Durante mucho tiempo Laila y Joaquín se preguntaron por qué seguir juntos. No tenían hijos, ni más compromisos que sus ganas.
—¿Por qué no le encargamos nuestras discusiones al Ichat? —propuso Laila— Para cada diferendo, recurramos a la Inteligencia Artificial. Yo te envío los resultados de mi consulta, y vos de la tuya. Hacemos lo que diga el algoritmo.
—No sé qué significa algoritmo —respondió Joaquín.
—Yo tampoco —reconoció Laila—. Pero la Inteligencia Artificial dará su veredicto: simplemente lo cumpliremos.
Joaquín se resistía a la idea, pero Laila la refrendó con una oferta sensual. El pacto quedó sellado.
Como si haber encontrado un modo de resolución funcionara en sí como bálsamo, durante las siguientes semanas no surgieron discusiones. Hasta que fueron invitados al casamiento de Angélica, una prima de Laila. Apenas los invitados se desplegaron por el salón, un mozo apareció con una bandeja de canapés de salmón. Joaquín, hambriento, se lanzó sobre el botín. Laila lo retuvo tomándolo por el saco.
—No seas el primero —le exigió.
Joaquín aceptó la reprimenda. Pero inmediatamente, un cardumen de pirañas humanas depredó la pitanza. El resto de los canapés y bocadillos, ostentaban variedad y calidad, pero no reapareció una bandeja de canapés de salmón.
—Otra oportunidad perdida —reclamó Joaquín a Laila—. Debería ser inmortal para contabilizar la cantidad de oportunidades que perdí. No lo hubiera logrado sin tu ayuda.
—Podés comprar una penca de salmón entera mañana —replicó ella—. Era un papelón.
—¿Papelón, por qué? Toda tu familia se lanzó contra el mozo. Parecían pigmeos. Fui el único que se quedó sin salmón.
—No hables así de mi familia —lo amonestó Laila.
Ambos pronunciaron simultánea y espontáneamente:
—Inteligencia Artificial.
En sus respectivos celulares, por medio del sistema de voz, le informaron al Ichat el conflicto y le reclamaron una solución.
El programa respondió con una caterva de lugares comunes mal redactados: una traducción automática, sin rigor, del inglés, salpicada con expresiones de un tango lunfardo. Los consejos eran inaplicables. Podían usarse para cualquier discusión, pero no servían para ninguna en particular.
—No le explicaste bien el conflicto a tu Ichat —argumentó Laila.
—Se lo dije igual que vos —aseguró Joaquín.
—De hecho —agregó Joaquín—. Explícalo vos sola el conflicto.
Lo que diga el Ichat, yo lo cumplo.
Pero una de las sugerencias del Ichat era aguardar a que apareciera otro camarero con otra bandeja de salmón. No había ocurrido.
—Yo no podía saber que no habría más bandejas de salmón —dijo, sin lamentarlo, Laila.
—Lo intuiste —explicó Joaquín—. Hay algo en vos que pugna por limitar mis aspiraciones, ya sea un canapé de salmón o descubrir un nuevo continente. Si fuera Colón, me recomendarías no zarpar. Además, la palabra “papelón”, en sí misma deprimente. ¿Qué es un “papelón”? ¿Un papel afiche? ¿Un barrilete? “No hagas un papelón”.
—Claro, para que me arruines la fiesta delante de todos.
Ahora todo el mundo bailando y vos quieto, como un poste.
—Ese que baila ahí es tu tío Leonardo, o se está electrocutando —especuló Joaquín—. No, evidentemente está bailando. Prefiero parecer una parada de colectivo.
“¡I chat!” —gritaron los dos al mismo tiempo.
En esta nueva consulta, la Inteligencia Artificial les recomendó que, si alguno de los dos quisiera bailar, lo hiciera, que si querían bailar juntos, se pusieran de acuerdo, y que trataran de estar a tono con el ánimo general de la fiesta.
—Me recuerda a los consejos de mi abuela —rememoró Joaquín—. ¿Cómo hacer para que no haya guerra? “Que no haya guerra”. ¿Cómo hacer para ganar dinero? “Ganar dinero”. No son consejos: son tautologías. Como contrapartida a la idea de Kissinger, “una buena negociación es aquella donde todos quedan equitativamente insatisfechos”; mi abuela y tu Ichat confían en un mundo perfecto, pre conflicto. No resuelven el conflicto: lo niegan.
—¿Mi Ichat? ¿Mi Ichat? —alzó la voz Laila— Es la vanguardia del pensamiento mundial. La humanidad habla de esto. Nunca te agiornás, solo te mirás el ombligo.
—Nunca en toda mi vida me miré el ombligo —la desafió Joaquín—. Ni una vez. No sé cómo es mi ombligo. Ni siquiera sé si tengo ombligo.
Luego de una pausa en la que ninguno de los dos supo qué decir, Joaquín murmuró:
—Al rey Salomón necesitamos. Mucho antes de la fantochada de la Inteligencia Artificial, el rey Salomón daba las respuesta justas.
—Y Sancho Panza en la Ínsula también —terció un anciano.
Ambos integrantes de la pareja lo observaron con perplejidad. Era el tío Salomón, lejano pariente de sangre de Joaquín y finalmente pariente de Laila también, por una serie de asociaciones conyugales en Rodas, la isla de nacimiento del tío, donde vivía desde hacía 30 años, el tiempo que llevaban sin verlo, creyéndolo ya extinto.
—¿Qué debemos hacer, tío? —le preguntó Laila, intuyendo que en su sabiduría, Salomón comprendería, sin más preguntas.
—No traten de ser felices —sentenció en bajo volumen y con su voz de barítono—. Dense siempre la razón el uno al otro. Olviden toda pretensión. Beban alcohol.
Por el resto de la fiesta, bailaron juntos.
En las siguientes semanas, apenas si discutieron. Un mes más tarde, Laila se comunicó con la madre de Angélica, para pedirle la dirección de Salomón en Rodas, y enviarle un regalo por correo privado.
—Salomón falleció en el 2003, hace ahora veinte años —informó consternada Mirna, la madre de Angélica.
—Pero lo vimos en la fiesta —no pudo impedir reaccionar Laila.
—Ah, ya entiendo —dijo en tono risueño Mirna—. El robot que nos regaló el tío Tito. Un androide con inteligencia artificial. Cada uno ve a quien quiere, funciona como un holograma con apariencia real. ¿Qué les dijo?
Laila colgó sin responder. Cuando llegó Joaquín a la casa, el episodio funcionó como disparador de la peor discusión que hubieran tenido nunca.
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Este artículo fue publicado en el diario Clarín de Argentina.
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