No lo vas a creer, Cuarentenario, pero hoy en la mañana pensé mucho en ti. Estaba corrigiendo el otro libro y descubrí, para mi espeluznado desconsuelo, que contaba dos veces un mismo episodio. Ángulos y palabras eran muy diferentes, pero como decían los vaqueros: esos dos textos no cabían en el mismo pueblo. Y fue entonces, te digo, que me acordé de ti. ¿Cabe en un diario aquello que era parte de un libro y debiste amputar igual que el sexto dedo que no habría encajado en guante alguno? Perdona que interprete tu silencio: dejo aquí los dos párrafos, no sin algún sonrojo, sobre el oficio de escribir novelas:
No son pocas las veces en que la realidad tuerce las vías por las que ya transita la ficción. Hace unos cuantos años, fui invitado a impartir un taller de escritura autobiográfica. Decidido a apostar desde temprano y al propio tiempo hacerles entender la conveniencia de empezar desnudo, me decidí a escribir el primer capítulo de una Bildungsroman sobre mi adolescencia y leerlo delante de los asistentes a la primera de las diez sesiones. Dos meses después de eso perdí a Alicia, autora de los días del autor y gran protagonista de la novela. ¿Qué iba a hacer? ¿Sepultar el manuscrito? «No, señor», habría dicho mi mamá, «te fletas y terminas ese libro, yo no eduqué a un inútil, ni a un chillón». Los meses que siguieron los pasé, contra todo pronóstico, asilado en la historia como en hacienda propia, ocupado en traer de vuelta a Alicia, no pocas veces con los párpados mojados, aunque también, y aún más a menudo, gozando intensamente su presencia. Guapa, altiva, dinámica, vivísima, fue su fantasma inquieto quien me sugirió el título de la novela. «Ay, Xavier», se quejaba, a mis quince años, «estás en la edad de la punzada», y el solo comentario me caía en la parte más blanda del hígado. ¿Pero de qué está hecho lo que escribes, sino de lo que duele, o incomoda, o sacude la raíz de tus certezas?
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Una vez que acabé de pergeñar La edad de la punzada, llegó la hora de subir al escenario, y con ella el temor de quebrarme allá arriba nada más mencionar a mi mamá. «¿Eres hombre o ratón?», me orillaba ella en tales circunstancias, y yo le respondía sin dudarlo que era efectivamente el roedor medroso que ella no quería ver, pero en el 2012 ya era tarde para desprestigiarla, de modo que si bien temí dejarla ir al escribir las últimas cuartillas, ella estuvo a mi lado cuantas veces hubimos de presentar el libro. «Vamos, Ali», rumiaba, con los ojos cerrados, a un paso de tomar el escenario, y fue así que acabé de confirmar que era Alicia, no yo, el centro de esa historia. Más de una tarde me azoté sin control, después o antes de la presentación, pero en el escenario me mantenía entero, sostenido por esa adrenalina que no deja la opción de caerme o quebrarme, porque me he transformado en personaje y los ratones no están invitados. En todo caso se quebraba la voz, pero esa era otra forma de presión, bienvenida sin duda al espectáculo. Después, tras bambalinas, ya podía írseme el aire o venir los berridos, que al fin y al cabo de eso se trataba. No porque la ficción sea ficción ha de incumplir el sagrado deber de hacerse intensamente verdadera e invocar el aullido de todos tus coyotes.
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Gracias, Cuarentenario, por tu hospitalidad.
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