Leer aquella placa en la fachada del número 35 de la calle de San Bernardo (“En esta casa vivió de 1890 a 1915 y escribió parte de su obra Emilia Pardo Bazán…”) no dejaba de producirme una cierta agitación interior. A Emilia no parecía molestarle, y el cochero, Manolo, no había abierto la boca. Dio la vuelta en la propia calle para que no tuviésemos que cruzarla. Nada más parar delante del portal se bajó, asintió parcamente a la frase de despedida de la condesa, se puso a liar un cigarrillo y nos ojeó a través de la puerta abierta de la finca mientras subíamos por las escaleras de una casa galdosiana de dos pisos con apariencia lóbrega y escalera oscura. Unos momentos después la Pardo Bazán empujaba una de las dos puertas en el piso principal, que compartía, explicó, con su madre. Entramos en su célebre salón azul.
Era difícil no volver la cabeza. En aquel salón tapizado de terciopelo celeste y adornado con espejos de marco dorado doña Emilia había recibido en su día a Menéndez Pelayo, Echegaray, Unamuno y Galdós, pero también a talentos más jóvenes como Ramón Pérez Ayala, que aquí le rendía igualmente pleitesía. Vi jarrones de Bohemia, barros de Alcora, una escultura barroca de Roldana, otra de San Francisco de Asís, así como por las paredes retratos de las dos hijas de Emilia pintados por Vaamonde. Todo estaba muy polvoriento y al tresillo lo cubría una sábana. En las vitrinas había porcelanas y muchos abanicos, por los que esta mujer sintió auténtica devoción. Pero lo que me quería enseñar era otra cosa.
—Esta es mi biblioteca, ¿qué le parece? —preguntó, ya cuando se hubo quitado el sombrero y la boa de plumas. Se detuvo delante de las estanterías. Alguna tenía cristalera—. Llegué a acaparar en vida quince mil volúmenes. De ellos han quedado aquí estos, quizás los que más me gustaban.
—No me diga que lo leyó todo —comenté, impresionado.
—Es la pregunta que hacen todos los paletos. Usted es, como yo, adicto a la lectura. Cuando se ha leído tanto se adquiere una facilidad para leer en diagonal. Yo no diría que los lee una sino que los engulle… Muchos de ellos, sí. Los que cabían en mi cerebro.
—¡Madre mía, qué cerebro el suyo!
—Esta es la sección de literatura francesa. Ya sabe usted que es la raíz de mi cultura. De hecho, cuando ya conocía bien la literatura francesa no había empezado aún con la española. Menéndez Pelayo me acusaba de tener una prosa afrancesada. Algo se tenía que notar. Claro que eso fue al principio. Después me hispanicé y conseguí forjar una de las mejores prosas del país.
—Se lo iba a decir, pero está claro que usted no necesita abuela.
—Soy mujer y he tenido que afirmarme. Ha habido tantas trabas en mi camino que he adquirido reflejos de autoafirmación. Eso a veces se confunde con arrogancia, pero le aseguro que nunca he sido arrogante. Lo que tengo es una gran conciencia de mi valer. Y ¿acaso es malo saber lo que se vale y afirmarlo? ¿Por qué iba yo, que he dedicado tantas horas de mi vida a la lectura, a no declarar que soy una mujer cultísima, cuando es cierto, y a no merecer el mismo respeto que cualquier hombre en ese sentido? ¿Por qué no podía yo haber sido académica, por ejemplo?
—Eso ya lo hemos discutido, condesa. No volvamos sobre cuestiones ya tocadas, porque el lector se aburriría.
—Bien, ¿y de qué quería hablar?
—Zola, Daudet, Flaubert, Maupassant, los hermanos Goncourt… —ojeé los lomos de los libros—. Tengo la impresión de estar revisitando La cuestión palpitante. De hecho, en ese ensayo usted hizo una especie de repaso general a la historia de la novelística. Desde las novelas griegas y latinas hasta las más contemporáneas en su día…
—Me faltó incluir a los novelistas rusos. Mire, ahí los tiene: Tolstoi, Dostoievski, Gógol, Pushkin, Turguéniev. Esos ya no pude leerlos en su idioma. Solo traducidos al francés.
—Pero leía usted el inglés, el alemán y el italiano.
—Sí, pero el que de verdad me gustaba era el francés.
—En todo caso, en La cuestión usted dio un repaso a las diferentes batallas estéticas que hubo en la historia de la literatura, empezando por la más espectacular, la del romanticismo contra el clasicismo…
—Es que el clasicismo produjo, a fuerza de corrección, una literatura incolora, artificiosa y pobretona. Los románticos llegaron a tiempo para abrir nuevas fuentes y verter la cultura en terrenos vírgenes. Fue una lluvia muy necesitada cayendo sobre una tierra ciertamente desecada. Una lee la crítica del romanticismo hecha por un clásico y es como leer la crítica del realismo hecha por un idealista, o la crítica del naturalismo hecha por un realista. Para los clásicos la escuela romántica buscó adrede lo feo y sustituyó lo patético por lo repugnante, la emoción por el instinto, sacando a la luz las llagas y úlceras más asquerosas, corrompiendo el idioma y empleando términos bajos y viles. ¿No diría cualquiera que se está hablando de La taberna, por ejemplo?
