Esta es la historia de un sonido que llegaba con el amanecer, el de unas patitas que corrían inquietas reclamando un desayuno. El sonido de la alegría era un ladrido cuando la miraba, perezosa, pensando “por qué me despiertas de madrugada”, y al instante, al observar el saludo de esa pequeña bola peluda blanca, inclinando las patitas delanteras, olvidaba cualquier reproche. Era el sonido de la prisa, de correr hacia ninguna parte y todas a la vez. A saber lo que ella vería. La alegría sencilla que brotaba al mordisquear un peluche, de la palabra amable. Las volteretas, las protestas cuando íbamos a pasear, cosa que nunca le gustó demasiado, tal vez porque una vez salió de su primer hogar y nunca regresó. La adopté con cuatro años.
Es la historia de una mirada donde solo había verdad. La de unos ojos negros, vivaces y algo tristes que miraban más allá, dentro del alma de su dueña, y leían cada recodo, cada silencio, y cada expresión. Era una respiración tranquila en las noches, y una desbocada en cada recibimiento, aunque mi ausencia durara cinco minutos. Era el abrazo, el beso de la noche. Era contar cosas en un lenguaje invisible. Mi compañera solitaria, que nunca supo jugar con otros congéneres. Valiente, orgullosa, le daba igual si algún otro perro se mostrara agresivo con ella, indiferente a cualquier amenaza. Valerosa también con su lenta enfermedad que superaba estoicamente, sin quejas. Vigía discreta de su querida manada, y de que todo estuviera en orden. ¿Cómo te las apañabas para averiguar dónde escondíamos los manjares, pequeña granuja?
Ella fue la vigilante de los zapatos, como si estos fueran nuestra prolongación, en cada ausencia. Es la historia de una despedida triste y plácida a la vez, cuando poco después de cumplir su veintena la mirada serena se tornó súplica y ella, tan digna, ya no podía caminar, ni comer. Ni ella ni yo quisimos eso. Fueron tres los lustros felices que pasamos juntas.
En este amanecer sin sonidos, recorro los rincones del suelo de la casa por donde se ha posado mi mirada para encontrarme con la tuya durante tanto tiempo. La casa con este nuevo y desconocido mutismo es ahora más pequeña. Te busco y solo veo un rastro de silencios. Observar su canasto vacío, su viejo cacharro azul para beber, sus pequeñas cosas, y los mil detalles en los que configuraba mis días en torno a ella, me fractura el alma. Comprendo a esos fieles perros que esperan a sus dueños para siempre, abrazados al último lugar donde reposaron. Yo también la esperaría.
Te llevas lo mejor de mí. Te llevas el tiempo, el presente continuo. Te llevas la pureza, la luz, incluso a través del cristal plateado. El reposo donde el ruido del mundo cesaba. Yo sólo quisiera volver a besar tu noble cabeza, acariciar tu suave pelaje. Sostenerte una vez más en mis brazos, verte corretear en un prado verde y perseguir las olas en una playa. Retener esa armonía. Qué maravilloso fue el compartir tu inocente presencia, has sido un verdadero milagro. La perrita más bonita que ha existido en este mundo.
Hermosa historia; simplemente un acto purísimo de amor compartido…