El viernes 13 de septiembre de 1974, siguiendo las instrucciones de la banda terrorista ETA, dos ciudadanos franceses hicieron estallar unos potentes explosivos en la cafetería Rolando de Madrid, situada en la calle del Correo, a pocos pasos de la Puerta del Sol. La detonación se produjo a las 14:30 horas, el momento de más afluencia, por coincidir con el lapso del almuerzo. Como resultado de la explosión murieron 11 personas y otras 73 quedaron heridas de diversa consideración. De estas, dos fallecerían más adelante, por lo que el balance final sería de 13 víctimas mortales. Fue el atentado más sangriento de ETA hasta ese momento y, aun en su largo historial de brutales asesinatos masivos, uno de los principales, solo superado por los 21 fallecidos que provocó el coche bomba del centro comercial Hipercor de Barcelona el 19 de junio de 1987.
Ese panorama es el que tratan de plasmar en un libro ejemplar los historiadores Gaizka Fernández Soldevilla y Ana Escauriaza Escudero. Nada en esta obra es aleatorio, empezando por el título, que merecerá luego una atención específica. En apenas 250 páginas que no tienen desperdicio y que toda persona con un mínimo de sensibilidad leerá con indignación y congoja se exponen los hechos con una objetividad no desprovista, por otro lado, de una actitud combativa. Historia militante en cierto modo, pero de una militancia irreprochable: un combate a favor de las víctimas, sin sectarismos y en pro de la verdad histórica.
El atentado de la cafetería Rolando presenta muchas facetas que lo convierten en inusualmente apropiado para la reflexión política, histórica y ética. Esta última por la propia esencia del atentado, un crimen indiscriminado, cometido en un establecimiento público donde había hombres, mujeres y niños que nada tenían que ver con la lucha política. Si a menudo se habla de víctimas inocentes, aquí el concepto de inocencia debe emplearse en grado superlativo. Con el agravante de que los asesinos y sus cómplices lo sabían perfectamente. Hasta el punto de que los terroristas pudieron mirar a los ojos a sus víctimas, momentos antes de destrozarlas sin piedad. Y sin remordimiento alguno. Ya se sabe que por las «causas justas» todo está permitido.
Aunque repugne, debe admitirse que, salvo excepciones puntuales de locuras y arrebatos, todo crimen tiene su razón de ser, incluso los que parecen fortuitos. La misión del historiador es precisamente descartar la casualidad y centrarse en la causalidad. En los crímenes políticos, eso supone hallar la coartada y desmontarla si es preciso. La coartada aquí no podía ser más feble: debido a su vecindad con la Dirección General de Seguridad, buena parte de los parroquianos de la cafetería Rolando debían ser policías. Aunque así fuese —no lo era: solo hubo un policía entre las víctimas mortales—, por razones obvias la clientela de un bar tenía que ser por fuerza variopinta. Ello implicaba que, aunque murieran algunos agentes de la odiada dictadura franquista, también morirían personas que nada tenían que ver con ella. Pero ese pequeño inconveniente no les importó mucho a los perpetradores de la masacre.
Aquí viene el anunciado examen de los conceptos contenidos en el título: primero, la dinamita, para destruir a mansalva; segundo, las tuercas —la modesta cantidad de mil tuercas hexagonales— para que ejercieran de metralla que complementara el efecto de la onda expansiva, y tercero, las mentiras. Porque, pese a las torpes excusas políticas, el crimen era tan siniestro y de tal magnitud que la propia ETA no se atrevió a reconocer su autoría… ¡hasta 2018, cuarenta y cuatro años después! Ello da pie a una reflexión nada trivial sobre una cuestión tan de actualidad como el «relato». Ya hace cincuenta años se desató la «batalla del relato»: tanto ETA como sus satélites en una parte de la izquierda antifranquista esparcieron las sospechas de que los autores del vil asesinato múltiple eran la ultraderecha y la misma dictadura. Contra todas las evidencias. Pero muchos lo creyeron.
