Primera entrega de los fragmentos que Zenda adelanta de este polémico ensayo político de 1050 páginas, editado por Planeta y aparecido en mayo en la Argentina.
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La mujer no me quitaba los ojos de encima. Estábamos en Cosi Mi Piace probando una pizza a la italiana, en un ambiente relajado y con luces suaves. Verónica y yo hablábamos, para variar, de política argentina, de cine clásico y de literatura, y aquella extraña dama se ubicaba a tres mesas de distancia, rodeada de dos cincuentones de buen ver. La mirada era tan penetrante e insistente que me cortaba el hilo de la conversación. Supuse que se trataba de una lectora, y que estaba pendiente de cada gesto e incluso que podía descifrar mis labios sin necesidad de oír mis palabras. Era sábado por la noche en Palermo Soho, y acabábamos de entregar al diario mi artículo dominical: después de tantos años, la tarea de escribir una columna de opinión cada semana me parece tan extenuante como subir el Himalaya, y aunque luego duerma una hora de siesta, es difícil que no arrastre mi cansancio hasta los límites de la cena. Siempre creo que es una tarea ciclópea que se encuentra muy por encima de mis posibilidades: pensarla me lleva buena parte de la semana; escribirla y pulirla con obsesión de prosista, más de diez horas. Ser un “escritor público”, como se les decía en el siglo XIX a los ensayistas de la prensa, nunca había figurado entre mis planes: me entrené desde los doce años en la carpintería del cuento y la novela, y desde los diecinueve también en el periodismo narrativo. Fui, es cierto, un lector voraz de la historia política, pero jamás soñé siquiera con transformarme en un articulista de ideas. Articular argumentos a mí me resulta mucho más difícil que narrar hechos y escenas, e infinitamente más complejo y laborioso que entretejer análisis con información. Hacerlo cada siete días, y lograr un estilo propio y una cierta originalidad y una determinada elocuencia, es más difícil que jugar ajedrez olímpico. Cuando acabo la tarea, cada sábado, y luego cuando al día siguiente intento leer la pieza con una determinada objetividad, siento invariablemente que fracasé. Y que debería dejarle mi lugar a alguien más dotado. El martes pienso que habrá revancha, y que quizá tenga suerte la próxima vez y consiga algo; es el cobayo en la ruedita vana e interminable del razonamiento político, que en la Argentina siempre resulta circular.
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Las verdades más hondas y dolorosas nos caminan silenciosamente por dentro durante años, y de pronto pegan un grito y nos despiertan. Obligado a buscar esas raras epifanías me detengo en los epílogos de los fastos del Bicentenario, cuando Néstor y Máximo Kirchner hacen sobremesa en Olivos y el padre pronuncia su frase decisiva: “Les ganamos la batalla cultural”. Casi dos años más tarde, en las celebraciones por los doscientos años de la creación de la bandera, Cristina Kirchner se abanica en el palco, con su extenso luto de viuda, y arenga a sus “soldados” con un grito de guerra: “Vamos por todo. ¡Por todo!” Se trata de dos jactancias famosas, siempre alrededor del revisionismo histórico, pero que contienen un sentido mucho más amplio: habían logrado desde el poder y la gloria imponer una nueva historia oficial sobre el pasado y sobre el presente, y se disponían a avanzar con el Estado militante sobre todas las cosas. Al leer en un suelto la reflexión de Néstor sentí que algo invisible me electrocutaba, y que de una manera absurda y quizá narcisista yo era convocado a esa misma batalla cultural, pero en la dirección contraria y en tensión con el nuevo relato que pretendían imponer. Se trataba de un deseo íntimo, irrefrenable y muy poco conveniente: todavía pertenecía al cuerpo profesional del diario La Nación y aquel propósito desmesurado parecía más la prerrogativa de un pensador externo que de un simple y equilibrado editor periodístico. Es por eso que en los primeros tiempos debí separar muy cuidadosamente mi labor rutinaria de mis columnas de opinión, como si se trataran en efecto de dos deportes diferentes: la praxis del periodista de datos y el oficio del escritor de ideas. La realidad tuvo un espectacular vuelco con la muerte del líder y con la brusca radicalización de su esposa: al final ese grito modulado en el palco de la ciudad de Rosario me dejó con la boca abierta. Todos recordamos qué estábamos haciendo cuando derribaron las Torres Gemelas o cuando recibimos las primeras noticias del infierno de Cromagnon. Con idéntica nitidez me recuerdo a mí mismo en la antigua redacción de la calle Bouchard observando atentamente la pantalla, y viendo más allá. Tardé mucho en decodificar las imágenes que volvían de mi infancia y de mi juventud, pero todas ellas me atravesaban a gran velocidad como si estuviera en una situación límite. Desde el inicio algo muy profundo me unió a la experiencia kirchnerista, y este texto intentará probar hasta qué punto el problema viene de muy lejos y toca efectivamente mi vida entera.
