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Una fenomenología de la promesa

Una fenomenología de la promesa

Si tuviera que asaltar el banco más vigilado de Europa y si pudiera elegir libremente a mis compañeros de fechorías, sin duda escogería un grupo de cinco poetas.

Roberto Bolaño, Entre paréntesis, 2003.

En 1990, David Foster Wallace llegó a afirmar que, frente al puritanismo de la tristeza, que es el líquido amniótico del capitalismo posmoderno, la verdadera rebeldía consistía en atreverse a resistirse al “tedio sofisticado” y a “la mirada irónica”, para volver a tratar, “con reverencia y convicción”, y sin miedo a la burla o a la indiferencia, “los viejos problemas y emociones”. Y eso es, precisamente, lo que hace Marina Garcés, en El tiempo de la promesa (Anagrama, 2023), con un concepto tan olvidado, o reprimido, como el de la promesa.

En sus poco más de noventa páginas, la autora realiza una fenomenología de la promesa, que el Austin de Cómo hacer cosas con palabras no dudaría en tildar de “enunciado performativo”, puesto que, tal y como dice la autora: “Prometer es una acción que se hace con la palabra”. Y es que la promesa, cuando es genuina, establece un vínculo con los demás (lo cual incluye también los muchos “demases” que somos a lo largo de nuestra vida) del que surge una comunidad de sentido y de acción. La promesa sería la puntada que teje el pasado, el presente y el futuro, haciendo del ovillo del tiempo un tejido, o también un texto (étymologie oblige). De ahí que, para la autora, la promesa sea un instrumento fundamental para escapar de lo que ella misma llamó, en su primer libro, “las prisiones de lo posible”.

"De ahí la importancia, dice Marina Garcés, de que aprendamos a romper todas esas promesas impuestas, para hacer otras nuevas, que nos relacionen en tanto que seres libres e iguales"

Los antiguos consideraban que la amistad, que suele estructurarse en torno a la promesa, no tanto sentimental, como ética, consistente en cumplir con aquello que un amigo admira y a la vez desea del otro (y viceversa), constituía el lazo político básico. No es extraño, pues, que el poder no sólo haya tratado de apoderarse de la amistad, degradándonos de philoi, o amigos, entre los cuales se da una relación horizontal, igualitaria y realista, en adelphoi, o hermanos, cuya relación se halla subordinada a aquella otra, vertical, jerárquica y sacrificial, que todos ellos mantienen con el padre común, sea un dios, una nación o una ideología; sino que también haya tratado de apoderarse de la promesa, desarrollando, como dice Garcés, “estrategias para neutralizar sus efectos”, y monopolizar el poder de prometer, que quedaría reservado a Dios, que promete la salvación, al Estado, que promete la protección, y al capitalismo, que promete el crecimiento y la acumulación ilimitados. Todo ello a cambio del módico precio de nuestra servidumbre voluntaria. Lo cierto es que “la capacidad de la promesa para crear vínculo es tan fuerte” —dice la autora—, que puede ser utilizada también para imponernos relaciones sociales, personales, religiosas o políticas degradantes, como sucede en el caso del señor feudal o el mafioso, que nos ofrece su protección, que no es más que suspensión de castigo, a cambio de nuestra lealtad, que no es más que cumplimiento obligado. De ahí la importancia, dice Marina Garcés, de que aprendamos a romper todas esas promesas impuestas, para hacer otras nuevas, que nos relacionen en tanto que seres libres e iguales. Y de eso va el libro.

"La promesa del capitalismo lo impregna todo, y funciona como una estructura interpretativa de la realidad y de nosotros mismos"

Pero antes, las falsas promesas. Según Garcés, en la promesa teológica, “Dios expresa su poder absoluto escogiendo a los beneficiarios de una gracia, que acaba convirtiéndose en la base de una Alianza desigual, en la que “la parte débil tiene que hacer méritos para ganarse aquello para lo cual jamás resulta lo suficientemente buena, paciente, o fiel: la salvación.” En la promesa soberana, el estado promete protección, y “ser ciudadano es poder gozar de esta promesa, a cambio de jurar servidumbre.” (Pero aunque quizás es cierto que, tal y como dijo Nietzsche, siguiendo a Stirner, el estado sea “el más frío de los monstruos fríos”, también lo es que, tal y como nos quieren hacer comprender los libertarios de derechas, mucho más frío hace aún fuera del estado. Lo digo porque, aunque entiendo, y en buena medida comparto, las críticas de Garcés al “Estado”, la idea de un sistema de organización del cuidado y la protección de los más débiles me parece una de las formas más ambiciosamente realistas de la promesa fundante de la humanidad: “No te dejaremos atrás.”).

