La poesía es un remedio contra la ciudad y la espesura del asfalto, un refugio en el que desnutrir las incógnitas y amasar esa belleza irrestricta que trasciende a la verdad y el crimen, a las reglas y paroxismos del deseo, a ese orden mayúsculo que alimenta sin distinción el progreso y la decadencia. La poesía es esa herramienta que desajusta el desequilibrio e impone una razón insondable que nos salva la vida. Renunciar a ella, destilar sus efectos en beneficio de lo mundano, nos sitúa al borde de la tragedia, cerca de ese arenal en el que la tierra, vacía de agua y germen, beneficia a los caníbales con extensas llamaradas. En Las elegías de Duino, Rilke conceptúa la poesía como ese vehículo imprescindible que ahonda en los caminos contra el dolor, que hace perdurar la fatigosa efervescencia de la felicidad.
Porque lo bello no es sino el comienzo de lo terrible, justo lo que todavía soportamos, y lo admiramos tanto porque serenamente desdeña destrozarnos.
¿Quién, si yo gritara, me escucharía entre las órdenes de los ángeles? Y aun si de pronto uno me tomase contra su corazón: yo perecería por su existencia más fuerte.
Rebelarnos contra la poesía supone entregarse a un caos ordenado y siniestro, sucumbir a la infecunda palabrería de un sistema del que nada sabemos salvo su voracidad. Con su última novela Una fábula sencilla el escritor argentino Matías Néspolo ha consumado un fresco ágil y ardiente de la ciudad de Barcelona, de los diferentes laberintos en los que convergen la necesidad y la disidencia, el deseo y esa llamada orgánica a la madurez. Nuestra búsqueda vital y la indisociable perpetuidad de sus consecuciones predicen un espejismo en el que nada es cierto salvo la crueldad de la memoria y su infatigable perpetuidad. «Esas hermosas formas», a las que aludía el poeta William Wordsworth, «sentidas en la sangre, que llegan a mi mente más pura con una tranquila restauración», son inconcebibles cuando el fracaso y la pérdida sobreviven al tiempo, cuando lo pretérito reajusta indisciplinadamente los acontecimientos futuros.
Gabriel y los miembros de su extinto grupo poético nada saben de los suburbios ni de aquellos atajos delictivos que desdicen, a veces, la precariedad del débil, pero la mala fortuna los empuja a esa secuencia perdedora en la que solo sobreviven los monstruos y algunos animales. En ese escenario donde cohabitan la identidad y la violencia, la marginalidad y ese impulso transfronterizo por el reencuentro, la prosa de Matías Néspolo cobra un vigor sobresaliente. A medio camino entre la novela social y el género negro, el escritor argentino nos brinda un ejercicio de agilidad y precisión narrativas, de reflexiones animalarias que arrojan luz sobre las aristas de un sistema enfermo, de diálogos que se suceden como perfectos fonogramas a ras de tierra y que el lector, más allá de su puntual complejidad, hace suyos desde el inicio de la lectura.
En esta novela breve que acepta distintas lecturas y en la que acontece una aproximación a lo sórdido no exenta de compromiso, el valor de la palabra y la solidez de sus símbolos dan pie a una obra redonda. Los mecanismos de la ficción son variados y permiten el auto-reivindicarse frente a la verdad de su propia historia. Que subyazca, como sucede en este caso, una reivindicación poética frente al desorden, frente a los excesos del destino, frente a la displicencia con la que en no pocas ocasiones renunciamos al valor de la belleza y a la pausa que se esconde detrás de las revelaciones improductivas, es un todo digno de elogio, el trasfondo de una fábula nada compleja que debe perdurar como el más sencillo de los versos.
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Autor: Matías Néspolo. Título: Una fábula sencilla. Editorial: Candaya. Venta: Todostuslibros.
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