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Ese llamado de la selva había tenido éxito entre muchos de mis amigos de siempre. Ex peronistas tradicionales que habían roto el carnet, ex setentistas que se habían mudado a nuevos partidos o al librepensamiento, pero también “independientes” que eran usualmente críticos de Perón e incluso indiferentes a la política en general, y ahora aprendían con prisa y enjundia las estrofas de la marchita para entonarla en las reuniones y en los cumpleaños de Barrio Norte, Flores, Caballito, Belgrano y Palermo Hollywood. Algunos de ellos, con sus identidades ocultas por la prudencia y el cariño, desfilarán por estas páginas confesionales. Pero a fuerza de sinceridad, este asunto no comienza con estas bruscas y cercanas cooptaciones, sino que involucra directamente a mi propia familia y viene del mismo sitio remoto de donde surgieron los abuelos malqueridos de la Pasionaria del Calafate: las lejanas y verdes aldeas de Asturias.
Mis padres emigraron durante la sufrida posguerra civil española, y arribaron a la Argentina del primer peronismo. Mi madre, en 1947, fue a dar a la vieja casa de Emilio Ravignani 2323, donde residían sus tíos paternos. El tío Marcelino era un español que hacía todo lo posible por parecer un elegante caballero argentino. Había logrado borrar completamente su acento, y le tenía prohibido a su hermano Mino tocar la gaita en el patio; no quería que los vecinos de los alrededores supieran lo que ya sabían: que éramos hijos recientes y plebeyos de la Madre Patria. Mino abría la trampa del sótano, bajaba las escaleras y se encerraba en ese húmedo subsuelo para ejercer de manera inaudible su arte folklórico. Encarnaba en sí mismo toda una metáfora de esa clandestinidad que vivíamos puertas adentro. Para Marcelino ser español era burdo. Ser argentino, en cambio, le parecía distinguido y prestigioso. Entre nosotros, hablábamos un castellano salpicado de bable, que en el colegio León XIII me convirtió en centro de burlas y en blanco de palizas, por lo menos hasta que mi madre me conminó a aprender judo. A mi padre, Marcial Fernández, que era un modesto mozo del bar ABC de Canning y Córdoba, no le iba mejor: muchas veces lo insultaban con el epíteto de “gallego de mierda” y lo obligaban a ejercer el boxeo amateur que había aprendido durante la “mili” a bordo del Crucero Galicia. Y no era un padecimiento exclusivo de los españoles: muchas veces los “autóctonos” se burlaban del “tano” que no hablaba bien el argentino o el porteño y que laburaba sin descanso, construyendo los sábados y domingos su casa con sus propias manos, o cultivando la huerta en cada centímetro de tierra, después de haber trabajado toda la semana en la fábrica o en su oficio.
Fue la última generación caudalosa de la inmigración europea, y cargó soterradamente con una serie de desprecios. Lo cierto es que yo me sentí durante mucho tiempo alguien “distinto”, con una familia y unas costumbres “pobretonas” que no encajaban con la “normalidad” de mis compañeros de escuela, cuyas familias se ubicaban en una escala social superior y pertenecían rotundamente a esa patria enaltecida. El ansia por ser rápidamente argentinos provocó en muchos inmigrantes una sucesión de operaciones inconscientes. La primera fue admitir como dogma aquella broma según la cual únicamente “descendíamos de los barcos”, una forma fallida de conjurar la carencia de alcurnia. Con esa amputación borraban de un plumazo a familias de vasta y riquísima crónica en el Viejo Continente y se asumían como flotantes huérfanos de apellidos ilustres y de categoría. Luego sucedió con algunos de nosotros lo que ocurre en cualquier latitud de copiosa inmigración: pretendimos integrarnos al “ser nacional” por la simple vía del nacionalismo.
