La memoria es lo único que nos vivifica, lo otro son las pejigueras de la vida. Et tout le reste est littérature, avisa Verlaine.
Para empezar, el escritor procura redimir imágenes, así la del escolar memorizando la conjugación de aquel verbo raro que inventara Henri Michaux:
«Yo contra, tú contra, él contra…»
Siendo así, uno va y contempla los arrebatos del mundo recogidos en su propia piedra misteriosa —también llamada Michaux—, arrellanado en este butacón —qué excelente mueble es una butaca, anuncia Xavier de Maestre, a quien nosotros le ponemos, como fondo de melancolía, la música-mueble de Erik Satié— con respaldo desgarrado por el roce devastador de tantas tardes, infinitas las horas… Disimulando —decir soportando sería claudicar— el feo dolor de culo de quien vive apoltronado como vivió, media novela, el tío Oblómov.
Entretiene contemplar el mundo desde aquí abajo como si nos encontrásemos ahí arriba, aprovechando un tramposo enfoque en picado. Porque sucede a menudo que cuando uno se arroja con toda la posible libertad que ofrece lo etéreo, o el falso peso de la mariposa en medio del huracán, al frondoso laberinto de la memoria, un coro de imágenes enriquecidas nos asalta, como si el empeño consistiera en rescatar una belleza idealizada, una bondad desconocida o un entusiasmo sin dueño y puesto a pedir de boca ante el mequetrefe que solo se apartará de escena en cuanto le apliquen la correspondiente patada en el trasero o cuando una mano misteriosa y voladora corte los hilos que lo sustentan en el vacío. Pongamos por caso la mano exhausta del escritor cuando desconfiado, y melancólico a rabiar, escriba la palabra FIN.
Cuando solo se viajaba al futuro. ¿Alguien lo recuerda?…
Joe Brainard, en su libro I remember, se sirve de un peculiar recurso memorístico construido en base a instantáneas e imágenes que se verbalizan. Un recurso refulgente y fugaz como un chispazo en la noche cerrada de los invidentes. Por su parte, Aby Warburg manejó otros medios técnicos para la composición de su complejo Atlas Mnemosyne. Por último, Ted Nelson, en los indispensables años sesenta del siglo XX, nos mantuvo entretenidos con la idea —presentada como Proyecto Xanadú— de hacer realidad la gran biblioteca en línea; esto es, la pretensión de recoger toda la literatura escrita hasta el momento en una sola plataforma sustentada en una cadena de computadoras conectadas entre sí. Por fin la legendaria ilusión del hipertexto se hizo humanamente concebible. Poco después, aun en estos días, Internet y el vasto soporte informático abren puertas a la esperanza de hacer realidad la inconmensurable propuesta de Nelson: la biblioteca universal al alcance de cualquiera. O la obstinada, y siempre baldía, búsqueda de alternativas al libro convencional; por ejemplo, desde la máquina de lectura de Fiske hasta el ebook de nuestro tiempo. El mismo fracaso.
«Muchachos, maten a Borges», encomendó Gombrowicz a sus discípulos bonaerenses desde el barco que lo traería a Europa.
Sépase, al fin, que mi novela preferida es aquella hecha de ideas e imágenes prendidas en una memoria libresca. Mi novela preferida, por tanto, ha de ser mi vida, igualmente hecha de ideas e imágenes prendidas en una memoria libresca.
No alcanzo más. Así que toca repetir el glorioso alimento.
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