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Una cuestión intrigante

Percy B. Shelley escribió: «Un hombre, para ser altamente bueno, ha de imaginar intensa y comprensivamente; ha de ponerse en el lugar de otro y de muchos otros; las penas y los goces de sus semejantes han de ser suyos. El gran instrumento del bien moral es la imaginación». ¿Lo es? ¿Es ese el gran instrumento? Parece ya un lugar común afirmar que la ética tiene que ver con ponerse en la piel del otro. Pero, ¿qué significa eso en realidad? ¿Nos podemos poner de verdad en el lugar del otro? ¿Y será acaso suficiente con eso para saber lo que debemos hacer?

A continuación reproducimos la introducción a En la piel del otro: Ética, empatía e imaginación moral (Plaza y Valdés), en la que Belén Altuna explica cuál fue el germen de esta obra.

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Resulta difícil rastrear la primera semilla de un libro, pero recuerdo que un día, cuando yo era adolescente, escuché en la radio no sé a quién —un artista, creo recordar— que la bondad era «cuestión de imaginación». Que solo los que tuvieran una gran imaginación para ponerse en la piel de los otros podrían ser —o intentar ser— «buenos»… Pienso ahora que este libro tiene tal vez como punto de partida inconsciente aquel momento. Porque esa idea me sorprendió, me intrigó y creo que durante décadas ha estado dormitando en un cajón de mi mente, esperando el momento de que la sacara y la pusiera sobre la mesa, de que la analizara y la escudriñara.

¿La bondad como una cuestión de imaginación? La siguiente vez que recuerdo haber encontrado esa idea fue cuando mi afición juvenil a la poesía me condujo a un breve ensayo de Percy B. Shelley, Defensa de la poesía (1840/1986: 35), donde se podía leer:

Un hombre, para ser altamente bueno, ha de imaginar intensa y comprensivamente; ha de ponerse en el lugar de otro y de muchos otros; las penas y los goces de sus semejantes han de ser suyos. El gran instrumento del bien moral es la imaginación.

Y continuaba afirmando que la poesía contribuye a ese efecto, pues «ensancha la circunferencia de la imaginación» y «fortalece la facultad que es órgano de la naturaleza moral del hombre, de la misma manera que el ejercicio fortalece un miembro».

Luego yo vería repetido ese argumento en innumerables ocasiones, no referido específicamente a la poesía, claro está, sino a toda forma de narrativa, y en especial a la novela. Que leer novelas y meternos en el pellejo de todo tipo de personajes, héroes o antihéroes, mujeres u hombres comunes o extraordinarios que viven toda suerte de aventuras, dramas, comedias o tragicomedias, que habitan continentes extraños y tiempos pretéritos, copresentes o futuros, que sufren, aman y luchan; en fin, el argumento de que ponernos en el lugar de personas y situaciones tan diversas no haría sino reforzar y ampliar el músculo de nuestra imaginación y que, en definitiva, eso no solo nos haría más cultos, sino, de alguna forma, mejores personas. Porque la literatura tendería a «extender nuestras simpatías», a «educar nuestro corazón y entendimiento, a crear introspección»; y, como escribía entusiasta Susan Sontag (2007: 184 y 211), adiestraría «nuestra capacidad para llorar por los que no somos nosotros o no son los nuestros».

En mi juventud leí grandes novelas. Me recuerdo encaramada a una roca, leyendo El cuarteto de Alejandría, de Durrell, mientras mis amigos se divertían en la playa; acurrucada en el sofá de casa mientras devoraba La montaña mágica, de Mann; o esperando el autobús mientras avanzaba a trompicones en La inmortalidad, de Kundera. Sin duda, esas y otras muchas lecturas forjaron mi introspección, aunque no estoy segura de que no viniera ya de fábrica. Viví —y sigo viviendo— la vida de otras muchas personas además de la mía: no puedo imaginarme la existencia sin novelas, sin películas, sin series, sin historias de otros-que-podrían-haber-sido-yo o que, de hecho, son un yo que no soy yo.

