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Una noche más, un cuento de Sol de la Fuente

Imagen de portada: Lowell Birge Harrison.

Se acercan fechas señaladas, estos días no dejan de aparecer aquí y allá relatos navideños. Pero en la Escuela de Imaginadores no somos como los demás, y queremos regalar a los lectores de Zenda una última noche de juerga antes de las fiestas.

La imaginadora Sol de la Fuente trabaja en turismo, en la madrileña Puerta del Sol. Quizá ya la conozcas y eres de los que va a Sol a ver a Sol, porque nuestra autora conoce a todo el mundo, tiene amigos en todas partes, hasta en el infierno. Ese conocimiento de la ciudad y sus gentes, la ciudad diurna y también la nocturna, le ha permitido escribir «Una noche más». Un relato frenético y alucinado, que te deja sin respiración, que no solo nos hace viajar sin tregua hacia lo desconocido, sino que utiliza el plano de la subjetividad de tal forma que logra sumergirnos en lo más parecido a la experiencia directa. Prepárate, coge la cartera, algo de abrigo, no olvides las gafas de sol, ¿estás listo? Buen viaje.

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Una noche más

Me calzo las botas, me pinto los labios, me pongo la chupa y sonrío al espejo. Abro la puerta y compruebo que lo llevo todo… siempre el mismo ritual. Cierro tras de mí y siento un cosquilleo detrás del ombligo que me asegura que cualquier cosa puede pasar. Salgo a la calle, hace frío, la poca ropa que llevo no ayuda, pero la raya que me he metido mientras me vestía sí.

Camino rápido, aunque no tengo prisa. Por suerte no vivo lejos del primer bar, porque ya llego tarde. Saludo a todos. Estoy pletórica. Me siento genial. Pido una birra y me voy al baño. Me siguen cuatro. Pongo cinco rayas. Fran me da un turulo, Ana un beso, Raúl las gracias, Cris una pastilla. La parto en dos y me como media.

Compartimos espejo delante del lavabo. Me estiro el flequillo y la falda. Cris me dice algo de que estoy muy guapa. Yo alabo sus botas plateadas. Salimos del baño como si de un camerino se tratara. Comienza el espectáculo y nosotros somos las estrellas invitadas.

Las cervezas van cayendo sin que la noche decaiga. Tres visitas más al baño y estamos listos. Pagamos y salimos entre risas y promesas de desfases sin fin, que no solo nos animan, sino que nos provocan una impaciencia de sobra conocida, anticipando una fiesta que damos por comenzada.

Algún bar más, copas que se cuelan entre charlas desatadas y nuevas incorporaciones. La noche avanza, mientras nosotros sentamos las bases de una buena resaca.

Nos repartimos en dos taxis. Vamos lejos, pero no lo notamos, contando aventuras de otras noches de farra. Llegamos. La cola para entrar es larga. Avanzamos ignorando las manchas que forman la hilera ante la puerta, absurdo monumento a la paciencia. Saludamos con entusiasmo a los dos montañas. Uno de ellos cachea a un chaval y le quita una bolsa de pastillas. Sus amigos hacen como que no lo conocen, nosotros como que ni lo vemos.

La entrada al templo de la locura no defrauda. La música horada los oídos, golpea el pecho desde dentro y anula cualquier intento de ignorarla.

Empezamos la fiesta en los baños, donde a estas horas hay siempre más gente que en la barra. No hay distinción por sexos, ni en la puerta, ni en el interior, ni en muchas caras. Todo el mundo es diferente, todos son especiales, todos destacan. Todos igual de distintos. Se comparten pintalabios, drogas y confidencias; promesas de amor eterno que se olvidan al pronunciarlas.

Avanzamos hacia la barra como si fuéramos el ejército de Esparta. Pedimos algo de beber, Fran me da un pico y con él un trozo de pastilla, lo cojo de la mano y lo arrastro hasta la pista. Las luces me deslumbran y por un momento no sé dónde pongo el pie. Casi me caigo, pero él me sujeta. El susto me acelera el pulso, o algo de lo que me he metido, no sé.

