Las cosas como son: Franco era un fulano con suerte. Frío y astuto como la madre que lo parió, pero con la fortuna –la baraka, decía él, veterano militar africanista– sentada en el hombro como el loro del pirata. Cuando se lió el pifostio contra la República, los que prácticamente mandaban en Europa eran de su cuerda, así que lo apoyaron como buenos compadres y lo ayudaron a ganar. Y cuando éstos al fin fueron derrotados en la Segunda Guerra Mundial, resultó que las potencias occidentales vencedoras con los EEUU a la cabeza, que ya le veían las orejas al lobo Stalin y a la amenazante Rusia soviética que se había zampado media Europa, necesitaban a elementos como Franco para asentarse bien en el continente, poner bases militares, anudar lazos anticomunistas y cosas así. De modo que le perdonaron al dictador su dictadura, o la miraron de otra manera, olvidando los viejos pecadillos, las amistades siniestras y los grandes cementerios bajo la luna. Por eso los republicanos exiliados, o algunos de ellos, los que no se resignaban y seguían queriendo pelear, o sea, los que esperaban que tras la victoria contra nazis y fascistas le llegara el turno a Franco, se quedaron con las ganas. «¿En quién me vengo yo ahora?», como decía La venganza de don Mendo –a cuyo autor Muñoz Seca, por cierto, habían fusilado ellos–. Pensaban esos ingenuos que al acabar la guerra mundial volverían a España respaldados por los vencedores, pero de eso no hubo nada. Y no fue porque no hubieran hecho méritos, oigan. Buena parte de aquellos republicanos que habían pasado los Pirineos con el Tercio y los moros de Franco pisándoles los talones, un puño en alto y llevando apretado en él un puñado de tierra española, masticando el sabor amargo de la derrota, el exilio y la miseria, eran gente derrotada pero no vencida. Por eso en 1940, cuando se probó una vez más que las carreteras de Francia están cubiertas de árboles para que los alemanes puedan invadir el país a la sombra, y el ejército gabacho y su línea Maginot y sus generales de opereta se fueron a tomar por saco –en una de las más vergonzosas derrotas de la Historia–, los sucios y piojosos republicanos españoles, a quienes los franceses habían humillado y recluido en campos de concentración, se plantearon el asunto en términos simples: los alemanes por un lado y la España franquista por otro, dicho en corto, compañeros, que estamos jodidos y no hay a dónde ir. Así que, por lo menos, vendamos caro el pellejo. De manera que, de perdidos al río, centenares de esos veteranos con tres años de experiencia bélica en el currículum, hombres y mujeres duros como el pedernal, cogieron las armas que el ejército franchute había tirado en la fuga y empezaron a pegarles tiros a los alemanes, echándose al monte y convirtiéndose en instructores, primero, y en núcleo importante, luego, de esa Resistencia francesa, tanto la urbana como la del maquis rural, de la que tanto presumieron luego los de allí. Y no hay mejor prueba que darnos una vuelta por los pueblos y lugares del país vecino, donde con estremecedora frecuencia es posible encontrar monumentos conmemorativos con la frase: «A los combatientes españoles muertos por Francia». Y vaya si combatieron. Unos, capturados por los nazis y rechazados por la España franquista, acabaron en campos de exterminio. Otros murieron luchando o asistieron a la liberación. El recorrido de bastantes de ellos –es muy recomendable la lectura de La Nueve, de Evelyn Mesquida– fue de epopeya; como el caso de los que, enrolados algunos en la Legión Extranjera francesa y fugitivos otros del norte de África, acabaron integrados en las fuerzas francesas libres del general De Gaulle, y desde África central viajaron a Inglaterra, y de allí a Normandía; y luego, con la famosa división Leclerc, liberaron París, combatieron y murieron en suelo alemán, llegando los supervivientes hasta el cuartel general del Führer (tuve el honor de estar cinco años sentado en la Real Academia Española junto a uno de ellos, Claudio Guillén Cahen, hijo del poeta Jorge Guillén). Y todavía lo remueve a uno por dentro y le empaña los ojos ver en las fotos y los viejos documentales de la liberación de París, cuando pasan los carros blindados aliados por las calles, aplaudidos y besados por franceses y francesas, a un montón de fulanos bajitos, morenos y sonrientes, despechugados de uniforme y siempre con un pitillo a medio fumar en la boca, y leer con asombro los nombres que esos tipos indestructibles pintaron sobre el acero para bautizar sus tanques: Guernica, Guadalajara, Brunete, Don Quijote y España Cañí.
[Continuará].
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Publicado el 12 de febrero de 2017 en XL Semanal.
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