Son escritores veteranos y arrastran un largo oficio, aunque los dos acuden a esta FIL de Guadalajara, que anda abierta estos días, como autores primerizos. Uno se maneja con pasaporte español y ha hecho asiento en Alemania; y el otro nació en Tanzania, aunque domicilia en Inglaterra desde hace unas cuantas décadas, que es donde lo llamaron los muchachos del Nobel para anunciarle que sí, que le daban su Premio, que lo había ganado porque se lo merecía.
Vienen así, con su obra, pero desprovistos de experiencia anterior, a este México, que rompe el tópico del mariachi, el tequila y el narco, que es el México literario, el México de los estantes pandeados por los libros, los editores preocupados por el precio del ejemplar y las filas de lectores, que, a saber por qué profundas casualidades o fuerzas mistéricas, aún desconocían.
Ambos discurren por geografías literarias impares, pero a los dos les une ese extranjerismo al que los ha empujado la vida, el trabajo, el sino o lo que sea, qué más da, y que ya comienza a ser una transgresión política, una insubordinación del orden, porque para algunos eso no puede ser, uno ya no puede vivir más allá de los estrechos márgenes de su deneí.
Hoy resulta que Fernando Aramburu y Adbulrazak Gurnah son dos escritores incorrectos porque los dos han determinado que el lugar de nacimiento no es lo que decide su patria ni tampoco dónde hilvanar su vida y sujetarse a sus vaivenes. Lo que han hecho es romper la política de fronteras, la nación, que creíamos una cosa pretérita, pero que es una cosa que ahora quieren resucitar tantos, como hacía Jesús con los muertos, solo que en lugar de Lázaro, en esta ocasión a lo mejor lo que nos salen son zombis.
En esta época de prohibición de títulos, destierros literarios, apuñalamientos reales y simbólicos, como el de Salman Rushdie, y exilios no escogidos como el de Anna Starobinets, Mijaíl Sishskin o Liudmila Ulítskaya, la FIL de Guadalajara comienza a ser un evento de tintes peligrosos para los que desean retroceder en el reloj de la historia. Esos que están dispuestos a censurar palabras, alientan cancelaciones en aras de no se sabe qué o animan índices de libros prohibidos y que contemplan como una amenaza todo lo que no se ajusta a su moral o a su punto de vista. La literatura vuelve a ser una aventura arriesgada porque en ella caben muchas voces y abundantes maneras de pensar, y a algunos, claro, no les gusta eso, no les mola que un idioma solo sea una lengua, y no algo más, porque ahora resulta que eso les amenaza sus supremacías.
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