—No se me anticipe usted.
—Siempre me he identificado con Zola. A él le pasaba como a mí. Tenía fama de enfant terrible cuando lo que llevaba era una existencia burguesa y metódica, encariñadísimo con su familia. El problema con estas batallas es que muchas veces los críticos oyen campanas y no saben dónde. Agreden lo que piensan que son gigantes y a menudo son meros molinos de viento. La historia de las ideas estéticas está plagada de esos errores.
—Todo me suena muy a su Cuestión palpitante...
—Es que ahí volqué todas las ideas que había sacado de mis lecturas.
—Y se nota. Antes de llegar a Zola le da usted un repaso espectacular a toda la historia de la novela. Arranca diciendo que la primera forma de la novela es el cuento, algo en lo que estoy totalmente de acuerdo.
—El cuento no escrito, el oral. La narración popular es la base de todo. Y eso desde Esopo, que se dice que recorrió todo el Asia recogiendo fábulas. Él nutrió imaginativamente a La Fontaine, aunque La Fontaine aportó la prosa y la música, claro.
—También da un repaso a cómo se desarrolla el género en tiempos de los griegos y en la Edad Media, cuando triunfan las novelas de caballería que acaban con Cervantes. Y llega a uno de sus periodos favoritos, el barroco.
—Siempre he sentido una gran predilección por lo barroco. Es lo que yo buscaba en la prosa. Lo principal en mis obras no es el asunto sino el fuego, la magia de la expresión, la plasticidad, la sangre viviente. Mi prosa era una pintura rica en masas de color donde no hay nada anguloso ni duro. Mi temperamento me llevaba a una prodigalidad descriptiva afín al barroco y hasta a lo churrigueresco. Yo en el barroco veía vida y energía. Siempre tuve una debilidad por las esculturas y sus retablos. Igual en piedra no me satisface del todo lo churrigueresco, pero en madera tallada, pintada y dorada, me chifla.
—En el siglo de Oro supongo que alguien como Mateo Alemán será muy de su agrado…
—Sí, aunque a lo mejor demasiado intelectual para mi gusto. Ese fue el gran siglo español. Dejó mucha huella. En Francia nos imitaron y nos trajeron de vuelta el Gil Blas, Diderot y un montón literatura valiosa. La cosa se torció cuando llega Voltaire, que ya no me gusta. Voltaire tenía una intuición absoluta de eso que se llama genio del idioma, es indudable. Pero también un corazoncillo seco y encogido, arrugado como nuez añeja, que lo hace mal novelista. El novelista necesita más simpatía y un alma menos estrecha.
—¿Y Diderot?
—Es otra cosa. Es un artista de verdad, un artista que pinta con la pluma. Con él comienzan una serie de escritores coloristas en Francia que copian y reproducen la sensación. Diderot ya es más de mi gusto. Después viene mi amor de juventud, Víctor Hugo, a quien le eran más fáciles los toques de efecto que las pinceladas discretas y suaves. Un efectista maravilloso.
—Dumas no le convence nada.
—Dumas, el negligé, convirtió la ficción en una empresa industrial. Fue un abogado folletinista. Transformó la novela en un ente antiliterario donde el arte importa un bledo. Lo que interesa con él es únicamente saber qué pasará y cómo se las compondrá el autor para salvar a un personaje o matar a cuál otro.
—Ahí no estoy de acuerdo, pero bueno. Lo que sí compartimos es la misma pasión por Stendhal.
—Stendhal era sencillo en la forma, aunque refinado y sutil en el fondo. Zola le acusaba de no hacer personajes de carne y hueso, sino complicados mecanismos cerebrales. Algo de razón tiene. Pero también le reconoce, al igual que Taine, como el primer sicólogo de su tiempo. Stendhal analiza y diseca el alma humana como nadie.
—¿Balzac?
—La obra de Balzac es un monumento construido con todo tipo de materiales: aquí mármol y alabastro, allí ladrillo, yeso, arena, todo entreverado y confundido por la mano presurosa de un albañil que a trechos es insigne artista. El edificio, con los años, a partes se desmorona y se vienen al suelo los materiales viles. Pero nunca las magníficas columnatas de granito y jaspe que lo sostienen.
—De Flaubert mejor no hablamos, porque no comparto su admiración.
—Y lo entiendo. Hay un momento en el cual a fuerza de afilar la punta del lápiz, esta se le quebró.
—Tampoco comparto su admiración por los Goncourt. Pero en cambio estoy de acuerdo en la magia de Daudet. Hay un par de cuentos que están entre mis ficciones favoritas. La cabra del señor Seguín. Me imagino que lo conoce…
—¿Cómo no lo voy a conocer? ¡Qué maravilla de relato! Aquella cabra inquieta que no soporta estar encerrada, que quiere ver el campo y se arriesga a escaparse por allí por donde sabe que puede toparse con el lobo. La cabrita lucha valientemente con el lobo toda la noche hasta que, al llegar el alba, se entrega agotada. Pero pese a que sabe que va a morir, no lamenta haberse escapado. No puede haber un canto más bello a la libertad. Yo me identifico en todo con esa cabritiña imprudente.