Por su parte, el capitalismo se sostiene sobre la promesa de la acumulación y el crecimiento ilimitados. Una promesa que es constantemente incumplida y renovada por el capitalismo, porque, “aunque veamos injusticias, el mismo sistema asegura tener herramientas para resolverlas; aunque estemos agotando y expoliando el planeta, confiamos en que las mismas empresas que lo están haciendo resolverán el problema resolverán”; y “aunque nos ahoguemos en el sufrimiento, consideramos que la felicidad es posible, y está al alcance de la mano o de la pastilla siguiente.” La promesa del capitalismo lo impregna todo, y funciona “como una estructura interpretativa de la realidad y de nosotros mismos”, que nos lleva a otorgarle valor a toda empresa, decisión, objeto, persona o relación, “en la medida en que es prometedora”, esto es, “potencialmente rentable”.

"Para Garcés, el accidente domina nuestra época, bajo la triple forma de la crisis, del colapso y de la catástrofe"

No es extraño, continúa Garcés, pues, que Boltanski y Chiapello, en El nuevo espíritu del capitalismo, afirmen, renovando a Weber, que el capitalismo es un constructo pseudo-religioso, constituido por un conjunto de creencias, que nos “permiten aceptar y soportar condiciones de vida a menudo penosas bajo el marco de una ideología y la adhesión a un estilo de vida.” Creencias como la del crecimiento de la riqueza como bien común, la de la mayor eficacia del sistema capitalista a la hora de ofrecer servicios y soluciones y la de las crecientes libertades políticas que sólo éste ofrecería, “a pesar de sus carencias y desigualdades.” Al problema, no menor, de la injusticia, se le añadiría el problema del límite, que surge del hecho de que el capitalismo sea una promesa ilimitada que no puede realizarse en un mundo limitado. De ahí el surgimiento de tres nuevos imaginarios de lo ilimitado: el emocional (que sustituye la promesa fallida de la felicidad por la gestión permanente de nuestras emociones), el cognitivo (que sustituye la promesa fallida —o secuestrada— de la educación como fuente de autonomía por la ampliación indefinida del acceso humano y artificial al conocimiento), y el tecnocientífico (que sustituye la promesa fallida de una gran solución tecnocientífica, por el suministramiento de pequeñas soluciones inmediatas para problemas que no dejan de reproducirse).

A continuación, la autora realiza una reflexión acerca del ecosistema actual de la promesa. Para ello recurre a la Ontología del accidente, de Catherine Malabou, donde se define el accidente como un suceso que abre un antes y un después, obligándonos a reformular el sentido del individuo, la comunidad o la época. Para Garcés, el accidente domina nuestra época, bajo la triple forma de la crisis, del colapso y de la catástrofe, que han sido normalizados hasta tal punto, que han propiciado el advenimiento de lo que ella misma bautizó, en Nueva ilustración radical, “la condición póstuma”, que define como “el tiempo de prórroga, que se sitúa en el después de la aceptación de un final que no sabe relacionarse con un nuevo comienzo”, de modo que “sólo puede ocupar de gestionarse los efectos y residuos de un modo de vida que, aunque no ha acabado de morir, ya ha sido declarado inviable.”

"Lo que sucede, continúa Garcés, es que, cuando el futuro colapsa, no se puede prometer más que predicción y protección, mas no nuevas posibilidades"

El problema es que el desvanecimiento del futuro ha provocado el derrumbe de las viejas promesas: la de Dios, que ya no salva, la del Estado, que ya no protege, y la del capitalismo, que ya no puede crecer más. Todo lo cual habría acabado transformando el arca de la alianza de la promesa, en el bote salvavidas del colapso, al cual sólo nos dejarán subir, para ver cómo los demás se ahogan, si nos sometemos a ellos. Según Marina Garcés, la Inteligencia Artificial encarnaría este tipo de promesas, ya que lo que caracteriza este tipo de técnica es su mera capacidad de predicción, mediante algoritmos predictivos, que no analizan relaciones de causalidad, sino meros patrones probabilísticos, lo cual corre el doble riesgo: primero, de dotarlas de un poder performativo controlado por los sesgos ideológicos del algoritmo, al modo de las profecías autocumplidas; y, segundo de provocar un cierto determinismo, a nivel objetivo, y fatalismo, a nivel subjetivo.

Lo que sucede, continúa Garcés, es que, cuando el futuro colapsa, no se puede prometer más que predicción y protección, mas no nuevas posibilidades. Por eso, las promesas de la era póstuma son promesas modestas, con poca fuerza vinculante. Son una versión oscura de “la gestión de lo mismo”, de la que habló Fukuyama en El fin de la historia. Además, las promesas póstumas fundan relaciones débiles, basadas en el mero cálculo de ganancias y pérdidas. Pero se pueden realizar promesas genuinas, que den lugar a relaciones fuertes, que configuren quiénes somos, y no sólo aquello que obtenemos de los demás, sin que ello suponga caer, a su vez, en una visión esencialista. De ahí la importancia de realizar este otro tipo de promesa, que se nos revela, además, como un ariete con el que atravesar las paredes de lo que nos han hecho creer que era “lo posible”. El bauprés del velero de El show de Truman

