“Busco un lector que sea inteligente, culto, que tenga un gusto sano y fuerte. En general, considero que un
Zenda publica “Una mujer trabajadora”, uno de los cuentos que ha permanecido inédito hasta su publicación en la editorial Páginas de espuma.
Tres majnovistas —Gniloshkurov y otros dos— habían convenido con una mujer ciertos servicios amorosos. Por dos libras de azúcar, ella consintió en aceptar a los tres, pero para el tercero ya no aguantaba más y comenzó a dar vueltas por la habitación. La mujer salió apresuradamente al patio y allí se topó con Majnó. Este la azotó con su látigo y le abrió el labio superior, aunque también hubo para Gniloshkurov.
Esto sucedió por la mañana, pasadas las ocho, luego el día transcurrió entre idas y venidas, hasta que llega la noche, y la lluvia, una lluvia fina, susurrante, indomable. Musita tras la pared, en la ventana pende ante mí una estrella solitaria. Kámenka se había sumido en la bruma; el vivaz gueto es inundado por una vivaz oscuridad, y campa por él la inexorable algarabía de los majnovistas. El caballo de alguien relincha grácilmente, como una mujer melancólica; al otro lado de la cerca crujen insomnes tachankas, y el cañoneo, apaciguándose, se dispone a dormir sobre la húmeda tierra negra.
Y tan solo en una calle lejana resplandece la ventana del atamán. Como un proyector juguetón rasga la miseria de la noche otoñal, y se estremece, azotada por la lluvia. Allí, en el estado mayor de batkó, toca la orquesta en honor de Antonina Vasílievna, una enfermera que va a pasar por primera vez la noche junto a Majnó. Las sobrias y melancólicas trompetas tañen cada vez con más fuerza, y los guerrilleros, apelotonados bajo mi ventana, escuchan la atronadora melodía de aquellas antiguas marchas. Los tres están sentados, Gniloshkurov y sus camaradas; luego se acerca a ellos el cosaquito endemoniado. Mece los pies en el aire, se yergue sobre sus manos, canta y estridula y con cierta dificultad se apacigua, como sucede después de un ataque.
—Cabeza de chorlito —susurra de repente Gniloshkurov—, cabeza de chorlito —dice con pesar—, ¿cómo es posible que se llevara a dos más después de mí y de tan sumo grado? Y, encima, mientras me abrocho, me adula de tal manera, viejo, me dice, merci por la compañía, me resulta usted agradable… Llámeme Anelia, me dice, ese es mi nombre, Anelia. Pues sí, cabeza de chorlito, a mí me da que ella, desde esta mañana, se ha dado un atracón de malas hierbas, se ha dado todo un atracón, y entonces Petka se lanzó sobre ella, para nuestra desgracia…
—Entonces Petka se lanzó sobre ella —repitió tomando asiento el quinceañero Kikin mientras se encendía un cigarrillo—. Hombre, le dice ella a Petka, tenga un poco de compasión, se me escapan las últimas fuerzas, y menudo salto que pega, se puso a dar vueltas como un tornillo, pero los muchachos extendieron sus brazos, no la dejan que cruce la puerta, aunque ella suplica y suplica —Kikin se levantó, sus ojos se iluminaron y rompió en una carcajada—. Se escapa, pero en la puerta está nuestro batkó… Alto, le dice, usted, sin duda, tiene alguna enfermedad venérea, la voy a marcar en este mismo momento, y cómo la fustiga, pero ella, al parecer, también le quiere decir lo suyo.
—También hay que decir —interviene entonces, interrumpiendo a Kikin, la voz reflexiva y dulce de Petka Orlov—, también hay que decir que hay mucha avaricia entre la gente, una avaricia atroz… Ya le había dicho yo, somo tres, Anelia, llama a una amiga, comparte con ella el azúcar, así te ayuda… No, me dice, confío en que aguantaré, tengo tres niños que alimentar, que no soy una muchachita…
—Una mujer trabajadora —le aseguró Gniloshkurov a Petka, que seguía sentado bajo mi ventana—, trabajadora hasta el final…
Y se calló. Escuché de nuevo el ruido del agua. La lluvia balbucea como antes, y solloza, y gime por los tejados. El viento la abraza haciendo que se incline hacia un lado. El solemne tañido de las trompetas cesa en el patio de Majnó. La luz de su habitación se reduce a la mitad. Entonces Gniloshkurov se levantó del banco, seccionando con su cuerpo el velado resplandor de la luna. Bostezó, se remangó la camisa, se rascó la tripa, sorprendentemente blanca, y se fue a dormir al cobertizo. La voz tierna de Petka Orlov flotaba tras sus pasos.
—Había en Guliái-Pole un forastero, Iván Gólub —dijo Petka—, era un hombre tranquilo, abstemio, se sobrecargó con muchas cosas y se vino abajo hasta morir… La gente de Guliái-Pole sintió lástima de él y marchó por toda la aldea detrás del ataúd, marcha-ron tras él aunque se tratara de un forastero…
Y tras aproximarse hasta la misma puerta del cobertizo, Petka empezó a hablar en un susurro de aquel Iván que había muerto, susurraba con mayor delicadeza, con gran sentimiento.
—También hay desalmados entre la gente —le respondió Gniloshkurov, durmiéndose ya–, los hay, palabra…
Gniloshkurov se quedó dormido, y los otros dos con él, y yo me quedé solo junto a la ventana. Mis ojos tientan la taciturna oscuridad, la bestia de los recuerdos me desgarra, y el sueño no llega…
Llevaba sentada desde la mañana en la calle principal, vendiendo bayas. Los majnovistas le pagaban con billetes ya retira-dos. Tenía el cuerpo rollizo y mullido, era rubia. Gniloshkurov, sacando tripa, tomaba el sol en el banquito. Dormitaba, esperaba, y la mujer, con prisas por vender la mercancía, clavaba sus ojos azules en él y engalanaba su rostro con un arrebol gradual, tierno.
–Anelia —susurro su nombre—, Anelia…
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Autor: Isaak Bábel. Título: Cuentos Completos. Editorial: Páginas de espuma. Venta: Todostuslibros y Amazon
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