Después de Voces del espejo y de El amo de la pista, obras publicadas en la primavera de 2024, siendo ya el autor Premio Cervantes, se nos regala a los lectores este nuevo libro, muy distinto a los que el escritor nos tiene acostumbrados, que es una pequeña joya, un objeto de arte, Mi hermano Antón (Reino de Cordelia). Combina la maestría del lenguaje, característica de la prosa de Díez, y la belleza de la expresión artística, reproducciones de pinturas y bocetos de Antón Díez. Texto e imágenes dialogan y aportan, o subrayan, impresiones al relato, tienden a acomodarse en una relación de libre intercambio entre las fronteras de la palabra impresa y del signo visual, como sugería el teórico del arte W. J. T. Mitchell.
No se trata ni mucho menos de una biografía al uso, la estructura y los temas se alejan de esa visión; lo que se presenta es la vida de un inventor, de un creador nato, la incesante búsqueda de un artesano y artista de la materia que equilibra ambas facetas en su mundo plástico. En el célebre cuento de Hoffmann, “Maese Martín el tonelero y sus oficiales”, admirado desde la infancia, Antón Díez descubre el sentido de la fábula alrededor de ambos conceptos, pero profundiza además en los valores de la amistad y del trabajo, tan presentes en su vida, a los que infunde una significación ética.
Las ilustraciones de apertura y clausura del volumen reflejan a un personaje en movimiento constante, en actitud continua de ideación, rasgo predominante en el artista. Y es muy acertado también, ¡cómo no!, el inicio narrativo: la presentación de Antón en su vertiente de actor en la juventud. El caos de la primera escena de la obra Final de partida, de Samuel Beckett, donde interpretaba el papel de Hamm y, por un fallo del mobiliario, se le caen las hojas del texto —folios volanderos— y se ve obligado a improvisar simboliza con precisión su talento inventivo en cualquier ámbito. No sería esta una actividad aislada, le sucedieron otras interpretaciones, de Rey en Escorial, de Michel de Ghelderode, y de trujamán en una obra escrita por él mismo, Teatrillo del Soplaviento. Los diferentes papeles le aportarían una perspectiva innovadora al considerar la existencia humana y el absurdo circundante.
Ya se ha señalado que la estructura del libro diverge de la cronología, se fundamenta en su mayor parte en un proceso asociativo. Por ello, no extraña que después del relato de la afición teatral, se evoque una anécdota divertida de la infancia. La excursión familiar y vecinal para ver el mar sorprende al niño más por la arena de la playa que por la inmensidad del agua. El deslumbramiento ante la arena, conjunto de partículas que le proporciona sensaciones diversas al tocarla con manos y pies, dejará una huella indeleble, de modo que se convertirá en material básico en su mundo plástico. Pero la arena tiene además una connotación simbólica relevante que proviene de la lectura de “El hombre de arena”, otro de sus cuentos favoritos. El aspecto inquietante y siniestro del relato de Hoffmann conmocionará al joven y tal impresión perdura en su vida adulta dando a esta materia una significación poderosa en su metamorfosis imaginaria.
La búsqueda sobresale entre las costumbres del artista y para ello se vale de una mirada indiscriminada a la realidad, a todo lo que le rodea, bien sea habitual o insólito. Su mirada observadora conecta sus inquietudes con el exterior, en su afán rastreador aprehende todo tipo de objetos y materiales y el fruto de su recolección lo transforma en creaciones. Son estas las etapas en su proceso creativo: observar, perseguir, escudriñar, metamorfosear. La necesidad de encontrar le lleva al hallazgo, porque la intención es siempre desveladora. El lector descubre el itinerario del talante creador, desde los inventos adolescentes de fabricación de un submarino y un cohete espacial hasta los cuadros de guerreros derrotados y sus collages actuales.
Lo que cualquier desván tiene de secreto y misterio suscitó en los dos hermanos visiones artísticas. En Días del desván, el escritor realizó un viaje al tiempo remoto de la infancia con la aspiración de recuperarla. La memoria literaria es asimismo biográfica y colectiva, de un tiempo histórico, el de la posguerra. Aquel lugar de juegos secretos y enigmas se convirtió en plataforma idónea para la primera obra del creador plástico: una ciudad. Con material de deshecho —cartones, papel, astillas, cables, celofán y envoltorios— y como herramienta básica unas tijeras, aquel muchacho prodigioso edificó una ciudad completa. Aquella fue la primera y desde entonces forjó un espíritu constructivo que transformó, con el tiempo y la experiencia, en urbes fabricadas con materiales diversos, desde barro cocido a maderas pintadas con sujeciones herrumbrosas. Cualquier rastro encontrado en el suelo se convierte en manos del artista en material maleable para la invención.
Son numerosas las referencias a libros inspiradores para el creador. Las obras de Beckett, Kafka, Sartre, Marcuse, Canetti, Foucault, Frazer y Pessoa, entre muchos otros, fueron motivo de reflexión, también otras en el ámbito pedagógico, cuando asumió la responsabilidad de la enseñanza de las Bellas Artes. En la docencia abrió otra vía de investigación que ampliaría sus indagaciones y redundaría en su fertilidad creadora. El estudio de los grandes artistas le permitió, a su vez, profundizar en su propio mundo. Nada en su vida de rastreador incesante queda sin utilidad en su trabajo.
Desde la portada del libro sobresale el rasgo axial del volumen: la complicidad. Hay una mirada cómplice al mundo y a la sociedad de estos dos maestros de la palabra y de la materia. En esa confabulación abunda el sentimiento de hermandad con un sentido mayor que el del parentesco, el de una íntima amistad, como se indica en la espléndida coda. El lector disfruta, descubre, empatiza y se divierte. Aparece una ventana abierta a una persona, a un personaje e, incluso, a toda una generación y a sus inquietudes.
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Autor: Luis Mateo Díez. Título: Mi hermano Antón. Ilustraciones: Antón Díez Editorial: Reino de Cordelia. Venta: Todostuslibros.
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