Pero pronto supe que lo que necesitaba era comprender, y comprender de manera conceptual y sistémica, amplia e integral, así que me sumergí en los estudios de Filosofía. Realmente, a lo largo de la carrera no creo haberme topado muchas veces con la idea de la imaginación, ni tampoco es que la tuviera yo muy presente. El concepto de racionalidad que ensalzaba el grueso de la tradición filosófica parecía excluirla de su ejercicio o, por lo menos, no le daba un papel principal. Solo más tarde, cuando me fui centrando más y más en la filosofía moral, es cuando supe que la imaginación y el ponerse en el lugar del otro habían sido especialmente alabados por los pensadores de la Ilustración escocesa. Que David Hume centró en lo que entonces se llamaba simpatía esa capacidad que nos unía con los demás y sentaba las bases de los sentimientos morales; o que, pocos años después, Adam Smith (2004: 50) escribiría:

La imaginación nos permite situarnos en la posición de otra persona, concebir que padecemos los mismos tormentos, entrar por así decirlo en su cuerpo y llegar a ser en alguna medida una misma persona con él y formarnos así alguna idea de sus sensaciones, e incluso sentir algo parecido, aunque con una intensidad menor.

Aquellos precursores dieciochescos tienen hoy sus continuadores en la filosofía moral, pero también en las diversas ramas científicas, desde las neurociencias hasta la psicología cognitiva. Si lo que uno quiere es comprender, es fascinante leer cómo se investiga empíricamente —de una manera más rica y sorprendente de lo que pudieran figurarse aquellos filósofos ilustrados— cómo nos entendemos unos a otros, cómo nos leemos la mente, cómo adoptamos el papel de otra persona.

Sin necesidad de adentrarse en esa literatura académica, ¿quién no habla hoy de empatía, un término que ha terminado por popularizarse y divulgarse por doquier? La idea de que nos permite ponernos en el lugar de otras personas, de imaginar y sentir cómo sería estar en su pellejo en una situación dada, es ya un lugar común; al igual que es una creencia difundida considerar que puede ser, por consiguiente, la fuente —o una de las fuentes principales— del comportamiento moral o de la conducta benevolente y justa.

Pero, si la bondad tiene que ver con el desarrollo de ese tipo de imaginación, ¿tendrá la maldad que ver con su ausencia? Hacia esa tesis parece apuntar, por ejemplo, la famosa teoría de Hannah Arendt en torno a la banalidad del mal, expuesta por primera vez en su obra Eichmann en Jerusalén. «Cuanto más se le escuchaba [al oficial nazi Adolf Eichmann], más evidente era que su incapacidad para hablar estaba estrechamente ligada a su incapacidad para pensar, en especial para pensar desde el punto de vista de otra persona» (1999: 77). Arendt hacía referencia aquí a la incapacidad para salir de la propia perspectiva y de verse a sí mismo y a la propia visión del mundo desde fuera, desde la perspectiva de otras personas, o desde la de un «observador imparcial»; es decir, Eichmann sería el ejemplo de alguien que está encerrado en una visión hermética y autorreferencial. Una forma de hacer mal, de hacer daño, banal —aunque en su caso fuera tan dramática y brutal— y, por eso mismo, una posibilidad siempre presente en los seres humanos.

Arendt enlazaría esta crítica con la idea del «pensamiento ampliado», que Kant había apuntado en la Crítica del juicio como esa forma de entendimiento que consiste en «pensar en el lugar de cualquier otro». El pensamiento propio se extiende o se amplía precisamente descentrándose de sí mismo y pensando, al mismo tiempo, bajo el punto de vista de otras personas, reales o hipotéticas, lo cual se desarrolla —insiste Arendt— gracias a la facultad de la imaginación.

Curiosamente, la línea Arendt-Kant sigue un planteamiento cognitivista, distinto al de la línea filosófica que arrancaba con Hume y Smith. Mientras que los primeros hablan de pensar, de razonar correctamente ampliando nuestra capacidad de discernimiento o juicio, los segundos hablan de sentir, de compartir a través de la simpatía (o la empatía, como la llamamos ahora) el estado emocional del otro, de comprenderle poniéndonos afectivamente en su piel. Cuando comencé a interesarme en serio por el tema que nos ocupa en este libro, me di cuenta, en efecto, de que tanto las tradiciones más racionalistas como las más sentimentalistas en torno a la moral hablan de que la sabiduría práctica, la sabiduría ética y política, consiste en gran parte en el cultivo de nuestra capacidad de salir de nosotros mismos, de descentrarnos y de considerar una situación dada desde diferentes puntos de vista. Un planteamiento básico que los pensadores afrontaban desde una multitud de perspectivas, desde las más afectivas hasta las más cognitivas, y con una profusión de complicaciones que me propuse —sin saber muy bien en lo que me embarcaba— estudiar.