Aquel peronismo tenía, para colmo de males, la astucia de defender estilos literarios que a mí me resultaban sumamente cercanos, como los llamados “géneros menores”: novela policial, melodrama, historieta y tango. Esa ocurrencia de la izquierda peronista, cruzada con la cultura pop, reivindicaba presuntamente el “gusto y la conciencia del pueblo”, constituía una especie de antivanguardia y defendía todo lo que a mí me tenía fascinado, desde el relato de aventuras y el periodismo de sucesos hasta las viejas películas norteamericanas que yo había devorado durante años en Sábados de Cine de Super Acción y en Hollywood en castellano. Contraponer toda esa cultura popular al elitismo académico era estimulante, y nos otorgaba una épica secreta. Aunque, obviamente, el quid de la cuestión era más político que literario, y radicaba en la indestructible certeza de que el “proletariado” adscribía mayoritariamente al peronismo.
Levantarme contra mis padres no era tampoco un factor insignificante: yo sentía que ellos eran desagradecidos con Perón. Y había sido criado, como Cristina, en un hogar donde se respiraba un cierto rencor contra quienes “no trabajaban porque no querían”, y bajo el concepto de que “los argentinos eran vagos”. La nieta de Amparo Fernández, aquella abuela oriunda de Vegadeo y muy cercana de Luarca (ciudad en la que nació Marcial), comenta en la biografía escrita por Sandra Russo que a su padre Eduardo “no le gustaban los negros. No sé por qué. Era esa cultura de algunos hijos de inmigrantes”. Al leer esas líneas de la arquitecta egipcia traté de explicarlo en mis términos: Los inmigrantes, cualquiera que fuera su idea política, trabajaban de sol a sol, sin francos ni beneficios, sin ninguna ayuda ni protección. Los emigrantes internos que llegaron a las ciudades atraídos por la polémica industrialización peronista obtenían francos, vacaciones pagas, aguinaldos, defensa sindical y muchas veces regalos del Estado. El encontronazo entre esos dos tipos de trabajadores surgidos de la pobreza generó un inmediato resentimiento. La palabra ‘negro’, que articulaban con bronca algunos españoles, italianos, polacos y turcos, no tenía nada que ver con el desprecio de las aristocracias ni con la lucha de clases ni con una guerra de etnias. Si quienes traía el peronismo hubieran sido chinos, pelirrojos o seres a lunares y a cuadritos, hubiesen recibido apelativos tan horribles como el que usaba el padre de la Presidenta. Y de ese conflicto entre pobres y desharrapados no tuvieron la culpa Perón ni sus enemigos. Sólo se trató de una fatalidad de la historia del siglo XX. Muchos inmigrantes se hicieron radicales para frenar al movimiento que daba cobijo a esos competidores ‘injustamente’ beneficiados, y muchos hijos de ellos nos hicimos peronistas en rebeldía juvenil contra nuestros padres. Yo mismo tardé ocho o nueve años en reconciliarme con el mío.
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Se cuida Cristina de referirse a “algunos”, pero el comentario no es inocente y se entronca con los prejuicios del llamado “pensamiento nacional”. Un simple repaso por aquellos autores me convence de que casi todos ellos manifestaban siempre una tácita o expresa aversión por aquellos inmigrantes, sujetos sospechados usualmente de una lógica eurocéntrica y de portar “ideas foráneas”. Con su prosa, los intelectuales del nacionalismo ayudaron a barrer bajo la alfombra la epopeya de aquellos esforzados peregrinos que venían del mar. Esa epopeya aún hoy es considerada como individualista, cercana al “emprendorismo” y por lo tanto de carácter “liberal”. La obsesión de la viuda de Néstor por su abuela Amparo, con quien discutía agriamente, se debe a que la asturiana se ufanaba de haber llegado con una mano atrás y otra adelante, y de haber logrado el progreso sin el auxilio del Estado, algo imperdonable para quienes lo conseguirían todo merced a los tejemanejes de la administración pública, y basarían su dinastía aldeana en el subsidio y en el clientelismo. Ese sistema de ideas, no por casualidad, fue minando paulatinamente la cultura del trabajo en la Argentina.
