La semana pasada le pedí un voto a Leandro. Y entonces añadí: «Si escribo un pequeño artículo, ¿me lo publicarías en mi antigua sección de Zenda? Quizá así consiga algunos votos más. Tengo solo hasta el día 30». Leandro me animó a que contara la historia, cuando tuviera tiempo.
Pues para nada, pero nadie me habrá quitado lo bailado. Ah, sí, porque ahora además de escribir también bailo. Estoy vendiendo bastante bien mi novela Nunca dejes de bailar en versión inglesa, aquí en el pueblo australiano donde vivo. Pero la gente me preguntaba mucho si bailo a pesar de yo insistir que es una novela y no la historia de mi vida, y me cansé de contestar: «No, solo escribo». Ahora digo que sí, claro, también bailo: hip-hop, zumba y todo lo que me echen. La cuestión es moverse. O vivir, que es lo mismo.
Todavía no he tenido tiempo de contar la historia que me trae de nuevo a estas páginas. Pero entonces he recordado que hace muchos años escribí el principio de la historia. La titulé Historia de una librera y todavía está en mi blog. La he vuelto a leer y casi no puedo creer que hayan pasado ¡diez años! Allí cuento los inicios de mi microempresa de libros, Dunsborough Books. Hacia el final, relato que el dueño de The Bookstore, que intentó eliminarme del libre comercio de libros, consiguió vender su mal negocio y yo pude volver a vender mis libros en el mercado del pueblo. Los nuevos dueños de la única librería del pueblo eran un matrimonio con hijos ya mayores que no me consideraron una amenaza, en principio.
Los años fueron pasando, como siempre. Creo que algunos amantes de los libros se quejaban de que la gente no lee, que los libreros no ganan; que si los libros digitales, que si la piratería, que si Amazon, que si la pandemia… Pero la verdad es que no me acuerdo de nada de eso. A mí siempre me ha ido bien porque el amor que siento por el producto que vendo es más satisfactorio que el pequeño beneficio que le saco. Durante unos meses en 2020 no pude trabajar, pero aquí en Australia Occidental duró poco el confinamiento porque estábamos aislados del mundo y durante largos meses sin ni un caso de coronavirus.
A los nuevos dueños de la librería del pueblo también les iba bien, o eso parecía. Éramos amigos y a esta librería yo sí entraba de vez en cuando, pues al principio les entusiasmó vender mis propios libros —los que he escrito yo. Era y es una librería muy bonita, con libros nuevos y dispuestos de manera atractiva. Ellos no prestaban atención a mi puesto del mercado, hasta que un día sí lo hicieron, cuando su hijo entró en la librería con dos joyas que había encontrado en mi tenderete. Y es que me enorgullezco de saber mucho sobre libros y de tener una buena colección de la mejor literatura anglosajona —también obtengo siempre que puedo libros de autores hispanos traducidos al inglés.
Un día del año pasado me los encontré por el pueblo y los saludé. Ellos me contestaron de manera rara, como si no me conocieran. No sé si esto es lo normal de los pueblos, aunque llevo muchos años aquí. Supongo que sí; siempre ves las mismas caras y a veces no te apetece saludar a alguien. Pues no le di importancia. Un par de meses más tarde me enteré de que, como hiciera el antiguo dueño de The Bookstore, «mis amigos» habían intentado eliminarme del mapa de los libros. Esta vez los organizadores del mercado se negaron. Yo llevaba ya quince años aquí, mucho más tiempo que ellos, pero la respuesta que les dieron fue: «Carmen ha estado aquí desde siempre».
No fue así de fácil. Me hicieron escribir cartas al alcalde de Busselton (la ciudad más cercana) y sus concejales, luchando por mi derecho a seguir vendiendo durante dos sábados al mes. Así es: dos sábados al mes, de 8:00 a 13:00, y la única librería del pueblo me consideraba una amenaza. Todavía no me lo acabo de creer. Su traición me dolió pero también me halagó muchísimo. Hacía ya dos años que no les entregaba mis propios libros para vender; de hecho, los retiré de todas las librerías de la región porque yo los vendía mejor en mi paradita.
El alcalde y sus concejales tardaron algunos días en responder pero por fin me aseguraron que no tenía nada que temer y que mi micronegocio seguiría adelante con su aprobación. Dunsborough Books es perfectamente legal; soy autónomo y pago seguro, tasas y todo lo que me toca. Aun así, llevaba ya años pensando en expandirme aunque la vida no me dejara (hijos, etcétera). Ante esta segunda tentativa de exterminio, publiqué en la página de Facebook del pueblo que vistas las últimas dificultades en el mercado, me planteaba o abrir una tienda o comprarme una furgoneta y convertirla en librería móvil.
Sabía que poner algo por escrito era peligroso porque suponía plantarme una semilla en la conciencia. En efecto, la idea empezó a crecer y decidí que cuando mi coche cumpliera veinte años, lo cambiaría por una furgoneta. A los pocos días mi pareja atropelló a un canguro (sin querer). Es triste pero aquí pasa mucho —hay canguros por todas partes y al amanecer y el atardecer les da por saltar a la carretera justo cuando pasa un coche. El coche terminó en el desguace, pero el accidente se convirtió en una oportunidad para adelantar el sueño de la librería móvil. Siguieron meses de búsqueda y espera, pero por fin me llegó esta preciosa Ford Transit, casualmente el día de mi cumpleaños.
Mi sueño es convertirla en un pequeño hogar de acogida para los libros que voy a vender. Los compradores podrán entrar por las puertas de atrás y salir por la lateral. Es decir, que tiene que estar bien hecha, con aislante en las paredes para que los libros no pasen frío ni calor y no se mojen ni estropeen, con suelo y techo bonitos y estanterías a su medida para que estén cómodos, con un par de paneles solares, ventilador y otros detallitos por si alguna vez fuera necesario cerrar las puertas y ponerme a trabajar dentro o a pasar la noche. Y como sé que alguien me lo va a volver a preguntar, la respuesta es no, no habrá máquina de café. O quizá solo para mí, porque yo lo que quiero es vender libros y hablar de libros, no de café. Y no sé por ahí en el mundo exterior, pero aquí en Dunsborough ya hay otros negocios móviles de café y no es cuestión de hacer enfadar a nadie más. Porque además yo lo que quiero es hacer algo diferente, innovador y atrevido. Sé que el proyecto es chulo pero no creo que sea fácil. Una amiga me recomendó que lo mantuviera en secreto porque alguien me robaría la idea y se me adelantaría. Hace tanto tiempo que tuve la idea que ya no recuerdo cómo se me ocurrió pero esta advertencia me sorprendió, pues seguro que alguien lo ha hecho antes que yo.
El tiempo, constante como siempre, ha seguido pasando desde el día de mi cumpleaños y ya hace tres meses. La furgoneta va como la seda pero la conversión sigue solo en mi agitada mente. Y es que no sabía por donde empezar. Se me ocurrió que si pedía una subvención al gobierno, podría pagar a alguien para que me hiciera el trabajo en vez de ponerme yo a investigar cómo funciona un taladro. Gracias a los algoritmos de internet, fui a parar al anuncio de una empresa que cuatro veces al año otorga subvenciones a mujeres emprendedoras de Australia, Nueva Zelanda y Singapur. Quedaba una semana para enviar la solicitud y no me lo pensé más, pues solo tenía que responder a unas preguntas y filmar un vídeo de dos minutos hablando de mi idea.
Así entré en competencia con ochenta y una candidatas más luchando por el primer premio de diez mil dólares australianos. Un segundo premio, de cinco mil dólares, será para el proyecto que las organizadoras del programa consideren más innovador e impactante. Podría haber detenido mis esfuerzos ahí, volviendo a la cueva de mi escritorio y fantaseando con ganar ese segundo premio. Sin embargo, hice y estoy haciendo todo lo contrario que aconsejó mi amiga y he anunciado a los cuatro vientos que voy a convertir mi furgoneta en una librería móvil. Tengo que darlo a conocer porque el primer premio se lo llevará la emprendedora que consiga más votos.
El 4 de junio nos anunciaron que la votación estaba en marcha y escribí a mi hermana Raquel y a mi amiga de toda la vida, Rosa, para que comprobaran si se podía votar desde Barcelona. Ante la afirmativa, mis amigas españolas de Dunsborough fueron las siguientes en apoyarme y pedir votos también de sus familias. Durante los tres días siguientes me dediqué a pedir los votos de la gente más cercana a mí, a través de mensajes de texto personales.
El viernes 7 de junio nos comunicaron como iba el ranking y qué agradable sorpresa fue descubrir que Dunsborough Books estaba en segundo puesto. Eso me animó a seguir pidiendo votos. Con algunos de mis contactos no había habido ningún intercambio durante años, pero casi todo el mundo respondió bien y con ganas de apoyarme. También en Dunsborough hice campaña y en toda la región entre el Cabo Naturaliste y el Cabo Leeuwin. Un periodista se ofreció a escribir un artículo sobre mi aventura y por supuesto accedí. La noticia salió en uno de los dos periódicos locales el pasado viernes. Ese mismo día las organizadoras del programa me comunicaron que Dunsborough Books seguía segundo en el ranking por tercera semana consecutiva.
La votación termina el 30 de junio y mientras escribo estas líneas me quedan exactamente seis días para conseguir el máximo número de votos. Llevo días sin apenas leer y escribir libros y estoy sufriendo el mono terriblemente, pero ahora ya no puedo detener lo que he empezado. Quiero ganar y por eso sigo pidiendo votos. Quizá ya te lo haya pedido a ti, quizá ya me hayas votado. Pero si no, por favor, vota a Dunsborough Books, y si me sigues en Instagram y Facebook algún día verás una preciosa librería móvil que tú ayudaste a hacer realidad.
Gracias de todo corazón.
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Enlace para Historia de una librera.
Enlace al artículo publicado en The Times Augusta-Margaret River y Busselton la semana pasada.
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