¿Cómo me lo explica usted?
—Vayamos por partes. Aquí estamos juntando muchos asuntos: la aristocracia, mis novelas, mi marido…
—Es que su marido era carlista. Hay una foto muy conocida en la que se le ve vestido de tradicionalista, con la boina roja bien calada.
—Insisto en que vayamos por partes, porque todo se puede explicar si se avanza paso a paso. Procedamos con un mínimo de método, si le parece. Dice usted que mi marido era carlista, y es cierto. Mi padre también estuvo cerca del carlismo. Igual que mucha gente de nuestra condición en Galicia y en otras regiones. El carlismo tenía un aura romántica, envuelto en una serie de valores aristocráticos como la lealtad, que nos atraía y en el que yo nací y viví. Es el entorno del que salgo, y a partir del cual empiezo mi desarrollo…
—Su educación.
—Efectivamente, la educación es lo primero que colisiona con esos valores. No se olvide de que yo asistí a un colegio francés y que muy pronto me vi confrontada con los pensadores y escritores franceses ilustrados, muchos de ellos laicos y progresistas… Eso por no hablar de la ciencia, que siempre me atrajo. Todo ello me obligó a modernizarme, digámoslo así, a asimilar las ideas que estaban en el aire en aquellos años…
—¿Y la atmósfera de La tribuna?
—No me deja usted acabar mis frases, caballero. Luego empecé a leer novela y la propia estética naturalista, muy en boga en mi día, me llevó a interesarme por ambientes que en un principio no me eran conocidos. Yo me sentía muy cómoda en los salones burgueses que saco en Viaje de novios, Insolación o Morriña. Pero el tipo de novela que necesitaba España en mi época me pedía interesarme por la clase trabajadora, hacer una novela más social, y eso hice. Y ya me documenté en las fábricas para entender la vida de las cigarreras…
—Que la recrea usted francamente bien.
—Gracias. Y como hablando de aquella gente era inevitable darles las ideas que corresponden a su medio social, en este caso el gremio de las cigarreras y mujeres trabajadoras tan activas políticamente como mis protagonistas, era lógico que tuvieran afinidad con la República Federal. Pero eso no quiere decir que yo compartiera esa afinidad ni esa simpatía. Yo sencillamente hacía mi trabajo como novelista.
—Es curioso, porque usted parece progresista en algunas novelas y conservadora en otras.
—Por lo que acabo de explicar. Cada novela pide un tratamiento diferente.
—Morriña, desde luego, es inequívocamente clasista. Llamar Esclavitud a una criada no se lo perdonaría nadie ahora mismo. Ahí sí se nota mucho el prisma. Su punto de vista es el de una señora acostumbrada a tratar con criadas, pero hay que decir que consigue usted que se sienta una tremenda empatía por Esclavitud. Supongo que eso es talento.
—Es el oficio del novelista. Si uno no consigue que el lector empatice con los personajes, mal vamos.
—Pero llamarla Esclavitud no es muy políticamente correcto que se diga.
—Bueno, también en Doña Milagros y en Memorias de un solterón llamo al personaje femenino más importante Feíta, que es a la vez el diminutivo de “fe” y de “fea”, y es un alter ego mío. Si soy capaz de tratarme con esa falta de complacencia a mí misma, creo que me he ganado el derecho a hacer lo mismo con los demás.
—Galdós también tenía tendencia a dar ese tipo de nombres cargados de connotaciones a sus personajes: Torquemada, Estupiñá, Juanito Santa Cruz, Fortunata…
—Era la tendencia en la época.
—En definitiva, que usted se define más como una señora conservadora y aristócrata que como una naturalista progresista. Está usted más con Valera, casi, que con Zola.
—El debate sobre el naturalismo me resulta cansino. Yo lo único que dije en su día y seguiré diciendo es que en esa lucha perenne entre naturaleza y civilización siempre estuve con los valores de la civilización, y esos valores son los que han nutrido históricamente a la aristocracia, que es lo mejor de cada sociedad. La educación es lo que nos da. Recuerdo haberle leído en alguna parte a Madame de Sevigné que le gustaría vivir doscientos años para comprobar lo mucho que mejoraría, como persona cultivada, en todos los ámbitos. Hay que elevar al ser humano, siempre.
—Y sin embargo insisto en que en las novelas usted trabaja con material humano muy diverso. Su espectro es amplísimo.
