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Una cultura milenaria

Una cultura milenaria

En mi única visita a Lima me sorprendió el cultor de la empanada argenchina, en un local de la parte colonial de la ciudad. Era de esos ancianos que conservan una vitalidad asombrosa, sin ocultar los signos de la edad. Iba y venía del mostrador, daba amablemente órdenes a los camareros, supervisaba las reservas y las mesas. Había pocos clientes. La vedette del menú era esa empanada de carne criolla macerada en salsa tamarindo. En algún momento recordé que en Perú, con sus costas al Pacífico, la cultura oriental había llegado tan lejos como para depararles un grupo terrorista de procedencia ideológica y armada china, Sendero Luminoso, y el presidente de origen japonés que afortunadamente los había derrotado, Fujimori.

Una esotérica batalla extemporánea entre dos némesis milenarias, en un escenario bélico con las rémoras de los incas, el Machu Picchu y los misterios precolombinos. Yo ya tenía suficiente con mis propios dramas atávicos, pero no podía dejar de pensar en que el líder de Sendero Luminoso, Abimael Guzman, (a) El camarada Gonzalo, había lanzado su “gesta revolucionaria” dejando perros ahorcados colgando de los postes de luz de la Capital, para demostrar su rechazo a las reformas económicas de Deng Xiaoping en Pekín, a quien consideraba un “perro revisionista”.

"Por algún motivo, se consideró a ese psicópata serial un disidente político armado, y tuvo miles de seguidores"

Por algún motivo, se consideró a ese psicópata serial un disidente político armado, y tuvo miles de seguidores. Me recordaba a los montoneros, al erp, también a Hamas… Los asesinos fundamentados de los últimos cien años. Chiflados con armas sedientos de sangre. Me pedí otra argenchina y un refresco incacola.

Los vectores ancestrales de incas y asiáticos habían competido en su esotérico y sanguinario ajedrez humano en un tablero del siglo XX, cuyas instituciones no tenían más que un par de años de existencia.

Cuando llegaba la cuenta, Mauro, el anciano maitre/dueño, pareció reconocerme. Yo creí que por el acento porteño, pero le hizo un gesto a la camarera y tomó asiento en mi mesa.

Escucharlo era mi retribución por dejar sin cargo la media docena de argenchinas y los dos vasos de incacola.

—Tenés razón —me concedió cuando le expuse mi hipótesis del conflicto entre el dragón y el samurai en los Andes—. Pero también de nuestro lado de la cordillera.

“¿Cuán importante son los nombres?”, se preguntó retóricamente. “Se llamaba Marisa. Era de una belleza superlativa. El nombre le quedaba chico. Todo le quedaba chico, en rigor. Yo también. Alguna vez escribiste que hay en algunas mujeres excepcionalmente bellas una cuota de locura: como derivado de un poder que no pueden terminar de manejar. En algo se parece a la locura revolucionaria. Y también se sienten atraídas por esa fuerza solo comparable con la del magnetismo feroz de la belleza: la pulsión de matar o morir. Se hizo maoísta, Marisa, a los 22 años, en la Argentina de 1972. 22, los patitos. Yo era su responsable político”.

"Pero Lin sabía por experiencia personal que la China de Mao era un infierno, y sencillamente no se hacía eco de las alabanzas de Marisa"

“Un chino de verdad, Lin, hijo del dueño del restaurant La Pagoda, donde Marisa cenaba o compraba para llevar con sus padres, entre los 16 y los 20 años, antes de hacerse ella misma “china”, inusualmente se enamoró de ella. No era habitual que un chino perdiera los estribos del dragón por una criolla. Pero Marisa se las traía. Personalmente, no conocí ningún hombre que no se haya enamorado de ella. Eran otros tiempos, también”.

“En lo único que podía pensar era en poseerla. Todo lo demás era apenas una coartada. Desde que la conocí fue mi única causa. Lin se las arregló para conversarle, y era el único que realmente conocía China. No se atrevía a contradecirla, por temor a que Marisa le retirara la palabra. Pero Lin sabía por experiencia personal que la China de Mao era un infierno, y sencillamente no se hacía eco de las alabanzas de Marisa”.

“Pero yo conseguí un viaje en conjunto con Marisa a Pekín. Por ese entonces no era imposible. Los chinos nos entrenaban, nos acompañaban. Conocimos “camaradas” de Corea del Norte. En las cercanías de la Ciudad Prohibida, casi por arrebato, tuve por primera vez a Marisa. Te diría que no le dejé otra opción. No era fácil estar en China, sola, sin idioma. Aproveché mi oportunidad. Pero regresó totalmente decepcionada con la “dictadura del proletariado” de Mao, y de algún modo conmigo también. Parecía como esas clásicas mujeres que se aburren de su partenaire después de haberlo conocido en la intimidad. Yo no podía permitir esa osadía”.

"A veces pienso que la humanidad en sí deviene de un pecado anterior, de más de miles de años atrás"

“De regreso en Baires, con nuestro modesto arsenal, nuestro entrenamiento militar, y los modestos fondos aportados por el Gran Timonel, Marisa porfiaba, hociqueaba, dudaba. Pero ya sabía todo de nosotros, de la organización, de nuestros remotos pero comprobables vínculos con China. Ya no podía dejarnos. Y su cercanía a Lin, un contra revolucionario, la volvía más peligrosa. Un propietario, pensaba yo entonces, el heredero de La Pagoda”.

“De algún modo logré convencerla de que todas sus desdichas provenían de la cercanía a Lin. El hijo de los dueños de La Pagoda, por su conveniencia de clase, un propietario, un burgués, un opresor del pueblo chino y argentino, la desviaba. Debía auto criticarse”.

“Finalmente asesiné a Lin”, confesó Mauro.

—¿Cómo? —pregunté, sintiéndome estúpido, porque había escuchado perfectamente.

—Lo envenené. Solo Marisa y yo lo supimos. La convencí de que sus dudas eran por culpa del revisionismo de Lin. En realidad, fue el modo de atarla para siempre a mí, como cómplice de un asesinato. Absurdo. La importancia de los nombres. A mí mismo siempre me lo conté como “el chino expiatorio”.

—El chino expiatorio —respondí idiotizado. Mauro asintió.

—La pobre Marisa nos dejó hace diez años, de una enfermedad incurable —abrió Mauro una sonrisa que no supe si definir como triste—. Ya no era aquella.

—No sé —dijo tras mirar un rato el aire en silencio—.  A veces pienso que la humanidad en sí deviene de un pecado anterior, de más de miles de años atrás.

Pensé durante un rato en la composición de las argenchinas y me asaltó una súbita nausea. La salsa tamarindo como sangre. El verbo macerar. Pagué la cuenta que supuestamente me habían condonado. Mauro no pareció sorprenderse cuando me marché sin saludar.

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