Hasta donde puedo recordar, la mejor novela histórica que leí es el Flavio Josefo de Lion Feuchtwanger. El nombre del autor me resulta impronunciable. Era alemán, hijo de padre judío y madre gentil; anti nazi, comunista, estalinista. En su exilio en París durante la guerra fue confinado en un campo de internación; también entrevistó elogiosamente a Stalin en la URSS. En cualquier caso, un escritor monumental. Su trilogía de Flavio Josefo tiene distintos títulos en español: El judío de Roma I, II y III. O 1) La guerra de los judíos, 2) Los hijos y 3) El día llegará. Es la misma obra, en tres tomos auto conclusivos pero decisivamente relacionados entre sí.
En la trilogía de Josefo se aborda el tema apasionante de quién narra la historia. No es una declamación, muchísimo menos un ensayo: se debate dentro de una ficción basada en datos históricos irrefutables. Feuchtwanger construye con Josefo una categoría de intelectual judío inusual, no obstante algunas de sus aristas son perfectamente reconocibles en individuos influyentes de los siglos XX y XXI. Josefo es un celote judío, resistente contra el Imperio Romano que, una vez vencido por el invasor, se convierte en escriba predilecto de la dinastía vespasiana. El gran narrador hebreo, un hombre de su tiempo y con la ambición de la posteridad, solo es derrotado en el terreno: en su percepción, libra una batalla ímproba por legar su visión de los acontecimientos al linaje del pueblo de Israel. Tiene algunos puntos de contacto con el Metternich de Kissinger en Un mundo restaurado; con la paradoja de que mientras Metternich anhela sostener sutilmente un imperio en una era revolucionaria, Josefo porfía trascender Roma con una pluma que lo transportará a un futuro en el que la voluntad equilibre al poder, en Jerusalem.
La repetida lectura de esta obra maestra me ha llevado con los años a desafiar el silogismo de que la historia la escriben los que ganan. Si así fuera, no existiría la frase. Lo que aceptamos como Historia incluye nuestra credibilidad. Si la relativizamos, ya no la estamos leyendo como Historia. De modo que mal podrían escribirla los que ganan si existe una soterrada pero caudalosa corriente que desafía esa versión. He llegado a concluir, dubitativamente, que la Historia es una escritura en proceso, y que no depende decisivamente de a quién consideramos ganadores o perdedores en el escenario bélico. La Conquista de América fue indudablemente un triunfo bélico de los españoles sobre los nativos. Pero en el último cuarto del siglo XX y hasta hoy, la principal impugnación contra la llegada de los españoles a América en 1492 no provino de las que fueron entonces las poblaciones segadas y aculturizadas, sino de los propios españoles y de los intelectuales del Occidente liberal. ¿Quién escribe la Historia, y por qué? No es tan fácil como componer una canción pegadiza. Mi intuición —el menos malo de los métodos de acceso al conocimiento para el neófito—, me acerca a ponderar que la Historia incluye datos irrebatibles: los españoles conquistaron América, los aztecas no conquistaron España. Datos indescifrables: ¿por qué le fue tan fácil a Cortés someter a Moctezuma? Datos ambiguos: ¿cuál es el balance general del acontecimiento? Y una línea indeleble que sigue separando el bien del mal, que en muchos casos es evidente y en otros tantos requiere de precisión.
A mí me ocurrió, como narrador, asistir a una batalla cuyo resultado, hasta cierto punto, dependía de mi pluma. De mi birome, en rigor, ya que toda lapicera de cierta sofisticación que intenté usar en sexto y séptimo grado acabó en el archivo inhallable de las cosas perdidas o con su punta malograda como el pico de un ave que nunca aprendió a volar.
Aquiles fue el más elogiado de entre los héroes griegos que pelearon en la guerra de Troya. Era hijo de Tetis y Peleo.
Su padre era un poderoso rey, jefe de grandes ejércitos. Su madre, Tetis, una diosa marina que intercedió ante el principal de los dioses, Zeus, para que le permitiera hacer invulnerable a su hijo.
Aquiles fue alimentado con médula de leones y tigres. A poco de nacer, su madre lo sumergió en la laguna Estigia, cuyas aguas volvían al cuerpo humano invencible.
Pero, tal vez con el excesivo cuidado de las madres, lo sostuvo por un talón mientras lo sumergía; y ese talón quedó seco. Por tanto Aquiles era todo invulnerable salvo el talón de uno de sus dos pies, no sabemos si el izquierdo o el derecho. En el resto del cuerpo, ni las flechas, ni el fuego, ni las piedras, podían ocasionarle el menor daño.
Como los dioses participaban de esta guerra jugando con los humanos, cierta vez que Paris —el príncipe troyano que propició el casus belli al raptar a la griega Helena— disparó una flecha envenenada contra Aquiles, el dios Apolo dirigió la punta hacia el talón vulnerable de nuestro personaje. Y así murió Aquiles.
Sentado bajo la ventana del aula de mi colegio primario, yo me preguntaba: ¿por qué lo consideraban tan valiente, si era invulnerable?
¿En qué consiste la valentía de una persona que sabe que nada le puede hacer daño? Es sólo una pregunta.
¿Y los que estábamos allí sentados, podíamos llegar a tener algún remoto parecido con Aquiles?
Pues a primera vista no: nuestro cuerpo es totalmente vulnerable. Todo nuestro cuerpo es vulnerable. El fuego nos quema, el frío nos hiela, las flechas nos hieren. Nuestro cuello es tan frágil como nuestro talón.
Sin embargo, uno de los chicos sentados en aquel aula, bastante lejos de la ventana, más bien cerca del pizarrón, a la izquierda, me sugirió lo contrario.
Se llamaba Gastón, era muy petiso y algo tímido. El grandote del aula, un repetidor llamado Zurlo, se burlaba de él continuamente. Feas burlas. Y además —esto era lo peor— le pegaba en la cabeza o le tiraba de una manera muy fea de las orejas.
Una mañana, Gastón se le tiró al cuello a Zurlo y comenzó una pelea.
Por supuesto, Zurlo ganó. Le pegó en la cara y en el estómago; y Gastón quedó tirado en el piso, pero sin llorar.
—Si me volvés a tocar —le dijo Gastón a Zurlo desde el piso—. Te voy a volver a pegar.
Zurlo no volvió a tocarlo, ni a burlarse de él.
Viendo al malherido Gastón tendido en el piso, pero con su actitud intacta, lo comparé con Aquiles y pensé: “Los seres humanos somos al revés que Aquiles: todo nuestro cuerpo es vulnerable salvo un talón invencible“. Ese talón es nuestra voluntad.
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