Bailamos, cierro los ojos, me dejo llevar. Cuando los vuelvo a abrir, entre los destellos todo son sonrisas, caras conocidas y, a los que no conozco, los sonrío igual. El mundo no existe y el que existe es maravilloso.

La pastilla aún no me sube, pero no tengo prisa, la noche es larga. Me como otra media, no puedo estar toda la noche esperándola.

La música me sacude, las luces me zarandean, mis amigos me dicen cosas que no oigo, pero les sonrío, porque sé que serán cosas buenas. Todo es música y amor. Estoy levitando, mi sonrisa flota, mis brazos vuelan por la pista, mis piernas ya no son las que me sujetan; se han diluido en música y forman parte de un todo que se agita como un solo cuerpo a un ritmo único. Una progresión de acordes que va in crescendo aumenta de volumen a la vez que se acerca al clímax. Al alcanzarlo, el sonido, la luz, la sala entera estallan, mientras caen plumas y papelitos brillantes. Desconocidos me abrazan, mis amigos les besan, todos nos amamos. Estoy orgullosa de ellos, feliz de tenerlos, mi corazón late solo por ellos y yo ya no soy ellos, ahora soy música y los sobrevuelo.

Alguien me acerca algo a la nariz. Creí que el popper había pasado de moda, pero aspiro fuerte y le sonrío. Su cara no me suena. De repente siento que miles de cristales diminutos se me clavan por detrás de los ojos. Algo por dentro me quema. Intento seguir bailando, pero en el siguiente paso la cabeza no se me sujeta. Busco el suelo y no lo encuentro. Toda la pista es un agujero enorme y, de alguna extraña manera, los otros siguen bailando sin suelo, pero yo me dejo caer en la pared más cercana mientras las luces me ciegan. Me arrastro agarrándome como puedo. Alguien me saca de la pista. Trato de huir. Me golpeo.

Todo está oscuro. El aire quema. Delante de mí no hay nada ni nadie, el vacío.

Intento ver, no puedo. Intento gritar, no me sale. Intento agarrarme a algo, no lo encuentro. Pego la espalda a la pared, buscando donde sujetarme, pero siento que me estoy cayendo hacia dentro de mí misma. Me siento arder.

No puedo recordar qué hago dentro de esta caja, no puedo distinguir si estoy vertical u horizontal. Me entra el pánico. Golpeo, pero no se abre. Ni siquiera se mueve. Una idea me asalta de repente, pero intento alejarla de mí. Una idea, que es a la vez una posibilidad y una locura. Una hipótesis que cobra fuerza. No puedo siquiera planteármelo. No quiero preguntármelo a mí misma, pero lo pienso bajito.

La idea coge fuerza, me grita. Me rindo y la dejo entrar. Con ella se cuela todo el terror que soy capaz de soportar.

Me han enterrado viva, lo sé. Golpeo las paredes de la caja con puñetazos y patadas. Grito al límite de mis fuerzas, pero nadie me oye. Intento encontrar la forma de salir, pero el miedo no me deja pensar con claridad.

Todo mi cuerpo tiembla. Las convulsiones se aceleran y pierdo el control de mis movimientos. Un golpe en la cabeza multiplica mi terror. No me ha dolido nada. Me he muerto y no me he enterado. No sé si ha sido de un golpe o asfixiada. Busco la luz, el túnel y todo eso, pero nada.

No sé cuánto tiempo paso entre el pánico y la sorpresa, pero por fin un lado de la caja se abre y otros muertos aparecen.

—Pero ¿qué haces encerrada en el baño? ¡Te has perdido lo mejor!

Siento un dolor sincero al comprobar que mis amigos también están muertos.

El cadáver de Cris me abraza.

—Vamos, que… ¡menuda cara de zombi tienes! ¿No te habrás metido keta? ¡Que sabes que te sienta fatal!

Caminamos con el resto de muertos hacia la luz. Somos un montón en el túnel. Me pregunto si tendré la misma cara horrible que los demás. El rictus de la muerte ha convertido a todos estos chicos maravillosos en horrorosos fantasmas.

Al final del túnel la luz es cegadora. Miro a ver si está mi abuela, pero no consigo encontrarla. Uno de los muertos habla:

—¡Joder! ¡Otra vez se me han olvidado las gafas de sol!

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