—Las novelas son como la vida: en ellas hay que meter de todo. Hay novelas que son como mansiones aristocráticas, otras como un carnaval.
—Resulta sorprendente que a alguien que defiende los valores aristocráticos le guste tanto el carnaval.
—Porque es mera vacación. El carnaval es una infracción temporal de las reglas sociales. Es un momento en el que el capricho, la espontaneidad, la mofa, la ironía despreciadora de etiquetas y formulismos, etcétera, se abren paso, rompiendo la valla que les oponen durante el resto del año las conveniencias. Un carnaval sin plebeyismo no se concibe. Ningún carnaval puede ser meramente aristocrático. Hay países donde, mientras dura, los amos son criados y los criados amos. La alegría carnavalesca no es compatible con la rigurosa separación de clases. A ese respecto me gusta recordar el famoso cuento del rey a quien sus nobles piden que les acote un paseo público a fin de que no se mezcle con ellos el pueblo. “Así lo haré —contesta—. Solo siento que, establecido el sistema de que cada cual pasee con sus iguales, voy a aburrirme de muerte, pues tendré que hablar siempre solo”. Guste o no, nos tenemos que mezclar todos. Sin mezcla saludable no hay sociedad que aguante. Ni la española ni ninguna.
—Usted también tiene un cuento en el que el rey vive en un inmenso palacio congelado. Un día el médico le recomienda que abra la ventana y se asome al exterior. Lo hace y, efectivamente, eso le calienta. Animado, constata que el mundo no es tan feo como los cortesanos se lo pintaban, se une a su pueblo y gobierna feliz… Es curioso también que sus simpatías, cuando abre usted el objetivo, vayan a la clase popular pasando por encima de la clase media. Como autora es o aristócrata o demócrata, en sus obras, pero nunca mesócrata como Galdós.
—¿Podemos dejar de hablar por un momento de Galdós? El pobre ya está suficientemente triste viendo cómo lo malinterpretan como para volver a remover sus huesecitos. Estamos con mis ideas, no con las suyas.
—No lo volveré a mencionar, lo juro.
—Mire usted. La clase media es poco novelable, por anodina. Así, o se hace la novela de los próceres, o la de los golfos —dijo, ojeando a un mendigo postrado de rodillas a un lado de la Gran Vía—. En eso no ha cambiado tanto la sociedad española. La miseria nunca dejó de existir. El problema con la pobreza es que engendra gente de ningún provecho. La pobreza no tiene interés ninguno para el país.
—Me temo que me cuesta seguirle por ese camino.
—Pues será porque usted no es totalmente sincero consigo mismo. Usted ahora mismo está disfrutando de una conversación cultísima con una mujer como yo. ¿De verdad cree que podría mantener la misma conversación, no digo ya con un menesteroso, sino con cualquier modistilla o vendedora de una tienda de grandes almacenes? No seamos hipócritas: la cultura ha sido y será siempre patrimonio de las clases altas. No existiría la cultura sin la aristocracia. La aristocracia es la gran valedora de la cultura universal. Cuando la hace porque la hace, y cuando no la hace porque la patrocina. Somos los mecenas de la humanidad.
Anteriormente en Zenda:
- Una conversación con Emilia Pardo Bazán (I): Sobre Galdós
-
Una conversación con Emilia Pardo Bazán (II): La primera feminista
Próximamente en Zenda:
- Una conversación con Emilia Pardo Bazán (IV): El corazón literario de Emilia
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José Ángel Mañas es novelista. Su próxima novela, Una novela de bar en bar llegará a las librerías el 25 de marzo. Domingo Espinar va contándole su vida a un amigo escritor. En esas largas charlas, de bar en bar, le relata sus primeros amores, sus fracasos, habla de las personas que quiso, a las que perdió, sus primeros contactos con los movimientos sociales y hace un repaso por la historia político-social y económica de la España de las últimas décadas: desde el boom inmobiliario y la corruptela de algunos ayuntamientos, hasta su implicación en un proceso por violencia de género acusado por su penúltima esposa. No se puede tener una vida más completa ni un personaje más logrado. Después de haber ganado el premio Ateneo de Sevilla con La última juerga, Mañas deleita a sus lectores en la que posiblemente sea su mejor novela hasta la fecha.
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