Supongo que mucha gente podría decir que de lo que estamos hablando es, en el fondo, una obviedad. Que no hace falta leer tanto para saber que los agresores no suelen ser capaces de ponerse en el lugar de su víctima. Que un violador, por ejemplo, no solo no hace ningún intento de ello, sino que en absoluto puede o quiere imaginar lo que será de esa mujer después, en los días y los años venideros, en los que tal vez no pueda ya dormir sin despertarse aterrorizada, ni volver a confiar en los hombres que se le acerquen. Que un terrorista no imagina todo lo que está segando al arrebatar una vida, que no es una vida genérica y abstracta, porque no existe tal cosa, sino singular e irrepetible, llena de proyectos, miedos e ilusiones, con su red de relaciones, amores y desamores. Elaine Scarry (1999: 126) resume todo esto con unas palabras que son el oscuro eco de la cita luminosa de Shelley con la que hemos arrancado esta reflexión:

La capacidad humana para infligir daño a otras personas siempre ha sido mucho mayor que su capacidad para imaginarlas. O, quizás, podríamos decir que la capacidad humana para infligir daño a otras personas es muy grande precisamente porque nuestra capacidad para imaginarlas es muy pequeña.

Y bien, ¿pueden las cosas ser así de simples?

Apuesto que a la lectora o al lector ya se le han despertado, como me ocurrió a mí al empezar a pensar sobre ello, un cúmulo de dudas y preguntas. Mi primera intuición era que debía haber bastante de verdad en todas estas conjeturas. Pero al mismo tiempo no dejaban de chirriar las objeciones que, de buenas a primeras, saltaban a la vista, como seguramente les ocurra a los lectores.

Es por eso que el primer capítulo comienza precisamente afrontando algunas de esas objeciones principales. La reflexión en torno a ellas atemperará las más encendidas loas al papel de la imaginación en el ámbito moral. A pesar de ello, argumentaremos que sí desempeña un papel importante, que cumple unas funciones precisas, y analizaremos qué es lo que podemos entender por imaginación moral. Algo que va, por supuesto, más allá de la capacidad de adaptar el punto de vista de otra persona o ponerse en su piel, aunque es esa facultad la que priorizaremos en este estudio.

El segundo capítulo abordará la que, a primera vista, parecer ser la forma (moralmente) más prometedora de ponernos en la piel del otro: la empatía, y entenderemos, por lo tanto, la imaginación moral en el sentido de imaginación empática.

El tercer capítulo, en cambio, estará dedicado a explorar los argumentos de la tradición racionalista en filosofía y en psicología moral, una tradición que también insiste en la importancia de adoptar la perspectiva del otro, una asunción ideal de roles, pero entendiéndola como un proceso cognitivo, no sentimental.

El cuarto capítulo examinará la exhortación moral más común y la que más directamente relacionamos con ponerse en la piel del otro, la conocida como la regla de oro: «no hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti», o bien «trata a los demás como quisieras que te trataran a ti»; y analizará las formas de pedagogía moral que podrían impulsarla.

En el quinto, nos preguntaremos hasta qué punto la literatura, sobre todo, pero también otras formas de narrativa cinematográfica y audiovisual, entrenan y ensanchan nuestra imaginación y nuestro hábito de ponernos en el lugar de otros. Nos preguntaremos, así, por el papel moral de la ficción y de otras formas de experiencia vicaria.

Finalmente, el sexto capítulo estará dedicado a explorar los límites del ejercicio de esa imaginación moral. ¿Qué quería decir Günther Anders cuando sentenció que tenemos «el deber de ampliar nuestra imaginación moral»? En nuestra época globalizada, en la era de las mayores tecnologías disruptivas, con riesgos mundiales como la acechante emergencia climática, ¿no es esa imaginación más necesaria que nunca?

Queda desplegado, pues, el plano del edificio. He intentado dotarlo de cimientos sólidos y de ventanas amplias, de pasillos que desembocan en estancias diáfanas y conectadas entre sí, de salones que llaman a una humanidad común… Y esta es la invitación para que, desde este vestíbulo, subamos ya al primer piso.

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Autora: Belén Altuna Título: En la piel del otro: Ética, empatía e imaginación moral. Editorial: Plaza y Valdés. Venta: Página web de la editorial

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