Si cierro los ojos y pienso en mi infancia, inevitablemente escucho el traqueteo de la vieja Singer, al ritmo que le marcaba al pedal el pie de mi madre o de mi tía, que era modista, mientras la otra hilvanaba, remataba, descosía o cortaba. Hablaban entonces de su propia niñez, de los tiempos en los que había hambre y escaseces, y de vivencias de gente que, a mis oídos de niña, sonaba lejana y misteriosa: los estraperlistas, los emigrantes, los “fugaos”, las viudas de guerra, las carboneras, las tropas moras, y otras tantas que captaban inmediatamente mi atención. Todavía puedo oler el aroma a café y bizcocho casero de aquellas tardes en las que se incorporaban a la conversación algunas de sus amigas, con dudas de costura o simplemente a pasar el rato y a compartir recuerdos y confidencias. Nos sentábamos a la mesa de la cocina y ellas preparaban café en el puchero, o en la pota, como se llama en Asturias. Una vez listo, lo colaban con la manga —la cafetera eléctrica solo se usaba a diario y porque había prisas—, lo servían en alguno de los juegos de café de porcelana, herencia de mi abuela, y jugábamos a las cartas. Antes de empezar, sacaban del cajón una bolsita llena de pesetas antiguas, con la cara de Franco, y las apostábamos a la brisca, a la escoba, al cinquillo o al chinchón. Si alguna de ellas comentaba sus preocupaciones, la partida se transformaba rápidamente en una tirada de cartas para encontrar solución a los problemas de la que consultaba. Fue mi abuela, la propietaria original de la Singer, la que enseñó a mi madre y a mi tía a interpretar la baraja. Según mi madre era medio bruja, pero solo echaba las cartas a personas muy cercanas, porque no quería que el rumor corriera por el pueblo.
Durante el confinamiento, decidí ordenar el trastero, y me encontré de nuevo ante la vieja Singer, con su pedal de hierro negro y sus letras doradas ya borrosas. También aparecieron, bien envueltos y metidos en cajas, los juegos de café, con adornos de flores y ribetes dorados. Me invadió entonces la nostalgia y sentí la necesidad de contar aquellas historias, tantas veces escuchadas, de mujeres que vivieron tiempos que yo no conocí. Al empezar a recopilar los recuerdos infantiles de las tardes de cartas, costura y café, debió de abrirse alguna puerta a la memoria porque las narraciones en boca de mis antecesores se agolparon en mi cabeza. Primero fueron las historias que contaba mi padre sobre mis abuelos, de la posguerra en la cuenca minera asturiana, de los años que pasaron mis tíos en París, de la época de la Transición y el destape, o del Golpe de Estado de Tejero. Después se sumaron las conversaciones con mi suegra acerca de la vida de su madre en el Palmar de Troya y, según se activaba más y más mi memoria, surgieron las vivencias de mi generación, propias y ajenas, y con ellas, también se incorporaron las de otras mujeres que nacieron cerca del cambio de siglo. Así, sin buscarlas, vinieron a mí las cuatro protagonistas de esta historia: Aurora (1922), Águeda (1942), Ana (1968) y Alba (1995), y con ellas sus amigas, vecinas, maridos, padres, novios y novias, todos ellos con sus vidas llenas de luchas, de buenos y malos momentos, de risas y tristezas.
Las herederas de la Singer es un homenaje a las mujeres, a los hombres, a todas las personas cuyas vidas no aparecen en los libros de historia, porque ellos fueron los verdaderos protagonistas de nuestro pasado.
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Autora: Ana Lena Rivera. Título: Las herederas de la Singer. Editorial: Grijalbo. Venta: Todostuslibros.
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