Los autores materiales del asesinato múltiple no hubieran podido cometer su atrocidad si no hubieran contado en la capital de España con la cooperación activa de Eva Forest aunque también, en mucho menor grado, de otros miembros de la izquierda radical, empezando por su marido, el prestigioso autor teatral Alfonso Sastre. Luego, no solo ellos, sino otros muchos militantes antifranquistas dieron pábulo a la teoría de la conspiración de la propia dictadura para desatar la represión. Según su rígido ideario, todo el que luchara contra Franco —no importaba cómo— era por definición impecable política y moralmente. Si ETA era antifranquista, era buena. Y estaba bien todo lo que hiciese. Muchos hoy sostienen lo mismo.
¿Qué pasó con los culpables del atentado? La contestación es fácil, pues basta con una sola palabra: nada. Es cierto que Eva Forest y los amigos que ella delató fueron detenidos. Pero la responsabilidad penal de todos los participantes en el crimen quedó borrada con la aprobación de la ley de Amnistía de 1977. No hubo ni habrá nunca, leemos en el libro, «una sentencia que haga justicia y establezca una verdad judicial». Más aún, Forest y Sastre conservan su prestigio en ámbitos de la izquierda abertzale y española. Y más allá. El escritor italiano Carlo Fabretti dijo de Forest que era «la mejor persona que jamás he conocido». En 2003 abrió una cafetería en Vitoria con el nombre de Eva Forest Liburutopia. ¿Y los autores materiales? Fueron una joven pareja francesa, Bernard Oyarzabal y Lourdes Cristóbal, que siguen juntos cincuenta años después. Tienen tres hijos y cinco nietos. Viven cerca de Bayona. Jamás han mostrado arrepentimiento por la masacre.
Frente a esa situación no puede ser más ominosa la suerte que corrieron las víctimas. Silenciadas, ninguneadas, olvidadas. A 13 de ellas se les arrebató la vida. Fueron más los heridos y los que padecieron secuelas de todo tipo. Y muchas más las que vieron sus vidas afectadas para siempre. Los que murieron tenían padres, hijos, cónyuges, familia… Dejaron huérfanos, viudos, viudas, vacíos insondables… El libro es, por encima de todo, un ejercicio de reparación, un homenaje a todos aquellos que cayeron, callaron o sufrieron sin aspavientos. Todos los que quedaron en el lado sombrío de la historia. Se trata aquí de vencer la inercia de la mera estadística: los afectados tenían rostro, sonrisa, voces, nombres. No eran ni pueden ser simples números.
El último capítulo del libro se titula con justeza «(Des)memoria de una masacre». Se constata aquí una verdad incómoda: en España un importante sector sociopolítico —la izquierda abertzale, pero no solo ella, ni mucho menos— dispensa «un trato más amable a los victimarios que a las víctimas». Ese fue el caso de la cafetería Rolando. Impunidad penal e impunidad moral de los asesinos y sus cómplices. Incluso aplausos y homenajes para todos ellos. No es una excepción. Asumimos con naturalidad que en ese entorno se niegue a las víctimas el más elemental de sus derechos: el derecho a saber. Más de 300 asesinatos de ETA siguen sin resolver.
Todo esto es también —o debería ser— «memoria histórica». Si se aboga por esta, por lo menos que no sea una memoria hemipléjica. No se puede recordar a conveniencia. Peor aún, porque hay quienes no solo callan y olvidan lo que les conviene, sino que tratan de desfigurar el pasado, justificar lo injustificable. No solo mienten sino que añaden oprobio al propio mal causado. Escupen a la víctima, doblemente vilipendiada. Aquí no caben relativismos ni neutralidad, sino el reconocimiento de que hubo víctimas y verdugos: unos pusieron sus cuerpos (sus vidas) y otros, dinamita, tuercas y mentiras.
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Autores: Gaizka Fernández Soldevilla y Ana Escauriaza Escudero. Título: Dinamita, tuercas y mentiras: El atentado de la cafetería Rolando. Editorial: Tecnos. Venta: Todos tus libros.
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