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El Novelista era una deidad personal que yo había conocido y venerado desde los inicios de mi vida adulta. Encarnaba una antología completa de mis deseos y ambiciones de entonces: era un narrador, era un pensador de la política, era peronista y defendía a John Ford. Que todavía necesitaba ser defendido. Leyó mis originales y después mis libros, escribió a favor de dos o tres de ellos, y sobre todo, se dejó celebrar largamente por mí a lo largo de un cuarto de siglo. Fui uno de sus lectores más concienzudos y devotos, y un reseñista sinceramente generoso, a pesar de que ya no coincidía en nada con sus hipérboles ideológicas. Me pasé la vida leyendo y admirando a escritores que tenían un pensamiento diferente al mío, sana costumbre que no sé si hoy se practica con tanta soltura. Lo concreto es que el Novelista se hartó del peronismo en los 90 y retrocedió a su existencialismo sartreano y también a una especie de marxismo utópico. Cuando conseguí incluirlo en la serie de los grandes intelectuales (sitial que merecía por obra y méritos) y salió en la portada del diario La Nación, muchos de sus amigos progres lo contemplaron de soslayo y con sospecha. Esa maledicencia no lo arredró. El hecho de que lo cortejara el periódico de Mitre, con su rica tradición literaria y sus fantasmas ilustres (Darío, Martí, Borges, Bioy, Silvina, Manucho) le resultaba una enorme tentación; una reluciente medalla. Me aceptó también una presentación desbordante en el auditorio del Centro Cultural Borges y una ceremonia multitudinaria, como invitado especial y con honores, para celebrar los ganadores de los premios de novela y ensayo. Es curioso porque fui yo mismo quien, en las primeras semanas del gobierno de los Kirchner, lo llamé para advertirle que tal vez debía prestarle más atención a Néstor. Había una razón histórica: el esposo de Cristina Kirchner, como el propio Novelista, no se había metido en la lucha armada; se habían quedado boyando durante aquellos años de plomo en esas aguas cercanas y depurativas del grupo Lealtad. Era una conjetura, pero a mi mentor le interesó bastante. Pocos meses más tarde había caído bajo el influjo del santacruceño, había escrito un panegírico sobre su agudeza, había tomado café en la Casa de Gobierno, y ya se consideraba un convencido.
Eso no impidió, por supuesto, que acudiera a otra entrevista en el viejo suplemento Enfoques de La Nación, puesto que se había dado cuenta de que su lectorado no se correspondía ya con aquel miserable cliché de David Viñas. El periódico representaba ahora a las clases medias modernas y era poco conservador a la vieja usanza; al contrario, tenía un público nuevo, abierto, vigoroso, democrático, culto y pluralista. Bajo aquel cuestionario periodístico, el Novelista habló bien de los Kirchner, pero se quejó por la corrupción. Dejamos de charlar durante la nerviosa temporada en la que Tomás Eloy Martínez y yo preparábamos el nuevo suplemento de cultura, pero lo invité para la fiesta de lanzamiento, que organizamos en el Roof Garden del Hotel Alvear. Se trataba de una cita de honor: contar con su apoyo era muy importante para mí. A la hora señalada, había un mundo de gente en ese piso suntuoso, y tocaba el piano Fito Páez, pero el Novelista no aparecía por ningún lado. Me encontré, en una esquina del salón, con una amiga común que bebía una copa de champagne, y me contó que mi mentor se había enredado con un compañero de generación y literatura en una larga cadena de mails, y que juntos habían acordado no asistir a mi invitación para “no hacerle el juego al diario de la oligarquía”.
Me quedé atónico, y ya en la redacción traté de digerir un enojo que me hacía temblar. No le escribí ni lo llamé, ni le hice frente ni le recriminé nada. Seguí con mi tarea cultural y, en paralelo, continué mi trabajo de edición con Beatriz Sarlo, que brillaba en las páginas de opinión política. La experiencia con Beatriz era continua y placentera. Por lo general, yo la llamaba con una idea en los labios, y otra en reserva. A veces ella se inclinaba por la primera o por la segunda, o rechazaba las dos y al final se le ocurría una tercera. Si la pesca del día no había funcionado, yo volvía a llamarla con dos ideas nuevas, y a veces ella elegía una, ganada por el cansancio, o me salía al paso con un tema absolutamente nuevo, fruto de su cosecha y de su fina observación. Aquel vínculo, además de exitoso, fue muy enriquecedor; creo que para ambos. Cuando la invité a un diálogo abierto en el Centro Cultural Recoleta -algo que ella nunca hacía en aquellos tiempos-, evidentemente no pudo negarse. Al día siguiente, sus definiciones tenían un gran despliegue en el diario y una gran repercusión en las radios y en la red. Esa misma noche yo cenaba con tres camaradas del oficio, cuando sonó mi celular. Era el Novelista, que sin saludarme me decía: “¿Así que ahora le hacés publicidad a esa soreta que a vos y a mí nos dejó afuera de la Facultad?”