"Es esta capacidad para romper con lo que parece inevitable, y crear alternativas, lo que hace que resulte urgente recuperar una nueva ética de la promesa"

La promesa sería, pues, una forma de la acción. Mejor aún, de la creación. Porque logra establecer un nuevo inicio, rompiendo así la cadena de hierro de las causas y los efectos. En ese nuevo inicio se enlazarían pasado, presente y futuro. (Como dijo hace poco un alumno en un examen: “El Génesis empieza in media res.”) Para entender mejor este aspecto resulta necesario pensar la noción de inicio. Según Marina Garcés, tenemos dos modos básicos de relacionarnos con el inicio: (1) buscar el origen, en tanto que fundamento, o primer principio, del que se derivaría la diversidad del mundo, a la que le otorgaría, al mismo tiempo, identidad y sentido, y que se relacionaría con las promesas dominadoras que utiliza el poder para someternos; y (2) buscar un comienzo, que no ha de ser único y trascendente, sino caótico e inmanente, lleno de posibilidades inesperadas, como un gran estallido. Es esta capacidad para romper con lo que parece inevitable, y crear alternativas, lo que hace que resulte urgente recuperar una nueva ética de la promesa. Una promesa que, sin ser fantasiosa, debe ser delirante, al menos en su sentido etimológico, que significa ‘salirse del surco del arado’, que podemos entender como lo normal, lo esperado, lo destinado. Según Garcés, en el delirio hay un anhelo de salirse de los límites, no en un sentido romántico (“el romanticismo es lo enfermo”, dijo Goethe), sino en el de impugnar lo que nos han enseñado a llamar “realidad”, y que se parece mucho a lo que Mark Fisher llamó (en un sentido ontológico, no estético): “realismo capitalista”. El delirio sería un momento de la imaginación –dije bellamente Garcés-, y la promesa, una de sus expresiones más generosas y más poderosas.

"El tiempo de la promesa, de Marina Garcés, se me revela como un magnífico ejercicio de mneme, una exhortación a que cada uno de nosotros se libere de las falsas promesas, y recupere las promesas olvidadas o no hechas"

A continuación, la autora afirma que, tanto el incumplimiento de las promesas que Dios, el estado y el capitalismo nos hicieron, como nuestra incapacidad para realizar nuevas promesas, libres y genuinas, ha causado un descontento generalizado, que se traduce en melancolía y resentimiento. Ambos sentimientos se hallarían en la base de la pendiente autoritaria, cruel, violenta, nihilista y medicada, que domina a los individuos y a las colectividades. Todo ello por culpa de unas promesas excesivas, que los poderosos jamás tuvieron la intención de cumplir, sino sólo de ponerlas a trabajar a su favor. De ahí la necesidad, primero, de realizar el duelo de las grandes promesas, porque, como dice Borges en “La biblioteca de Babel”, una esperanza desaforada suele ser seguida, como es natural, por una depresión excesiva; y, segundo, la sustitución de esas falsas promesas, heterónomas, jerárquicas y alienantes, por otras, de corte igualitario y sustantivo, para las cuales “la emancipación” no sea “una lista de reclamaciones (derechos, prestaciones o servicios)”, que acabarían siendo “servidas al pueblo de manera paternalista o clientelar”, sino la voluntad de “erigirse en sujeto de la propia palabra y de sus consecuencias junto con los demás”.

Unas promesas que sean a la vez “realistas”, esto es, que no se hagan desde un afuera utópico o abstracto del mundo, y “delirantes”, esto es, que no se resignen a la impotencia aprendida que se deriva del monismo ontológico oficial. Unas promesas, en fin, que deben tener en cuenta nuestra relación con nosotros mismos y los demás; nuestra relación con el poder; nuestra relación con el tiempo; y nuestra relación con lo posible.

Una de las principales familias de ejercitaciones filosóficas, de la antigüedad grecorromana, eran los ejercicios de mneme, o memorización. Éstos no se reducían a la mera condensación en tropos, frases persuasivas, poemas, narraciones o mitos de las ideas principales, o dogmata, de la vida filosófica escogida, sino que buscaban también, o sobre todo, el recordatorio de una elección o promesa filosófica, que el laberinto de renuncias de los años, se encargaban de hacer olvidar. La Odisea puede ser vista como un permanente ejercicio de mneme. Ulises logra superar todas las tentaciones de olvidar sus semata, o señas de identidad, que son, a la vez, su origen, y su futuro, puesto que, de algún modo, prometió regresar. Es en este sentido que El tiempo de la promesa, de Marina Garcés, se me revela como un magnífico ejercicio de mneme, una exhortación a que cada uno de nosotros se libere de las falsas promesas, y recupere las promesas olvidadas o no hechas, a partir de las cuales reconstruir nuevas formas de libertad, individual y colectiva.

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Autora: Marina Garcés. Título: El tiempo de la promesa. Editorial: Anagrama. Venta: Todos tus libros.

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