—Es uno de mis cuentos favoritos. Y luego está El secreto de maese Cornille. El molinero que cuando todo el mundo se pasa a la maquinaria, en plena revolución industrial, se rebela y continúa moliendo harina como siempre. Sus vecinos piensan que debe de tener todavía muchos clientes, pero al final descubren que el hombre está arruinado y que si continúa es por no saber hacer otra cosa. Una metáfora perfecta para los escritores en los tiempos que corren.
—Y tanto. Habrá visto que le dedico palabras muy sentidas a Daudet en La cuestión. De todo lo que dije en ese libro lo único que lamento es haber hablado en exceso de Zola. No porque no fuera un gran escritor, que lo era, ni un grandísimo jefe de escuela, sino porque entre él y yo había bastantes más diferencias de lo que generalmente se piensa. Di pie a demasiadas comparaciones y la mayoría desacertadas. Zola, lejos de ser descuidado e incorrecto, peca si acaso a ratos de alambicado. Carece de sencillez, de naturalidad, y además no lo niega, sino que lo achaca a la leche romántica que mamó. Es un autor concienzudo y trabajadísimo con quien sigo teniendo mis más y mis menos. Todavía, cuando nos encontramos, discutimos broncamente sobre muchos asuntos y sobre todo de religión, en lo que seguimos sin estar de acuerdo. Pero es un gran escritor. Todo el siglo XIX francés es maravilloso. En él se dan los principales debates que han subsistido desde entonces en las letras. Ahí la literatura dio su do de pecho. Desde entonces no hemos dejado de bajar escalón tras escalón hasta llegar al estado actual. Pero la literatura francesa, ah, ¡qué ratos tan deliciosos me ha hecho pasar!
—Me deja usted deslumbrado, doña Emilia. Me desborda usted por los cuatro costados. Estoy a sus pies. Está claro que es usted un ejemplo de mujer humanista vitalísima, con una capacidad de trabajo extraordinaria y una erudición enciclopédica, oceánica. He leído en algún parte que lo que representó Menéndez Pelayo en el siglo XIX en hombre lo fue usted en mujer, con la diferencia de que Menéndez Pelayo no escribió novela, y estoy de acuerdo. Su creatividad no tuvo límites. Y gozó usted de una salud de hierro, como demuestran sus más de mil quinientos artículos. Una Lope con faldas la llamó, con mucho acierto, Pérez de Ayala…
Con faltas también, ja, ja.
—Bueno, Lope también las tenía.
Doña Emilia empezaba a sonreír por primera vez en lo que iba de día. Ya se relajaba y cada poco me tocaba la mano con familiaridad. A mí eso me animaba a continuar elogiándola.
—Porque es que a través de sus novelas, sus cuentos, que llegan al millar, y sus artículos, usted fue una testigo privilegiada y lúcida de la sociedad española de su tiempo. Encima vivió mucho: la sociedad isabelina, la revolución, la restauración, la regencia, hasta las mutaciones políticas del 98 que alguien describió como el gozne duro de una puerta mal engrasada dando paso a un nuevo siglo. El 98 anunciaba una regeneración a la que usted colaboró con cada artículo, pues siempre hizo un esfuerzo grande de reformismo, hablando de todo: revoluciones, guerras, fiestas, historia cotidiana, modas, comidas.
—Yo siempre le tuve un gran amor a España. Pero ahora acompáñeme, acompáñeme —dijo, cogiéndome la mano y tirando afectuosamente de ella.
Anteriormente en Zenda:
- Una conversación con Emilia Pardo Bazán (I): Sobre Galdós
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Una conversación con Emilia Pardo Bazán (II): La primera feminista
- Una conversación con Emilia Pardo Bazán (III): Una vida aristocrática
Próximamente en Zenda:
- Una conversación con Emilia Pardo Bazán (V): El españolismo de Pardo Bazán
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José Ángel Mañas es novelista. Su próxima novela, Una novela de bar en bar llegará a las librerías el 25 de marzo. Domingo Espinar va contándole su vida a un amigo escritor. En esas largas charlas, de bar en bar, le relata sus primeros amores, sus fracasos, habla de las personas que quiso, a las que perdió, sus primeros contactos con los movimientos sociales y hace un repaso por la historia político-social y económica de la España de las últimas décadas: desde el boom inmobiliario y la corruptela de algunos ayuntamientos, hasta su implicación en un proceso por violencia de género acusado por su penúltima esposa. No se puede tener una vida más completa ni un personaje más logrado. Después de haber ganado el premio Ateneo de Sevilla con La última juerga, Mañas deleita a sus lectores en la que posiblemente sea su mejor novela hasta la fecha.
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