Beatriz, antes de ser una articulista de fuste, había sido nuestra Harold Bloom, una crítica fundamental que cató durante décadas la narración argentina desde la Facultad de Filosofía y Letras, y que por supuesto era odiada y temida por muchos escritores. Su cartografía crítica era una suerte de canon y dejaba deliberadamente afuera los géneros populares, el terreno donde el Novelista y yo solíamos movernos con alegría. Un ensayista literario de ese calibre suele recortar por donde le parece su propio corpus crítico: éste constituye en verdad su obra íntima, y nada tiene que ver con un infinito catálogo justiciero a gusto de todos. Le dije al Novelista que en ese momento estaba ocupado y que al llegar a mi casa lo llamaría. Lo aceptó, pero de mala gana. No sé por qué, pero seguí bebiendo malbec durante dos horas más, y llegué a mi departamento de recién separado con un leve mareo y latidos en las sienes. Pulsé su número y le pasé, a los gritos, todas y cada una de las facturas pendientes, y le expliqué por qué sentía que en lugar de ponerme el hombro en una patriada personal, me había traicionado. El Novelista amagó con enviarme, lleno de soberbia, la “importante correspondencia” que había mantenido con su compañero y en la que se basaba su boicot, y yo lo corté en seco: “¿Pero quiénes se creen ustedes? ¿Sartre y Simone de Beauvoir? Váyanse a la mierda los dos”. Le ordené que no me hablara más y le envié a sus socios del kirchnerismo toda clase de insultos.
Durante dos semanas, el Novelista me escribió correos en los que se manifestaba asombrado porque “el hijo de Carmina”, el inmigrante congénito que provenía de la pobreza se hubiera pasado al enemigo. Y sorprendido porque se me había endurecido el corazón. A fin de mes, di el brazo a torcer, rompí el silencio y lo invité a un restaurante de Puerto Madero. Cenamos por última vez, bajando el tono e intentando recrear entre nosotros los viejos fulgores. Fue entonces cuando el Novelista, munido de una inocencia rayana con el cinismo o con la locura, me contó que a las 48 horas de haber publicado aquella crítica por la corrupción, un gerente de Canal 7 le había ofrecido una fortuna para hacer un programa menor. También que tras sus dardos despectivos contra Daniel Filmus, eterno perdedor de las elecciones porteñas, el ministro de Educación le había ofrecido una segunda fortuna por un envío en un canal cultural. Y que Presidencia de la Nación solventaba unos libros de historia y filosofía que publicaba por entregas. “Te das cuenta de que te están comprando, ¿no?”, le pregunté con los pelos de punta. Me respondió abriendo los brazos: “Jorge, ¿qué otro gobierno me iba a dar lo que yo merecía?”.
Cenamos, a partir de ese momento, con languidez: él atacando insólitamente lo que Néstor Kirchner hacía bien y apoyando lo que hacía mal. Y luego nos abrazamos, como siempre y como si la pelea hubiera acabado bien y de una vez por todas, y yo crucé hasta La Nación, donde había dejado mis papeles. La edición ya había partido hacia el taller, y a esa hora solo quedaban dos periodistas de guardia. Pensé un segundo si debía pedir un taxi, pero me sentía tan abatido que cerré el escritorio, me calcé la mochila en la espalda y atravesé la ciudad bajo esa noche de nubes negras. “¿Qué otro gobierno me iba a dar lo que yo merecía?” Caminé desde el Luna Park hasta puente Pacífico, y llegué rendido al departamento desangelado, me eché vestido en la cama y me puse a llorar.
El libro de Fernández Díaz, como bien se titula, es la historia de la Argentina entretejida con la vida de un joven hijo de inmigrantes -como casi todos los argentinos- que hoy interpreta el pasado y el presente de una Argentina tan bella y peculiar como tenebrosa.
Excelente como siempre Fernández Díaz.