Inicio > Blogs > Diario de un mal nadador > Una lata de sardinas
Una lata de sardinas

Desde que supe que tenía que pagar 2.000 euros —sí, dos mil— a la dentista no he sido yo. Lo apunté en un papelito con rotulador rojo y lo pegué con cello —y celo— en la puerta de casa, por dentro. Fue hace más de un mes. Cada vez que iba a salir me topaba con el recordatorio: 2.000 euros.

Al dentista  —es una mujer, pero siempre decimos el dentista— voy el miércoles pero ¿y si ese lunes el banco tuviera problemas? El martes sería demasiado precipitado y el miércoles ¡imposible! No era cuestión de arriesgarse. Esto lo pensé ya ayer, desde la mañana. Así que he ido hoy, viernes, y antes de las once porque creo que a partir de esa hora ya no se despacha por ventanilla, e imaginaba que aún menos si se trataba de retirar dinero, menudos son.

Habrá cola, me dije, porque es viernes. La gente hace muchas gestiones los viernes, y no digamos los lunes. Pues vaya mañanita, con el frío que hace; seguro que me toca delante el típico pesado y tengo que esperar fuera. Tuve suerte, nadie había a las diez y cuarto.

—Quería sacar dinero. Bueno, buenos días —era imposible mostrar serenidad, creo que volví a tartamudear.

—Hola. ¿Cuánto quiere?

—Dos doscientos.

—¿Cuánto?

—Dos mil dos.

—¿Dos mil dos?

—Quería decir dos mil doscientos.

—¿Dos mil…? Un momento.

La joven del banco —¿me reconoció?— pulsó un timbre invisible para abrir la puerta a otro cliente.

—¿Cuánto me dijo?

—Dos mil doscientos.

—Ajá, dos mil doscientos.

"Firmé en una pequeña pantalla. Y esperé. Y seguí esperando. Yo miraba a la joven y luego a un póster acristalado con un niño sonriente, guapo y sin problemas en la vida, o eso daba a entender"

No sólo se habían enterado las otras dos empleadas sino también el cliente que esperaba —seguro que también inquieto— detrás de mí. “Vaya, ese quien sea me seguirá por la calle con malas intenciones, no muy cerca pero sí con disimulo. Y sabrá además dónde vivo”.

Firmé en una pequeña pantalla. Y esperé. Y seguí esperando. Yo miraba a la joven y luego a un póster acristalado con un niño sonriente, guapo y sin problemas en la vida, o eso daba a entender. Seguí esperando, pero ya más nervioso. “Me van a decir que esa cantidad es muy alta, que tienen que pedir autorización y que como el jefe del negociado no está tendré que volver el lunes, y el lunes a saber qué puede ocurrir. Estaré angustiado todo el fin de semana”.

—Hay un problemilla, creo que el ordenador no reconoce su firma.

Ya me decía yo, nada sale a la primera, nada es fácil en esta vida.

—Vuelve a aparecer en la pantalla… ¿Firma otra vez?

Y cuando iba a hacerlo:

—No, no firme, a ver si…

“Seguro que me van a cobrar dos veces los dichosos dos mil doscientos”. Y seguí esperando. Yo y el cliente de atrás, que no sabía cómo era porque no me atreví a girarme. Y no para que no me reconociera sino para que no sintiera mi angustia cada vez más evidente.

—A ver ahora. ¿Ha salido en la pantalla el lugar donde debe firmar?

—Sí, ahora sí.

—Pues firme.

Y firmé intentando que el pulso no se me disparara, que fuera la firma lo más parecida a la anterior, aunque cuando he tenido que firmar tres o más veces seguidas jamás me han salido igual, una rareza que no sé cómo evitar, ni explicarme. Esto no se lo he confesado a nadie porque se reirían de mí: “¡Qué bobadas, cómo te va a salir diferente!”. Todos ocultamos muchos secretos.

"Llevaba dentro del banco más de diez minutos. Lo sé porque me fijé en las cifras de un reloj digital. Creo que sentí que me goteaba el sobaco"

Esta vez sólo pasaron unos diez segundos. Los conté. Llevaba dentro del banco más de diez minutos. Lo sé porque me fijé en las cifras de un reloj digital. Creo que sentí que me goteaba el sobaco. Sin decir nada (bueno, me dijo si quería algún billete de cincuenta u otros más pequeños y contesté que no, aunque quería haber dicho que sí), sin más contratiempos me entregó los billetes y un sobre.

“¿Lo cuento, no lo cuento? Van a creer que desconfío, de ellos y de la máquina, pero mis padres y mis amigos me han dicho siempre que he de contarlo delante de ellos, de los del banco, porque luego no podría reclamar”, me dije. Y lo conté. Y estaba bien, lo que me ofuscó aún más, si cabe.

Me giré mientras la joven me deseaba un buen día, contesté algo atropelladamente, porque entonces ya me estaba fijando en ese cliente sin cara que había empezado a hablar —no sé de qué— con la empleada mientras yo me afanaba contando tanto billete. Para entonces yo ya no era un cliente sino un pelmazo desconfiado.

"¿Y el pan? ¿Bajo luego? ¿Con este frío? Porque no coma pan un día tampoco se me va a caer el cielo"

Tendría que haber ido a la panadería, pero cómo iba a ir por la calle con tantos billetes, expuesto a cualquier imprevisto. Sí me acerqué al kiosco a por el periódico. “¿Tendré suelto? Porque como no tenga dos euros a mano tendré que hurgar por el bolsillo interior de la gabardina y extraer, a ver cómo, un billete. Uno sólo, que no será fácil. Igual se me cae el sobre al suelo y se derrama todo el dinero, ante el desconcierto y la sospecha de la mujer”. Pues sí, tenía dos euros.

¿Y el pan? ¿Bajo luego? ¿Con este frío? Porque no coma pan un día tampoco se me va a caer el cielo.

Eran las once, casi, de la mañana.

Ya en casa, guardé el sobre en el primer cajón de la mesilla, donde miran, lo primero, todos los ladrones del mundo. Cerré la puerta con llave, apagué el móvil. ¿Me ducho otra vez, no me ducho? Abrí una lata de sardinas.

5/5 (13 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

0 Comentarios
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios