No hay argumento que no pueda resumirse en tres líneas que, inevitablemente, serán sólo un pálido reflejo de lo que aguarda al lector: un texto mágico que él mismo terminará por levantar en su cabeza.
Todo libro, sea el Quijote, sea la Teoría de la Relatividad, esconde un viaje que planifica el autor, pero que ejecuta el lector. Una aventura que los cambia a ambos y que no reside en el argumento. Hace mucho que cuando me preguntan “de qué va” un libro nunca sé qué responder. ¿De un detective dipsómano? ¿De un marino alucinado? ¿De una funcionaria asesina?
¿O de la incertidumbre de vivir, simplemente?
Me temo que ése, y no otro, sea siempre el tema. Una y otra vez el libro, sea el que sea, esconde una aventura que una y otra vez trata de la incertidumbre. Del viaje a la Muerte… o de que todavía no. O sea, de que si no toca todavía, toca lidiar con ella, que es en lo que consiste vivir y, por tanto, leer. Desde La Biblia a Edipo, desde Edipo a don Quijote y desde don Quijote a la Teoría de la Relatividad.
Eso sí, si no fundamental, el “argumento” es necesario, como es necesario un buen vehículo que te lleva y después olvidas. ¿Cómo sin argumento podrían autor y lector levantar sus relatos? Sólo el “argumento” les permite seguir el hilo de sus personales neurastenias. El hilo de Ariadna argumental los salva a ambos de perder la cabeza: una vez dentro del laberinto, el “argumento” les deja claro, y eso desde el principio, quién quiere qué y por qué, así como quién cuenta qué y a quién.
Y, sobre todo, por qué.
Pero lo que enciende el alma, la chicha —la sustancia del guiso—, aguarda en otra parte. Mi devoción por el venerable romancero clásico español me da alguna clave, pues sé que esa devoción no se debe a unos argumentos en los que siempre yace “confusa la historia” y muy “clara la pena”, en palabras de Antonio Machado. La pena negra, o lo que sea que yazga allí, y que es donde está la chicha: lo que realmente engancha. Lo que de verdad importa y se queda después bailando en el cerebro.
Así las cosas, me pregunto por qué al cabo de los años me seguirán interesando las peripecias de Nemo y sus huéspedes-pasajeros a lo largo de Veinte mil leguas de viaje submarino, así como las del capitán Marlow en su viaje a El corazón de las tinieblas o al corazón de ese atormentado personaje llamado Lord Jim. Y así otras tantas, cientos, miles de historias, la inmensa mayoría de las cuáles nunca se han contado ni se contarán jamás: no abundan los Jim Hawkins, los Cide Hametes, los Ismael ni los Lemuel Gulliver cuenta-cuentos capaces de hacerlo. Ni los Lázaros de Tormes capaces de tener por bien “que cosas tan señaladas, por ventura nunca oídas ni vistas, vengan a conocimiento de muchos y no se entierren en la sepultura del olvido”.
La clave no está en el “qué”, sino en el “cómo”. No en el argumento, sino en un intangible: en las maneras, que se dice en los tendidos de las plazas de toros. En la poesía, una manera de nombrar lo que no tiene nombre y que, aunque exista y se note, nadie ve porque nadie sabe lo que es.
Pero ahí está: poesía que Juan Ramón quiso desnuda y León Felipe, sin versos y sin los “caireles de la rima”. Para Gustavo Adolfo, en cambio, poesía “eres tú”. Yo no me mojaré. La poesía será intangible, pero late en toda expresión capaz de conmover, sea un cuadro, un texto, un edificio o una película. Y dado que cualquier creación nunca interesa igual ni interesa a todos, convendremos en que “eso” que hemos llamado “poesía”, por llamarlo algo, es aún más que un intangible: es una forma de percepción.
Básicamente subjetiva: tú te emocionas, yo no.
Una saturación de impresiones previas que implican un sinfín de variables. “Texto”, “subtexto”, “bagaje”, “estructuras”, “tiempos” (verbales y de los otros), “género” (gramatical), “sexo”, “personajes”, “vacíos”, “formación”, “relaciones”, “experiencia”, un sinfín de imponderables e incluso, por último, sugerencias varias. La teoría del caos hecha realidad imposible de encerrar en una estadística o una fórmula. Los hechos implicados en la construcción de cada percepción son desmedidos. Más: son incomprensibles, interminables, inabarcables por tanto y, por tanto, perfectamente inconmensurables. La percepción se nos escapa. Se nota, pero no se ve. Es, pero nadie sabe qué ni porqué es como es.
Al fin y al cabo, si fuera todo cosa del argumento ¿en qué quedarían el Quijote, los relatos de Poe o Fortunata y Jacinta?
No me hagan decirlo.
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